Harán ustedes la exhumación esta misma noche, lejos de las miradas de los curiosos y con suma discreción, sin decir nada a nadie. El cadáver no saldrá del cementerio en ningún momento.
Quedará en el depósito del camposanto y sólo durante el tiempo imprescindible para tomar las muestras. ¿Cuándo llega ese químico amigo suyo?
—Espero que esta noche o mañana a primera hora.
—Bien, bien. Los curas quieren hacer no sé qué ceremonia de expiación antes de devolver el cuerpo al descanso eterno. Ah, se me olvidaba, hay algo más, Ros.
—Diga usted.
—Debe usted pedir disculpas a su Ilustrísima. En privado, claro. Nada trascenderá.
Víctor quedó callado por un instante.
Sánchez y don Baldomero le miraban fijamente.
—Sea. Me parece un buen trato.
Don Baldomero suspiró aliviado.
—Pensaba que iba usted a negarse.
—No, no. Soy un hombre práctico, don Baldomero. Conozco el sistema y sé que a veces hay que guardarse el orgullo. Tengo lo que quería, el cadáver, así que ahora mismo voy a ver a don Ceferino y a ventilar esto lo más rápidamente posible. Vicente, ¿te encargas tú de todo?
—Sí, descuida. Nos vemos a las nueve en el cementerio.
—De acuerdo —dijo Víctor levantándose. Todo había salido bien y se sintió aliviado por ello.
Cuando Ros llegó al palacio episcopal se encontró al obispo en plena merienda: chocolate con picatostes. «No se cuidan mal estos curas», pensó para sí.
Junto a su Ilustrísima se hallaba el padre Faustino, de cuyo pecho colgaba una servilleta blanca llena de manchurrones.
—¡Hombre! Nuestro amigo el detective —profirió el prelado al verle.
—Buenas tardes —contestó Víctor.
—Supongo que ha recapacitado usted y viene a disculparse. —Acierta usted en lo segundo, pero se equivoca en lo primero, si se me permite decirlo.
Se hizo el silencio.
—¿Y bien? —dijo don Ceferino.
Víctor miró al padre Faustino y añadió:
—Me gustaría hablar con su Ilustrísima a solas.
—El padre Faustino es de entera confianza. Hable, hable.
Era evidente que el obispo no le iba a poner las cosas fáciles. El padre Faustino lo miraba con aire de triunfo. Víctor comprobó que aquello iba a resultarle difícil. Así era la Iglesia en España, lenta, reaccionaria y sin un ápice de intenciones de cambiar lo más mínimo. Pensó en acabar con aquello cuanto antes; no le pagaban suficiente como para aguantar aquel tipo de tonterías.
—Bien, su Ilustrísima, quería decirle que si se sintió incómodo por mi actuación de ayer, le pido disculpas.
Don Ceferino sonrió como un sapo. Parecía satisfecho.
—¿Ve qué fácil? No debería usted perseguir a los hombres del Señor.
—Eso, eso, aprenda de Saulo de Tarso —remachó el loco del padre Faustino con vehemencia.
—No persigo a nadie por su condición o por sus creencias. Simplemente, trato de hacer mi trabajo.
—¿Es usted practicante? —preguntó el obispo.
—Acudo con mi esposa a misa los domingos. Ella quiere que mis hijos sean educados en el catolicismo y no me opongo, pero no soy lo que se dice un beato.
—Rezaré por usted —ofreció cínicamente el prelado.
—Y yo por usted —contestó Ros sin perder la cara al enemigo—. Y ahora, si me permiten, tengo un cadáver que exhumar.
Justo cuando el detective iba a salir por la puerta, don Ceferino le interpeló:
—¿Y por qué habría de rezar usted por mí?
Ros se volvió y contestó:
—Porque se aleje usted de los asuntos mundanos y se centre en los pastorales. Me parece que su Ilustrísima ha olvidado que alguien muy importante en el cristianismo de los primeros tiempos dijo aquello de: «Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Tengan ustedes buenas tardes.
Sintió asco por aquellos dos individuos.
Víctor llegó rendido a la fonda. Pidió que le subieran un vaso de leche con unas magdalenas y se puso la ropa de dormir, un amplio camisón y un gorro que le regalara Clara. Estaba agotado. Aquel había sido un día realmente movido y necesitaba dormir. Tras exhumar el ataúd del marqués, cuya madera comenzaba a pudrirse aquí y allá, lo dejaron en el depósito a la espera de la llegada de Córcoles, el químico. No se entretuvo en inspeccionarlo, sabedor de que a aquellas alturas el hígado estaría totalmente descompuesto y no podría ser utilizado para detectar en él la presencia de veneno.
Además, el cuerpo hedía y tras dejarlo en un pequeño cuarto, el más fresco del depósito, salieron del mismo, cerraron la puerta con llave y dejaron un urbano de guardia. No vieron señales del periodista, ni de curas fanáticos o curiosos del populacho. Al menos, eso había salido bien.
Pensó en Clara. Cuando los detalles del asunto llegaran a Madrid, montaría en cólera: Lucía Alonso, su amiga, casi linchada por la turba.
