—¿Unas pastas, un jerez? —preguntó solícito el prelado.
—No, gracias —respondieron los dos al unísono.
—Bien, bien; tomen asiento.
El secretario quedó de pie, tras ellos, como un fiel perro guardián.
—Venimos por el asunto del cementerio —indicó Sánchez.
—Ah, es eso —dijo el obispo fingiendo sorpresa—. Un desagradable asunto, me temo.
—Sí, tenemos una orden judicial.
—Ya, ya. Por cierto, Vicente, ¿qué tal su madre?
—Bien, muy bien.
—Dele recuerdos.
—Lo haré. Verá, Ilustrísima, nos hemos encontrado con una intromisión en un asunto civil que no podemos tolerar.
—Todos los asuntos conciernen a Dios.
—Sí, sí —asintió Sánchez—. Pero no se puede interferir en una investigación, hay una orden del juez.
—El tal Funes es un anticlerical. Bastante sufrió la Iglesia con la desamortización como para tener que sufrir las constantes agresiones de un magistrado como ése.
Vicente Sánchez miró a Víctor y le explicó:
—El obispado tiene varios juicios pendientes para reclamar bienes embargados por la desamortización.
—¡Y ese Funes ha fallado ya en nuestra contra en tres ocasiones! —se exaltó el obispo indignado.
—Ya —dijo Víctor.
Hubo un silencio.
—Ilustrísima —comenzó a decir Sánchez—, yo no entro ni salgo en las cuitas que la Iglesia tenga con Funes.
—¡Pues deberías!
—No puedo, soy policía.
—Y cristiano. Debería darte vergüenza.
—Yo me debo a mi trabajo como funcionario. Y es mi deber exhumar el cuerpo del marqués.
Sólo se tomarán unas muestras de cabello.
—Sea como fuere, eso es una profanación en cualquier caso. Además, el cementerio se cierra por reformas.
—¿Eso no debería ordenarlo el alcalde? —preguntó Víctor.
—El alcalde lo sabe —repuso el obispo desafiante.
—¿El marqués de Gelo lo sabe? —preguntó sorprendido Sánchez.
—En efecto —contestó don Ceferino con una sonrisa desafiante.
La tirantez del momento volvió a propiciar un tenso silencio.
—El cuerpo del marqués no sufrirá humillación alguna —insistió Sánchez.
—El obispado de Córdoba no obedece órdenes de ningún juez hereje —sentenció el clérigo.
—Pero Ilustrísima... —rogó Sánchez.
—No hay nada que hacer.
—¿Es su última palabra? —interrumpió Víctor con una especie de extraña sonrisa.
—Sí. El cuerpo se queda donde está.
Víctor miró hacia el suelo con desesperación y aspiró una profunda bocanada de aire, como tomando impulso. Entonces levantó la mirada hacia el obispo, dura como el granito, y sentenció muy seriamente:
—Bien. Entonces no me queda más remedio que recordarle que está usted entorpeciendo una investigación policial. Por ser usted, le doy veinticuatro horas; si en ese lapso de tiempo no ha cedido, yo mismo vendré a ponerle las esposas y lo llevaré detenido. Buenas tardes.
—¿Cómo? —se asombró el obispo, que no podía creer lo que acababa de escuchar—. ¿Está usted amenazando con detenerme? ¿A mí?
—Es lo que haré, no lo dude —aseguró Víctor levantándose y volviéndose hacia la puerta.
Su Ilustrísima se levantó también, indignado, y gruñó con voz contenida:
—Me encargaré personalmente de que ustedes dos acaben en Cuba. Tengan buenos días.
Víctor tocó el hombro de Sánchez, que estaba paralizado, y le ayudó a incorporarse.
En un santiamén, los dos policías estaban en la calle.
—Pero ¿estás loco? —dijo Sánchez llevándose las manos a la cabeza.
—No, sólo cumplo la ley.
—¿Acaso quieres acabar con nuestras carreras? ¡Estás loco! Definitivamente, te has vuelto loco.
—Cumplo la ley.
—Sí, sí, te he oído. ¿Cómo se te ocurre hablar así a un obispo, como si fuera un triste chulo de Chamberí?
