El día de Nochebuena, Víctor Ros recibe una visita en su casa: Demóstenes López, un humilde sepulturero, acude a pedirle ayuda porque ha sido despedido. El cuerpo del coronel Ansuátegui, un militar asesinado por los radicales que descansaba en el depósito del cementerio, ha sido mutilado. Al parecer alguien ha robado un valioso y llamativo anillo que el muerto llevaba. Al tratarse de una estancia subterránea, sin ventanas y con dos soldados de guardia en la puerta, el inspector Ros se interesa por el asunto e intenta ayudar al pobre enterrador.
Poco a poco el caso le hará adentrarse en una compleja trama en la que comenzará a intuir que una amiga de su esposa, Lucía Alonso, joven, bella y casada con el anciano Marqués de la Entrada, puede haber envenenado a su marido. En esta novela, Víctor Ros no sólo se las verá con un rival de su talla sino que tendrá que superar las dificultades que surgen en su matrimonio al perseguir a una buena amiga de su esposa.
Jerónimo Tristante
El caso de la viuda negra
Las investigaciones del detective Víctor Ros entre Madrid y Córdoba, a finales del siglo XIX
ePUB v1.0
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28.12.11
Titulo: El caso de la viuda negra : las investigaciones del detective Víctor Ros entre Madrid y Córdoba, a finales del siglo XIX
Autor: Jerónimo Tristante
Lengua de publicación: Castellano
ISBN:: 978-84-15140-27-6
Edición: 1ª ed., 1ª imp.
Fecha Edición: 11/2010
Publicación: Embolsillo, S.L.
Primavera del año 1838, Madrid
Dos figuras vestidas de negro y amparadas en la oscuridad aguardaban junto a un coche de caballos. El pequeño carruaje se había detenido algo más allá de la barriada de Injurias, a la orilla del río Manzanares. A lo lejos se intuían las primeras luces de la ciudad. El coche quedaba semioculto, discretamente, por el desnivel que separaba el río de la urbe; los dos hombres hablaban por lo bajo. Uno de ellos sostenía en las manos una caja maciza, de madera bien pulida que reflejaba los destellos de la luna en aquella noche serena y fresca de mayo.
Llegó otro carruaje del que se apearon dos caballeros más, mientras un tercer hombre se quedaba en el interior.
—Buenas noches —saludó uno de los recién llegados.
Los otros contestaron lo mismo al unísono y todos se estrecharon las manos ritualmente.
Intercambiaron sus tarjetas.
—Somos Martínez y De las Heras, los padrinos del comandante. Ustedes son...
—Ruiz de la Casa y Arnaldos, por el marqués de la Entrada.
—¿Las armas? —preguntó uno de los recién llegados, un tipo alto de cara redonda e imponentes patillas, Martínez.
El dueño de la caja, Arnaldos, dijo:
—Yo hablaré por el marqués.
Y abrió la pequeña arca.
Los dos caballeros que acababan de llegar examinaron las pistolas a la luz de la luna.
Entonces Martínez repuso:
—Y yo por el comandante.
Arnaldos aclaró:
—Son auténticas pistolas Enfield, fabricadas por la casa Barnet de Londres, pesan uno coma tres kilogramos cada una y disparan munición de quince milímetros.
—Vaya —murmuró Martínez contrariado—. ¿No quiere usted que sobreviva ninguno de los duelistas?
—Mi apadrinado, el marqués de la Entrada, ha sido desafiado y a él correspondía elegir arma.
Yo sólo hago lo que me ha pedido. Considero que todo esto es una locura. No merece la pena morir por una mujer. Y menos por una como ésa.
—¡Tenga cuidado con lo que dice! —contestó el padrino del comandante Campos.
—¿Acaso piensa usted batirse por el honor de la mujer de su amigo? —repuso ágilmente Arnaldos—. No se me haga usted el ofendido. Me consta que usted también ha frecuentado a la mujer de su buen amigo el comandante.
