Poco antes de las dos le avisó una camarera: el inspector Vicente Sánchez y el juez Funes le esperaban en el coqueto comedor que habían reservado.
Sánchez le había anticipado que Isidoro Funes era un juez joven, versado en el conocimiento de las leyes y, por ende, liberal. Justo lo que necesitaban. Cuando el detective madrileño entró en el reservado, Sánchez y el juez se pusieron de pie. El inspector cordobés hizo las presentaciones de rigor.
Charlaron sobre banalidades mientras les servían un vino y unos entrantes.
—¿Qué tal la entrevista con el inglés? ¿Hemos aclarado al menos ese enigma? —preguntó el bueno de Vicente Sánchez.
—Pertenece a un grupo privado de investigadores europeos. Buscan a De la Rubia por el crimen cometido en Budapest en la persona de uno de los cinco miembros de la lista del coronel Ansuátegui —explicó, obviando la oferta que Lewis le había realizado y todo aquello de la «intuición»—. Hemos quedado en ayudarnos mutuamente en el caso. No tiene ni idea del paradero del pelirrojo.
—Parece un mal tipo ese De la Rubia, ¿no? —terció el juez, un caballero de aspecto apocado, pelo corto, negro, con raya al lado y manos de pianista.
—¡Cómo! —exclamó Víctor—. ¿No lo conoce usted siendo de Córdoba?
No, no —aclaró Funes—. Yo no soy de aquí. Llegué destinado hace dos años con mi señora y mis dos hijitas.
—Aquí, don Isidoro, llegará lejos en la carrera judicial en Madrid. Sánchez lisonjeaba al juez descaradamente.
Quite, quite —rechazó, humilde, el magistrado.
De entre todos los jueces de Córdoba, Sánchez había elegido a Funes por su carácter recto, su minuciosidad en la instrucción de los sumarios y, en especial, por su perfil abierto y liberal en materia política. Además se decía que era hombre ambicioso. Aquel asunto iba a requerir la participación de mentes abiertas, pero, sobre todo, decididas. No había duda.
Charlaron sobre Madrid. Una vez más, Víctor se vio obligado a relatar nimiedades sobre la vida en la capital que tanto interesaban a los habitantes de aquella pequeña ciudad de provincias.
Finalmente, a los postres, los tres comensales entraron en materia:
—Verá, don Isidoro —dijo Víctor—, tenemos motivos fundados para pensar que alguien envenenó al marqués de la Entrada. Desde un año antes de su muerte comenzó a sufrir una serie de síntomas que, curiosamente, son idénticos a los del envenenamiento por plomo. Su médico reparó en ello, aunque no se atrevió a denunciarlo pues temía meter la pata. El criado personal del marqués, Patrocinio, sospechó otro tanto, e incluso el propio envenenado llegó a manifestarle sus sospechas al respecto. El caso es que su viuda, una mujer joven y bella a la que usted conocerá, Lucía Alonso, comenzó a suministrar un tónico, que según dice compró en una farmacia de Cuenca, a su marido justo en el momento en que comenzaron los síntomas. Por otra parte, en aquella misma época, ella comenzó a acostarse con un hombre: nada menos que Eduardo de la Rubia.
—¡Vaya! —exclamó el juez.
—Tuvimos acceso a las cartas que se intercambió la pareja y, aunque la viuda las destruyó, conservo un registro notarial de ellas en las que el pelirrojo insta a su amada en varias ocasiones a «darle un empujón a la naturaleza».
—Feo asunto —comentó don Isidoro.
—Por si esto fuera poco, esta misma mañana he recibido un telegrama. Rogué a un buen amigo que realizara las gestiones pertinentes para que nuestros agentes en Cuenca comprobaran si Lucía Alonso había comprado, como ella decía, varios frascos de ese tónico en la Farmacia Rius, en la calle Alfonso VIII de Cuenca. Pues bien, el farmacéutico, señor Rius, murió hace dos años y se traspasó el local. No hay registro de las actividades mercantiles del anterior propietario de la farmacia, pues los nuevos dueños lo quemaron todo. O sea que no podemos saber si la joven dice la verdad en lo del tónico.
—Además —reflexionó Funes—, aunque la existencia del tónico fuera real, podía haberle añadido el veneno.
—Exacto —asintió Víctor—. Y, encima, la joven viuda ha liquidado todos los bienes del marido para convertirlos en dinero. Sabemos que pretende partir de Cádiz dentro de poco.
Tras un silencio, el juez tomó la palabra:
—Creo, don Víctor, que, en efecto, hay indicios más que suficientes para sospechar que esa joven envenenó al marido, pero...
—¿Pero?
—Que no tenemos pruebas de que el marqués fuera envenenado. Imagino que no se le hizo la autopsia, y a estas alturas resulta imposible probar que hubo delito.
—Hay una manera —contestó Ros.
—Por eso le hemos llamado, don Isidoro —añadió Sánchez.
—¿Cuál?