—He conocido a chulos de Chamberí que me agradaban más que este individuo.
Se quedaron en medio de la calle, mirándose.
Sánchez parecía asustado.
—¿Y ahora qué hacemos? —quiso saber.
—No nos queda otro remedio que ir a ver al gobernador.
Eran más de las siete de la tarde cuando el gobernador civil, don Baldomero Armiñana, los recibía en la biblioteca de su casa de la calle Caldereros, a unos metros apenas del domicilio de Vicente Sánchez. Le acompañaba otro caballero. Nada más entrar en la estancia, el inspector cordobés hizo las presentaciones.
—Víctor, a don Ángel Torres Gómez ya le conoces de casa de don Agustín Sousa. Este caballero es el gobernador, don Baldomero Armiñana.
Un tipo alto y de complexión robusta por la buena vida, con el pelo, el bigote y las patillas blancas, se adelantó para estrecharle la mano.
—Es un honor tener aquí a un detective tan renombrado.
—Muchas gracias —repuso humildemente Víctor.
Los cuatro tomaron asiento en unas cómodas butacas dispuestas junto a la chimenea, cuyo calor, a aquellas horas de la tarde, se agradecía.
El gobernador tomó la palabra:
—Me he permitido llamar a mi buen amigo don Ángel porque conoce a la perfección el ambiente madrileño de los ministerios, puesto que me temo que deberemos utilizar toda nuestra artillería. Tomen ustedes. ¡Fumen!
Lo dijo en un tono tan imperativo, a la vez que abría una caja de puros, que todos encendieron un cigarro utilizando una brasa que Vicente tomó del fuego con unas largas pinzas.
El gobernador volvió entonces a tomar la palabra tras aspirar con fruición el aroma de su habano.
Habló como un padre que reprende a unos hijos traviesos por una trastada.
—A ver, ¿qué han hecho ustedes, hombres de Dios?
Sánchez se irguió en su asiento y asumió la responsabilidad diciendo:
—Acudimos a primera hora al cementerio pertrechados con una orden judicial. Lo hicimos antes casi de que amaneciera para evitar curiosos y chismorreos. Habíamos decidido ser cautos, hacerlo todo con mucha discreción salvando dificultades.
—Pues les salió el tiro por la culata —intervino don Ángel Torres.
—En efecto, Arturito Abellán ya nos esperaba. Alguien le dio el soplo —explicó Ros.
—Y los sepultureros habían sido aleccionados para marearnos —añadió Sánchez.
—Vaya. Cuánta discreción —comentó don Baldomero irónico.
—Luego apareció ese tal padre Faustino Villamayor acompañado de un batallón de beatas diciendo que iban a impedir aquel sacrilegio en nombre del obispo. Por un momento sentí que, como en los viejos tiempos, la Inquisición había vuelto a las andadas.
—Sí, es un fanático —afirmó el gobernador—. Si por él fuera, aún se quemaría a la gente en la hoguera.
—Sí, lo advertimos —señaló Víctor sonriendo.
Don Baldomero siguió hablando:
—Y entonces a ustedes no se les ocurrió otra cosa que ir al obispado para empeorar aún más las cosas.
—¿Dónde estaba la raíz del problema, si no? —preguntó el detective madrileño.
—Y aquí, a nuestro querido Ros, no se le ocurrió más que amenazar a su Ilustrísima con una detención inminente.
—Obstrucción a la justicia —sentenció Víctor.
—Pero ¿está usted loco? ¿Cómo va a detener a un miembro preeminente de la Iglesia?
—Está sujeto a las mismas leyes que los demás —sostuvo Víctor, muy seguro de sí mismo—.Soy un amante de la ley, es mi trabajo hacerla cumplir y ante ella todos somos iguales. ¿O no?
—Mire, Víctor —terció don Ángel Torres—, este tema es algo complejo. Viene de lejos. Aquí, la desamortización puso en pie de guerra a la Iglesia contra la sociedad civil.
—Como en toda España.