—Chissst —chistó el otro muy alarmado dando marcha atrás—. No querrán que el comandante nos oiga.
En aquel momento, Arnaldos, en voz muy baja, expuso:
—Señores, todos los aquí presentes sabemos que la mujer del comandante Campos ha resultado ser... «muy activa»... durante la larga ausencia de su marido. Por eso considero una tontería que mi buen amigo el marqués tenga que verse obligado a matar al comandante.
—No sé quién va a matar aquí a quién —repuso Martínez—. No olviden que mi buen amigo el comandante es militar profesional.
—Y mi amigo el marqués ha salido airoso de siete duelos —contestó Arnaldos al momento.
Los cuatro hombres quedaron en silencio. Aquél no era un buen negocio, y lo sabían. Un criado se acercó con un termo lleno de café caliente:
—Con los saludos del comandante —dijo.
Mientras sorbían la reconfortante infusión, los testigos tuvieron tiempo de pensar. La temperatura comenzaba a bajar y la humedad del río calaba los huesos. El ulular de un búho heló la sangre de los presentes.
—Creo —comenzó a decir Arnaldos después de sorber el café-que tanto mi representado, el marqués de la Entrada, como el suyo,el comandante Campos, son excelentes tiradores. Si a ello unimos que el calibre elegido por mi apadrinado es de aúpa, todos tememos que esto puede acabar en una desgracia de las de órdago. ¿No les parece que podríamos hablar con ellos y hacerles desistir?
Volvieron a quedar en silencio.
—Arnaldos, parece usted hombre cabal. Deberíamos intentarlo —convino Martínez—. Por cierto, ¿y su apadrinado?
—Está en una fiesta. Viene de camino. Dice que quiere acabar pronto porque desea finalizar la noche de farra con unos amigos que están de visita en Madrid.
—Jesús.
El traqueteo de un carruaje les hizo mirar hacia la oscuridad de la alameda. Un coche de dos caballos surgió de pronto de la oscuridad. Era el joven marqués de la Entrada: sportman, bon vivant, adulador, juerguista y, por supuesto, mujeriego; a sus treinta años llevaba vivido lo suyo y se decía que no había virtud que se le resistiera. Había publicado en La Época desde unos pequeños relatos sobre sus aventuras cazando osos en Alaska hasta sus peripecias trascendentales en su visita a los monjes budistas del Tíbet. Bien parecido, alto, de cabello negro abundante y pobladas patillas, bajó de su coche vistiendo un entallado frac y apremió:
—Venga, vamos, deprisa, que tengo que irme. Acabemos con esto.
Uno de sus padrinos, Ruiz de la Casa, el de más edad y el que más ascendente tenía sobre él, se le acercó en un aparte y le dijo con tono conciliador:
—José Miguel, esto es una locura. Piénsalo, no merece la pena. Ofrécele una disculpa al comandante y vete de viaje por un tiempo. En un mes todo esto se habrá olvidado.
El joven marqués de la Entrada miró de reojo a su amigo como sorprendido y repuso:
—Ay, ay, De la Casa, eres un gran amigo y mejor abogado. Tú sabes perfectamente que pondría en tus manos sin dudar aquello que me fuera más querido, pero debo decirte que estás equivocado.
De estos asuntos no tienes ni idea. Bien es cierto que por la cama de la dama, doña Lourdes, ha pasado el todo Madrid (incluido yo mismo), pero uno ha de ser caballero y cuando se ha intimado con una señora así, los detalles, la virtud de la joven y, por supuesto, su honor quedan en nuestras manos. ¿No lo entiendes? El comandante me acusó en público de haberme beneficiado a su mujer y yo le llamé embustero. Por eso me retó. Si renunciase a batirme con él y le pidiera disculpas, estaría reconociendo implícitamente que lo que dijo es verdad, o sea, que me he acostado con ella; vamos, que la estaría tildando de casquivana a ojos de todo el mundo. No puedo, amigo, no puedo. Debo batirme precisamente por ella.