Lucía Alonso detenida, arrestada en su casa como sospechosa de la muerte de su marido.
Lucía Alonso perseguida por el gran detective Víctor Ros.
Pese a que un telegrama no permitía ser demasiado afectuoso, a juzgar por el tono del que había recibido de Clara tuvo la sensación de que las cosas se suavizaban entre ellos. Al menos había conseguido que Teodoro Garriga se presentara en casa para hacerse cargo de Nuria como debía.
Temía que Clara no comprendiera su actuación en aquel caso. El asunto iba para largo, no había ni rastro del pelirrojo y había conseguido salir relativamente indemne del escabroso asunto del obispo.
Sentado en la cama, exhausto, decidió escribir una carta a su mujer. No debía haber lanzado un órdago como aquél. Pudo perfectamente haberle salido mal.
Pensó en su buen amigo Alfredo Blázquez. Le echaba de menos. Vicente Sánchez era un excelente compañero, conocía Córdoba como la palma de la mano y trataba con la mayor parte de los habitantes de la ciudad, desde la más rancia nobleza hasta los más encanallados truhanes del barrio de San Lorenzo. Pero no era Alfredo. Hubiera necesitado tenerle a su lado. Sus cuerdas aportaciones, su moderación, eran el contrapunto a la acelerada mente de Víctor, que en ocasiones iba demasiado rápido, siempre más allá.
Llamaron a la puerta. El vaso de leche y las magdalenas.
—Adelante, está abierto.
La puerta se abrió y Víctor dijo:
—Déjelo todo ahí, en la mesa. Ahora mismo voy.
—¿Todo qué? —dijo una voz familiar desde el umbral.
Víctor giró la cabeza y vio allí a Alfredo Blázquez, con su sempiterna imagen de empleado de banca, su traje de mezclilla, su vieja capa y sus gafitas de alambre.
—¡Alfredo! —exclamó abrazando con fuerza a su gran amigo.
—¡Qué haces aquí?
—Ayer por la mañana, en cuanto llegó tu telegrama, decidí ponerme en marcha. Hablé con Buendía y me dijo que viniera a echarte una mano sin perder un segundo.
—Alabado sea Dios. Menos mal que has venido. No sabes cómo te he echado de menos. ¿Has visto a Clara? ¿Cómo está la niña?
—Bien, hecha un sol, y Clara, estupenda. Le sienta bien el embarazo.
—¿Cuándo la viste?
—Justo antes de salir.
—¿Te dijo algo? ¿Sabes si sigue enfadada conmigo?
—No la vi enojada, no. Es más, me dijo que hicieras tu trabajo, que tenía fe en ti.
—¿Y Nuria?
—Ese joven, Teodoro...
—Garriga.
—Sí, eso, Garriga. Se presentó en tu casa para hacerse cargo de todo. ¿Le has dado trabajo?
—Sí, lo dejé todo dispuesto antes de salir de casa. No nos viene mal un cochero. Además, así Blasa y Nuria tendrán una ayuda a la hora de realizar los trabajos más pesados.
—Fuiste a Toledo, ¿no? ¿Cómo lograste convencerle?
—Hice de policía malo y bueno a la vez.
Don Alfredo soltó una carcajada.
—Bueno, lo importante es que Clara parecía contenta.
—Eso es porque no sabe aún lo de su amiga. Ha sido detenida.
—¿Cómo?
—Te ha pillado de camino. Esta mañana, Lucía Alonso ha intentado escapar. Por poco la linchan.
—Eso es como confesar su culpabilidad —señaló Blázquez.
—Eso me dice todo el mundo, pero no lo veo claro.
—¿Cómo? ¿Estás loco? ¿Cómo puedes hablar así con la que has liado?
—No me entiendes.
—Víctor, esa mujer tenía un amante, un mal bicho que la presionaba para que envenenara al marido. Comenzó a darle un tónico y justo entonces aparecieron los primeros síntomas; no se ha podido comprobar siquiera que comprara esa medicina donde ella dice, el marido murió con síntomas de envenenamiento por plomo, heredó su fortuna y, para colmo, intenta escapar esta misma mañana. ¿Qué más quieres?
—Sí, sí, si está claro que las evidencias apuntan hacia ella, pero no sé, hay algo en mi interior que me hace dudar.
—¿Un presentimiento?
—Intuición, quizá. Sí.
—¿Cómo?
—Nada, nada, tonterías mías.
—¿Sabes lo que pienso? Que en el fondo sabes que si ella es condenada tendrás problemas con Clara, y eso es lo que te hace desear que sea inocente.
Víctor se quedó pensativo unos momentos.
—No sé, quizá tengas razón. Por cierto, vendrás hambriento, ¿no? Espera, voy a tocar la campanilla y pedimos que te traigan algo de cena. Estaba esperando un vaso de leche caliente. Por cierto, ¿ha venido Córcoles contigo?
—Sí, sí. Se ha ido a la cama directamente. Estaba rendido. Mañana quiere hacer los análisis y partir de inmediato.
