—A don Higinio Martínez, el médico del marqués de la Entrada.
En el escaso trayecto que tuvieron que recorrer para llegar a la consulta de don Higinio en la calle Mayor, don Alfredo no dejó de repetir a su compañero: «¡Estás loco!, ¡estás loco!». A lo que Víctor respondía que no, que tenía un pálpito, una corazonada de las suyas.
Llegaron enseguida, pese a que la Puerta del Sol y la calle Mayor estaban muy concurridas a aquellas horas. Era una consulta distinguida, el médico tenía prestigio y era vox pópuli que había tratado incluso a determinados miembros de la familia real de ciertas afecciones que resultan inconfesables y se adquieren practicando hábitos licenciosos.
Una enfermera los hizo pasar a una salita aparte en cuanto se identificaron discretamente como policías. Víctor había tenido la prudencia de preguntar a qué hora solía terminar la consulta matinal del galeno, de manera que, según les dijo la enfermera, apenas quedaban un par de pacientes.
Aun así, tuvieron que esperar casi una hora hasta que se abrió la puerta y apareció don Higinio, un hombre alto, imponente, de cabello muy rizado, negro, y con unas enormes patillas que rodeaban su cara de tez blanquecina.
—Ustedes sabrán disculparme, pero tenía que terminar la consulta y me quedaba muy poco.
Los policías se presentaron y tendieron sus tarjetas al médico, que tomó asiento junto a ellos.
—¿Quieren tomar algo?
Negaron con la cabeza.
—Mejor así. Falta poco para la hora de comer y no es conveniente picar entre horas. Ustedes dirán.
Alfredo y Víctor se miraron. Era obvio que Alfredo no le iba a ayudar en aquella gestión que él consideraba una locura. El joven inspector comenzó a hablar:
—Pues verá usted, venía a hacerle una consulta en relación con un paciente suyo ya fallecido.
No le quepa duda de que cuanto usted nos diga quedará guardado en secreto por la discreción con que tratamos estos asuntos. Somos profesionales.
—¿Y bien?
—Me refiero al marqués de la Entrada.
Don Higinio dio un respingo en su silla. Ambos policías lo percibieron.
—Dígame, joven.
—Murió hace tres semanas. Investigando otro caso hemos llegado a este asunto..., digamos que de manera tangencial. Me ha surgido una duda y es mi obligación preguntarle al respecto, ya sabe, una simple comprobación de rutina.
—Me hago cargo.
—¿De qué murió exactamente el marqués?
—Murió mientras dormía y no se practicó autopsia, pero todo hace pensar que de paro cardíaco.
Era un hombre anciano: setenta y dos años.
—¿Gozaba de buena salud?
—Siempre fue un hombre fuerte, de complexión atlética en su juventud, amante del ejercicio pero también de los excesos, pese a lo cual había llegado muy bien conservado a la vejez. Anciano vigoroso y con buena cabeza.
El médico les ofreció tabaco y encendió un cigarro. Le temblaba la mano con la que sostenía la cerilla. Estaba nervioso. ¿Por qué?
—¿Entonces podemos suponer que su salud era buena? ¿Le visitaba mucho?
—En los últimos tiempos había experimentado un bajón. Ya saben ustedes que se envejece así, como a impulsos.
—¿Podría usted decirme qué le ocurría? Es importante, créame.
Don Higinio se lo pensó, pero al poco comenzó a hablar: —Al año de su boda comenzó a sufrir ciertas molestias.
—¿Qué clase de molestias?
—Vómitos, dolor de cabeza, tenía insomnio. También dolor de estómago, irritabilidad.
—Ya.
—Luego apareció el estupor.
—¿Estupor? —preguntó don Alfredo.
—Disminución de la actividad intelectual. El paciente queda a ratos como indiferente.
—¿Ausente?
—Algo parecido, sí.
Víctor interrumpió la conversación:
—Doctor, esos síntomas, ¿a qué enfermedad corresponden?
Don Higinio hizo una pausa. Resultaba evidente que aquella conversación no le hacía sentirse cómodo ni mucho menos.
—Pues miren, el marqués era paciente mío de toda la vida. Un hombre sano, como digo, pero que se casó con una mujer impresionante, bella y atractiva de veintidós años. No sé si me entienden...
—Se explica usted como un libro abierto —repuso Víctor—. Pero aun suponiendo que su decrepitud acelerada se debiera al cumplimiento de sus deberes como esposo en el tálamo, esos síntomas que presentaba el paciente, ¿a qué patología corresponden?
—A todas y a ninguna, son síntomas altamente inespecíficos como para afirmar que pertenecen a tal o cual patología.
—En suma, que no ve usted nada raro —resumió don Alfredo.
—En efecto —contestó el médico aliviado.
—Sí, pero en el caso de... —comenzaba Víctor a decir, cuando don Alfredo se levantó para despedirse.
—Bueno, don Higinio, supongo que querrá usted ir a comer. Muchas gracias por su atención.
Estrecharon la mano del médico, se pusieron los abrigos y salieron de la consulta.