Víctor Ros dio una profunda calada al cigarro que acababa de encender y dijo con parsimonia:
—Mire, don Isidoro, la ciencia nos permite averiguar muchas cosas sobre las causa del fallecimiento de una persona si estudiamos con detalle su cadáver: los muertos hablan. En este caso hay una forma de saber si el marqués de la Entrada murió envenenado. Verá usted, los cabellos de una persona acumulan los tóxicos en caso de envenenamiento, de manera que sabiendo que el pelo crece a razón de un centímetro al mes, no sólo podemos saber si alguien fue envenenado detectando la presencia del veneno en su cabello, sino que incluso podemos llegar a averiguar durante cuánto tiempo estuvo la víctima expuesta al tóxico.
Isidoro Funes se quedó por un momento boquiabierto.
—Fascinante —acertó a decir—. Pero ¿de verdad puede hacerse eso?
Víctor asintió a la vez que sonreía.
—Necesitamos que emita usted una orden de exhumación —intervino Sánchez.
—Sí. Mi buen amigo Córcoles, que es químico, está dispuesto a desplazarse desde Madrid para efectuar los análisis de inmediato —señaló Ros.
El juez quedó pensativo durante unos segundos que se hicieron eternos. Al final observó:
—Es un asunto delicado. Podemos equivocarnos. Además, don Víctor, no cuenta usted con que estamos en una ciudad pequeña. Pequeña y conservadora. Aquí la gente es aún muy tradicional, hágame caso. Eso de exhumar un cadáver para realizar un análisis no va a gustar nada aquí.
Víctor y Sánchez se miraron.
Entonces el inspector cordobés dijo:
—Este país necesita modernizarse, y esto es algo en lo que estamos de acuerdo los tres. El camino que nos saque del atraso en que estamos no va a ser fácil y será largo, no hay duda. No creo que debamos desanimarnos ante la primera dificultad.
—Además, es seguro que será un caso sonado —señaló Víctor, que había leído en los ojos del juez el afán de notoriedad.
Funes volvió a meditar por un momento. Aquél era el tipo de caso que podía catapultar a un joven juez hacia Madrid, hacia la gloria, aunque, por otra parte, también podía hundir la carrera de cualquiera si resultaba un fiasco.
Tras unos segundos desesperadamente largos sentenció:
—Cuenten con la orden de exhumación esta misma tarde.
Cuando, a la mañana siguiente, Víctor Ros y Sánchez llegaron al cementerio acompañados por dos guardias urbanos, se encontraron con una desagradable sorpresa.
—¡Vaya! ¿Qué hace éste aquí? Si son las seis y media de la mañana... —masculló el detective madrileño refiriéndose a Arturito Abellán, que les aguardaba e n la puerta del camposanto acom pañado por un tipo con blusón negro y una enorme cámara fotográfica.
—Y parece que se ha traído un fotógrafo.
—Buenos días a la ley —saludó Arturito con su sempiterna levita negra y su corbata de lazo.
—Buenos días —contestó Víctor tocándose el ala del bombín—. ¿Qué le trae por aquí?
—¿Qué va a ser? ¡La noticia!
—¿Qué noticia, si puede saberse? —preguntó Sánchez haciéndose el tonto.
—Sí, eso, ¿qué asunto le trae por aquí? —añadió Ros.
—Lo mismo que a ustedes. Vengo a informar al público de la exhumación del cadáver del marqués de la Entrada para comprobar en sus restos mortales si murió envenenado.
Víctor y Sánchez se miraron sorprendidos. Hicieron un aparte.
—¿Cómo sabe eso? —dijo Víctor en un susurro—. Sólo lo sabíamos tú, yo y...
—El juez, don Isidoro.
Quedaron en silencio, mirándose.
—Me pareció evidente que era un tipo ambicioso —manifestó el inspector Ros—. Ha visto que este caso puede hacerlo famoso y...
—Pero un poquito de discreción no hubiera venido mal.
—Más bien no. Diles a los dos urbanos que impidan al plumilla que entre con su fotógrafo.
Después de desoír las quejas de Arturito Abellán, que se quedó a la puerta del cementerio, se presentaron ante el sepulturero, a quien mostraron la orden judicial. El hombre llamó a un compañero y miraron el legajo con atención, dándose importancia, aunque a Ros le pareció obvio que eran analfabetos. Víctor y Sánchez habían traído una carreta para trasladar los restos del marqués al juzgado y ordenaron al carretero que aguardara fuera hasta que localizaran la tumba.
El sepulturero y su compañero comenzaron a hacerles deambular por aquí y por allá porque decían no recordar dónde se encontraba el mausoleo del marqués.
—Nos están toreando, Víctor.
—Sí, yo también tengo esa sensación, pero ¿por qué?
Al cabo de media hora de andar dando vueltas, Ros tomó al sepulturero por el hombro y le dijo muy serio:
—Perdone, buen hombre. ¿Usted se llama...?
—Práxedes.
—Bien, Práxedes, pues tiene usted exactamente sesenta segundos. ¿Sabe usted lo que son sesenta segundos?
—Pues claro, un minuto.
—Exacto.
—Tengo un minuto, ¿para qué?
—Para llevarme a la tumba del marqués de la Entrada o lo, llevo detenido por obstrucción a la justicia.
—¿Cómo?