—Es un buen tipo. Pero venga, pongámonos al día. No sabes cómo te he echado de menos.
Durante el desayuno, Víctor pudo presentar a Córcoles y a don Alfredo a su nuevo amigo, Víctor Sánchez. El químico Córcoles era un tipo alto, de más de uno noventa y cinco, delgado y con una pequeña barriga que le hacía parecer en permanente estado de buena esperanza. Lucía un discreto bigote rubio que le daba cierto aspecto aristocrático, unas sempiternas bolsas bajo los ojos y gustaba de fumar en pipa.
Los cuatro pasaron un buen rato mientras desayunaban, para acudir de inmediato al cementerio, donde Víctor y Córcoles entraron en el depósito, en tanto que Sánchez y Blázquez se quedaban fuera, sentados en un banco de piedra bajo un olivo, fumando y charlando de cosas del cuerpo de policía.
Vicente Sánchez había dispuesto todo el material solicitado por Víctor para efectuar los análisis, que al parecer no eran demasiado complicados.
A las dos horas, Víctor y Córcoles salieron del depósito.
—¿Y bien? —preguntó ansioso Sánchez.
—Ha habido suerte —contestó Córcoles—. He probado haciendo reaccionar el cabello con determinados sustratos para rastrear restos de plomo en la muestra. Si había plomo en los cabellos, primero había que movilizarlo, así que hemos hecho reaccionar distintos cabellos con una sal cálcica del ácido etilendiaminotetraacético.
Sánchez y don Alfredo se miraron con cara de no entender nada.
—Esa disolución tratada con yoduro debía producir un precipitado amarillo —aclaró el perito.
—Aaaah —exclamaron los dos al unísono.
—Y así fue —indicó Víctor satisfecho—. Como el pelo del marqués tenía trece centímetros de longitud y sabemos que el cabello crece a razón de un centímetro por mes, hemos podido concluir que estaba ingiriendo plomo desde hace como mínimo un año.
Sánchez dijo entonces:
—Exactamente desde el momento en que Lucía Alonso comenzó a darle el tónico.
—Todo encaja —sentenció Blázquez.
—Sí —admitió Víctor con cierta tristeza.
Blázquez leyó la preocupación en su rostro.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Sánchez.
—Yo, la maleta —dijo Córcoles—. Debo salir para Madrid esta misma tarde.
Víctor habló por los demás.
—Deberíamos ir a ver al juez y comunicarle los resultados. Por cierto, habrá que avisar a los curas para que vuelvan a inhumar al marqués y le den su ceremonia de desagravio.
—Asunto resuelto —dictaminó don Alfredo—. A Lucía Alonso no la salva del garrote ni la Santísima Trinidad.
—Ahora sólo nos queda capturar a De la Rubia, pero estamos en blanco al respecto —comentó Sánchez.
—Sí. ¿Cómo diablos vamos a cazarle? —preguntó Blázquez—. La única posible pista nos la podría proporcionar La Flaca, y nunca lo traicionará.
Víctor quedó pensativo por un instante. Entonces dijo: —Vicente, ¿tenemos aún los dos pasajes de barco a nombre de Lucía Alonso y su criada?
—Sí, eso creo.
—Y supongo que conocerás a algún buen falsificador.
—Precisamente hay uno en la cárcel.
—Pues se me está ocurriendo una idea.
Víctor comprobó con desagrado cómo al día siguiente se desgranaban en El Diario de Córdoba todos los detalles referentes al caso y al intento de huida de Lucía Alonso. «La viuda del marqués de la Entrada detenida por su envenenamiento», decía el titular principal. En el interior se contaba que los análisis demostraban que el marqués había muerto envenenado por plomo y que la época de inicio de la ingesta de dicho metal pesado coincidía con la de la toma por parte del fallecido de un tónico que le daba su mujer. No había la menor duda, aquella pérfida mujer era culpable, decía el libelo, y había ingresado ya en el calabozo tras permanecer bajo arresto domiciliario para evitar que la turba la linchara por intentar huir descaradamente.
El periódico se deshacía en loas para con el detective madrileño don Víctor Ros, que utilizando las más modernas técnicas a disposición de la investigación y tras enfrentarse nada menos que con el obispo, había logrado demostrar que el marqués de la Entrada fue asesinado. Con policías así, rezaba el artículo periodístico, ningún delincuente podía descansar tranquilo pensando que sus fechorías del pasado quedaban soterradas por el paso del tiempo.
Era evidente que Clara le haría dormir en el sofá de por vida.
La cárcel vieja estaba situada en un antiguo edificio de la plaza de la Corredera, de sección rectangular y rodeada de soportales, de modo que recordaba a las típicas plazas castellanas, sobrias y amplias para poder ser marco de espectáculos públicos, desde corridas de toros hasta ejecuciones o autos de fe.
Se veían multitud de puestos aquí y allá donde se vendían desde especias hasta odres, quincalla y botellas de colores. En el centro del rectángulo se había construido una enorme estructura metálica, un edificio de hierro destinado a mercado, imponente, que había robado a la plaza la posibilidad de ser lo que era en el pasado.