Ya en la calle y de camino a casa, don Alfredo rompió el silencio:
—Víctor, razona. Clara tiene toda la razón: eres un gran detective, el mejor que yo he conocido pese a tu edad, tienes buena cabeza, dominas las más modernas técnicas y llegarás lejos, sin duda, pero tienes un defecto.
—Y sospecho que me lo vas a decir.
—Sí, en efecto, te lo diré: tu mente es demasiado laboriosa, no puede estar quieta y eso te conduce a llevar los casos siempre un paso más allá. Cuando todo parece resuelto, pretendes que la cosa no acabe. Sé que los casos complejos estimulan tu mente, que son para ti como una droga de la que no puedes prescindir. Por eso ahora te empecinas en ver algo raro en la muerte del marqués de la Entrada. Sí, imagino lo que decían las cartas, pero unas vagas alusiones a un probable delito, y digo bien, «pro-ba-ble de-li-to», no son suficiente como para adentrarnos en un tema tan escabroso que puede arruinar la vida y la reputación de una joven dama que, además, goza de la estima de tu esposa. Hazme caso y no seas testarudo, déjalo correr.
—Pero ¿no lo has notado? El médico estaba nervioso.
—Mucha gente, aun siendo su comportamiento modélico, se pone nerviosa cuando habla con la policía.
—Sí, pero hay algo más; sentí que nos ocultaba algo.
—Víctor, déjalo. Sé que no puedes aceptar que un caso estimulante se cierre, pero ya no cabe sino esperar a que cacemos al moreno. Entonces sabremos por qué, cómo y dónde escondió el cuerpo del pelirrojo y cómo se las arreglaron para hacerse con el anillo.
Los dos amigos se separaron momentáneamente al mezclarse entre el gentío que se agolpaba caminando de aquí para allá en la siempre concurrida Puerta del Sol. Un tranvía tirado por mulas pasó ruidosamente entre ellos. Cuando volvieron a unir sus pasos, Víctor concluyó muy serio:
—Tú ganas, Alfredo. Y Clara también.
Cuando Víctor llegó a casa, Clara le estaba esperando.
—¿Cómo está Nuria?
—Mejor, está con una enfermera que me ha enviado mi madre. Tiene buenas recomendaciones, y así Blasa queda libre para cocinar.
—Perfecto. ¿Crees que debemos hablar con ella ahora?
—Eso te iba a proponer.
Era evidente por su tono de voz que Clara estaba disgustada con su marido por haber leído las cartas de Lucía Alonso. Víctor no terminaba de entenderlo, tampoco eran tan amigas, aunque tuvo que reconocer que si su esposa y su mejor amigo coincidían en que se extralimitaba, quizá debería aceptarlo. A veces su mente iba más allá que la de los demás y eso le hacía sentirse incomprendido.
Él intuía, veía cosas que los otros sólo llegaban a comprobar con el tiempo, y cuando eso ocurría, lo tomaban por loco. Estaba convencido de que el pelirrojo había inducido a Lucía a cometer una barbaridad, aunque esperaba equivocarse.
Llegaron a la habitación de Nuria y la encontraron más tranquila. Había dado cuenta de un plato de sopa y aprovechando que la enfermera, Adela, bajaba los platos y los cubiertos a la cocina, se sentaron junto a la cama de la criada, que de inmediato se echó a llorar.
—No te preocupes, Nuria, que nosotros estamos aquí para ayudarte en todo —la calmó Víctor, leyendo la aprobación en los ojos de sus esposa—. No vas a quedarte sola, debes estar tranquila.
El llanto de la joven aumentó, a la vez que se abrazaba a Clara.
—Entenderás que necesitamos saber quién es el padre —prosiguió Víctor—. Yo mismo hablaré con él.
—¡No quiero que hable con ese desgraciado! —exclamó Nuria.
—Supongo que no querrá hacerse cargo de la situación —dijo Clara.
—Salió por piernas cuando se lo dije —contestó la criada. Víctor pensó que debía cambiar el enfoque de la conversación. La joven estaba muy a la defensiva:
—¿Cómo lo conociste, Nuria?
—En la plaza de la Cebada. Él trabaja con un recadero; lleva el carro. Suelen parar mucho por la Cava Alta. Llevan y traen géneros a Toledo. Me siguió varias veces cuando iba a hacer la compra y me pidió que nos viéramos en mi día libre. Fue este verano. Comenzamos a vernos y me llevaba a verbenas. Decía que íbamos a casarnos...
La joven cayó de nuevo en un llanto inconsolable tapándose la cara con las manos.
—¿Cómo se llama? —preguntó el detective.
—Teodoro, Teodoro Garriga. Pero no vaya usted a verle. Nuria Rodríguez tiene orgullo, antes prefiero verme muerta. Porque lo que es yo, no terminaré en la calle de puta, ¡no! Antes muerta.
—Tranquila —terció Clara—, que aquí nadie va a terminar en la calle. Ésta es tu casa, Nuria, y aquí siempre tendrás un trabajo y un techo para ti y para tu hijo.
—¡Qué buenos son ustedes conmigo! Espero que no se entere mi padre en el pueblo. Cuando lo sepan él y mis hermanos, me matan. ¡Dios mío!