—No comparto este razonamiento tuyo, José Miguel, y debo decirte que tengo un mal presagio, no sé. Dejémoslo correr. ¿Qué importa la buena fama de esa meretriz?
—¡De la Entrada! Hay miedo, ¿eh? —desafió la voz del comandante desde su elegante coche Hansorn. La conversación se interrumpió.
—Vamos —dijo el marqués resuelto—. ¡Prepárese, sargentucho!
El militar bajó de su coche a paso vivo. Los dos contendientes se situaron espalda contra espalda.
Rehusaron siquiera mirarse. Ambos se habían quitado la chaqueta. Los padrinos les entregaron las armas y se apartaron de inmediato como para evitar recibir un disparo. Alguien comenzó a contar.
Lentamente. Hasta veinte. Los testigos apretaban los dientes. Era obvio que allí, y aquella noche, iba a morir alguien. Al llegar a la distancia convenida, veinte pasos de distancia, se giraron para hacer fuego. La oscuridad quedó iluminada por la deflagración de la pistola del comandante, que disparó primero. El siseo de la pólvora quemándose precedió a la detonación de la pistola del marqués. Las dos balas surcaron el aire casi al unísono. El ruido sordo de dos cuerpos que chocaban con el suelo hizo saber a los padrinos que ambos habían caído. El médico que aguardaba en la parte superior del terraplén corrió ladera abajo. Cuando llegó donde el primer caído, los padrinos del mismo le hicieron saber que no había nada que hacer. El marqués de la Entrada, excelente tirador, había destrozado la cara al comandante Campos, quien yacía inmóvil sobre el fresco y húmedo suelo arcilloso de la orilla del río.
Entonces el galeno corrió hacia el otro caído, el marqués. Parecía muerto. El proyectil lo había alcanzado en la oreja, que parecía medio reventada.
—¡Está muerto! ¡Está muerto! —repetía Arnaldos llevándose las manos a la cabeza.
El médico aplicó el oído en el pecho del caído y exigió:
—¡Silencio!
Todos callaron.
—Tiene pulso —susurró.
En ese momento, el marqués de la Entrada se incorporó de golpe farfullando incoherencias. No sabía dónde estaba. Comenzó a vomitar.
—¡Alto a la guardia! —se oyó decir desde las últimas casas de la barriada de Injurias.
—¡La policía! —exclamó el médico—. ¡Al coche, rápido! ¡Corramos!
Antes de que los agentes llegaran donde el suceso, los dos duelistas, uno cadáver y el otro moribundo, habían sido cargados por sus padrinos al coche del marqués, que volaba hacia el sur.
Los cuatro padrinos, el médico y los cuerpos inertes de los rivales apenas cabían, apretujados en aquel minúsculo habitáculo cuyos cristales comenzaban a empañarse.
—¡Rápido, que se nos va! —gemía Arnaldos sujetando la cabeza de su amigo el marqués que, con los ojos en blanco, se convulsionaba como un poseso.
Madrid, cuarenta años más tarde
Víctor Ros leía la prensa junto a la chimenea mientras que su suegra, doña Ana Escurza, vigilaba a la niña que gateaba sobre una manta. Era Nochebuena y había trajín, idas y venidas en la casa de la calle de San Marcos. Clara entró en el cálido salón para echar un vistazo a la pequeña. Estaba hermosa, sin duda. Su rostro no era ya el de la niña que Víctor había conocido paseando por el Prado, pues la maternidad había dejado paso a una belleza algo más templada, más serena si cabe.
Su tez era blanca, como siempre, aunque se intuía levemente un poco de colorete en las mejillas; lo usaba para «tener mejor aspecto». Los ojos de la joven, claros y cristalinos, brillaron alegres al ver a su marido y a su hija.
—Estás guapísima, querida —dijo él.
Clara, atusándose el moño en que recogía su pelo color trigo, se encaminó hacia la niña.