—Lo que oye. Sánchez, vete preparando las esposas. ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!... —añadió comenzando a contar.
—¡Espere, espere! —dijo el otro—. Parece que ahora que lo dice comienzo a acordarme. Era por allí, me parece.
Siguieron al sepulturero y en un momento se hallaban frente a la lápida.
—¡Venga, levántenla! —ordenó Sánchez.
Los dos hombres introdujeron una palanqueta y comenzaron a hacer fuerza. Tras varios intentos, miraron a los dos detectives.
Práxedes se quitó la gorra y se pasó el dorso de la mano por la frente.
—Perdonen ustedes —dijo—, pero esta losa es muy pesada. Necesito otra barra y un hombre más.
—¿Cuánto tiempo necesita para ir por ello?
—Un cuarto de hora.
—Tiene cinco minutos o me lo llevo. ¡Ya! —conminó Víctor mirando su reloj de bolsillo.
Los dos hombres salieron a toda prisa hacia la puerta principal en busca de ayuda. Se cruzaron por el camino con un cura con un inmenso sombrero chambergo que iba acompañado por una docena de damas vestidas de negro.
—¡Alto ahí! —dijo desde lejos alzando una cruz—. ¡Alto!
—Y ahora, ¿qué pasa? —preguntó Víctor con fastidio.
—Faustino Villamayor —se presentó el cura adelantando el crucifijo como si los dos detectives fueran una aparición demoníaca—. Venimos a evitar que se profane el cuerpo de un cristiano.
—Pero ¿qué dice?
—Que aquí no se desentierra a nadie.
—¡Eso, eso! —gritaron al unísono las beatas que acompañaban al clérigo.
—Perdone, don Faustino —replicó Sánchez muy tranquilo—, aquí no se va a profanar a nadie, esto forma parte de una investigación policial y tenemos una orden judicial.
—¡Vade retro! —gritó aquel fanático. Era joven, algo pasado de peso y tenía la cara sudorosa por efecto de la carrera que se había dado—. Tengo orden de mi señor obispo de evitar que se lleve a cabo una tropelía. ¡Recemos, hermanas! ¡Recemos! Dios te Salve María...
Las viejas comenzaron a rezar al unísono, todas de rodillas. Víctor pudo ver a Arturito Abellán asomarse entre los hombros de los guardias urbanos tras la reja de la puerta principal para ver qué sucedía allí.
—¡Lo que faltaba! —dijo a Sánchez haciendo un aparte.
—Mira, ahí viene Práxedes —contestó el inspector cordobés señalando al sepulturero que volvía solo.
—Me da la sensación de que todo esto estaba preparado. Nos han estado toreando vilmente. Me parece evidente que el plumilla lo sabía por el juez, pero ¿quién se lo habrá dicho a estos fanáticos?
—No lo sé, Víctor, pero el juez Funes es un anticlerical de los rabiosos. No fue él, seguro. Ésta es una ciudad muy pequeña y pudo ser cualquiera. Todo se sabe.
—Perdonen —dijo Práxedes quitándose la gorra ante ellos—, pero me ha dicho mi jefe que no desentierre a nadie. Hay una orden del obispo.
—¿Y dónde está su jefe, si puede saberse? —preguntó Víctor.
—Acaba de salir para Jerez, asuntó familiar.
—¡Qué casualidad! No veo por qué tanto revuelo. Usted desentierra muertos a diario. ¡Seguro!
—Un momento, un momento —rebatió el sepulturero—. Una cosa es sacar los restos de un cristiano para reunirlos en otro nicho con sus seres queridos o para cambiarlos a una tumba mejor y otra muy distinta interrumpir su sagrado descanso para hacerle perrerías.
Sánchez miró a Víctor.
—¿Qué hacemos?
El detective madrileño echó un vistazo a aquellas histéricas encabezadas por el padre Faustino, que atacaban ahora un Credo. Los curiosos comenzaban a agolparse en la puerta del cementerio y la situación se complicaba por momentos.
—Aquí, nada. Vamos a donde se encuentra la raíz del problema —repuso Víctor muy enérgicamente.
Víctor y Sánchez llegaron rápidamente al palacio episcopal, donde, tras identificarse como agentes de policía, fueron atendidos por un sacerdote menudo y delgado que dijo ser el secretario del obispo; a Ros le recordó a una comadreja.
Les condujo a través del patio repleto de naranjos y limoneros y los antecedió hacia la planta superior, donde, tras subir un tramo de una bella aunque muy recargada escalera barroca que llamó mucho la atención de Víctor, llegaron a una pequeña habitación en la que el obispo leía un breviario a la luz de una ventana y amparado en el calor que le proporcionaba un brasero bajo una mesa de camilla. Parecía que les esperaba.
Ceferino Romero era hombre entrado en años, alto, más bien corpulento, calvo y de vivos ojos negros. Sonreía.
El secretario hizo las presentaciones de rigor y el obispo, sin levantarse, les tendió la mano para que le besaran el anillo. Ambos lo hicieron.
A Víctor le pareció evidente que aquel tipo estaba acostumbrado a mandar y ser obedecido, uno de tantos, así que tomó nota de ello.