Nuevamente volvió al llanto inconsolable.
—¿Tú le quieres, Nuria? —preguntó el señor de la casa. Ella asintió.
En ese momento volvió la enfermera. Quedaron en silencio.
—Ahora nos vamos a comer —dijo Clara—. Descansa y no te preocupes, que aquí estamos nosotros. Nunca te faltará de nada.
—Déjalo de mi cuenta, Nuria. Yo me encargo de todo —añadió Víctor antes de salir del cuarto.
Cuando bajaban por la escalera sonó la campanilla.
—¿Esperamos visita? —preguntó Víctor a su esposa.
—Ah, se me había olvidado decírtelo, tenemos invitados a comer.
Llegaron al descansillo de la planta baja y se dieron de bruces con la suegra de Víctor, doña Ana Escurza, que llegaba acompañada por un petimetre de estatura media, delgado y vestido al uso de los galanes románticos: pantalón color crema más ajustado hacia la pantorrilla, levita azul marino de abotonadura cruzada, botas acharoladas, impresionante capa y sombrero de copa. Debía de rondar la sesentena, por lo que su atuendo le daba un aire un tanto ridículo. Canoso, con acento italiano y algo amanerado, aquel caballerete de fino bigotillo negro les fue presentado como el conde Chiaravalle, un noble ocioso de Calabria. Era el nuevo amigo de su suegra, al que Clara se había referido.
—L'ispettore —dijo el recién llegado al estrechar la mano de Víctor—. Es usted un hombre famoso y de manera merecida. Debo decir que ansiaba conocerle y estrecharle la mano; gracias a hombres como usted las calles no están llenas de forajidos.
Pasaron al salón, donde el ambiente no fue del agrado del inspector Ros. Clara se mostraba distante con él, le preocupaba el futuro de Nuria, no quería seguir el pálpito que sentía con respecto al asunto del marqués de la Entrada y, para colmo, aquel individuo que se hacía llamar conde no dejaba de hablar y hablar.
Víctor lo clasificó al instante: era un fanfarrón.
Alardeaba de sus posesiones en Sicilia, en Suiza y en Biarritz. Se jactaba de sus inversiones en Aceros del Norte Reunidos y en el Ferrocarril Transoceánico Norteamericano, compañías de las que Víctor no había oído hablar en la vida, y presumía de sus viajes y aventuras de caza en Asia e incluso en África central. En suma, era un vanidoso.
No le gustó Gian Carlo Bermetti, aunque tampoco tenía elementos de juicio como para haberse formado una opinión tan negativa. Aquel locuaz italiano le pareció un auténtico «quiero y no puedo». Un tipo peligroso, pues doña Ana lo miraba como embelesada, y a Clara, deseosa de que su madre rehiciera su vida, le ocurría otro tanto. Tan a disgusto se encontraba que, tras el café, se excusó diciendo que tenía una entrevista importante con un testigo y se ausentó en cuanto pudo entre los parabienes del conde, las loas de su suegra y la mirada suspicaz de su esposa, que, como siempre, le leía el pensamiento.
Fue a la Facultad de Medicina. Tenía que buscar algo en la biblioteca.
A veces le ocurrían esas cosas. Una voz en su interior le hacía saber a ciencia cierta que tal o cual sospechoso era el culpable, que un conocido pegaba a su mujer o que un vecino era aficionado a la bebida en exceso. Clara le recriminaba lo que ella llamaba «prejuicios», pero él casi siempre acertaba. En muchas ocasiones basaba sus conclusiones en la observación, pero en otras era incapaz de decir cómo llegaba a leer así en la gente y en los sucesos que le rodeaban. ¿Era aquello intuición?
Pues su olfato le decía que Lucía Alonso era culpable. Justo cuando bajaba del coche y antes de entrar en la Facultad, miró hacia atrás y volvió a verle. Era él, sin duda, el tipo que lo seguía, el que fumaba tabaco inglés. Su cara se había asomado por la ventanilla de un coche que seguía al suyo, sólo unos segundos, pero suficiente como para asegurar que era él. Se encaminó hacia el coche.
—¡Eh, alto! —gritó.
Una voz desde dentro ordenó al cochero que saliera a toda prisa.
Víctor intentó hacer señas al hombre del pescante, que hostigaba a los caballos, pero fue inútil.
Antes de que pudiera alcanzarles, volaba calle abajo.
Afortunadamente era un coche de alquiler y pudo anotar el número de placa: el 234.
Entró en la Facultad. ¿Quién le estaba siguiendo? ¿Tendría algo que ver con su participación en los sucesos de Oviedo? Tuvo miedo por Clara y Cecilia.
Víctor llegó a casa a eso de las once y comprobó que todos dormían. Se preparó un vaso de leche con galletas, que tomó en la cocina, y subió las escaleras hasta su dormitorio. Se desvistió con sumo cuidado para no hacer ruido, pero Clara, que aparentemente dormía, dijo:
—¿Dónde has estado?
—Tenía que investigar una cosa. He estado nadando entre libros de medicina.