—Ya, pero en Córdoba decidieron litigar para recuperar distintos inmuebles que les fueron expropiados. Tienen cinco pleitos en marcha y el juez Funes ya les ha quitado la razón en tres de ellos. El inmueble donde se encuentra el Círculo de la Amistad fue en el pasado el convento de nuestra Señora de las Nieves. Cuando la desamortización, un buen grupo de amigos de mentalidad avanzada creó allí este remanso de cultura, que sin duda es uno de los mejores y más elegantes casinos de España. Lógicamente, a la Iglesia le sentó fatal, porque se rumoreó que los fundadores del Círculo de la Amistad eran masones. Figúrese usted. Los curas no han logrado digerirlo.
Apelarán hasta la última instancia, claro, pero el ambiente no es bueno en ese sentido. De alguna manera, el obispo supo que el juez Funes había firmado la orden de exhumación del marqués de la Entrada. Es un caso de calado, que a buen seguro interesará a la prensa, de manera que su Ilustrísima encontró una manera de fastidiar al juez. El cementerio es municipal y el alcalde apoya al obispo; por otra parte, los sectores más rancios de la ciudad se oponen a cualquier cambio, a cualquier innovación, y eso de sacar a alguien de su tumba...
—Además —remachó el gobernador—, la Iglesia cedió la titularidad de los terrenos del camposanto al municipio para «usos religiosos» y están preparando una demanda porque dicen que exhumar un cuerpo para realizarle pruebas vulnera el acuerdo.
—¡Qué tontería! —exclamó Víctor.
—No se lo tome a risa, Víctor —aconsejó don Baldomero—. Si se meten en un pleito, esto se puede alargar.
—¿Y qué hacemos entonces? —inquirió Sánchez.
—El juez Funes ha telegrafiado indignado al Ministerio de Justicia.
—Yo hice otro tanto a mi jefe, el comisario Buendía, para que hable con el ministro de Gobernación —añadió Víctor.
—Bien, bien. Mi primo Agustín ocupa un subsecretariado y le he enviado un telegrama —indicó don Ángel.
Esta vez fue Víctor quien preguntó:
—¿Y qué hacemos mientras tanto?
—Paciencia —sentenció el gobernador—. Me consta que en Madrid se han tomado el asunto en serio. Incluso el propio Cánovas ha puesto el grito en el cielo. Este tipo de cosas son las que pueden dar al traste con los acuerdos entre conservadores y liberales. No me malinterpreten, soy creyente, católico practicante desde la niñez, pero como gobernador civil no puedo permitir que el clero se entrometa continuamente en asuntos que no le atañen. Se me ha informado que esta misma noche se van a realizar gestiones del máximo nivel en Madrid con el mismísimo Nuncio, así que tengamos paciencia. Y usted, Ros, olvídese de esa locura de detener al obispo.
—Pero ¡está obstruyendo una investigación!
—Esto no es Madrid, querido amigo. España sigue estando muy mediatizada por el poder eclesiástico y hay mucho cura reaccionario. Dese una vuelta por ahí, hombre de Dios. Por Extremadura, por Almería, Jaén o Murcia. La Iglesia sigue teniendo un poder enorme, y en situaciones como ésta no podemos ir al enfrentamiento directo. Me corresponde a mí el mando de la fuerza pública en esta plaza; ¿de verdad cree que puedo utilizarla contra su Ilustrísima? Mi propia mujer me haría dormir en el sofá de por vida. Espere, don Víctor, espere.
—Me hago cargo —respondió Ros poniéndose de pie—. Está bien, esperaré. Yo mismo di al obispo un plazo de veinticuatro horas, cosa que no hubiera hecho con cualquier ciudadano de a pie. ¡Basta de privilegios! Mañana por la tarde me haré con una pala e iré personalmente al cementerio.
Si no se me permite cumplir con el mandato judicial, iré donde el obispo y yo mismo le pondré las esposas.
—No puede usted hacer eso. ¡No tiene potestad para actuar aquí!
—Perdone, señor gobernador, pero consulte usted el decreto de creación de la Brigada Metropolitana. Su ámbito de actuación son las ciudades españolas de más de cincuenta mil habitantes.
—No se atreverá, Ros.
—Deténganme entonces. El escándalo será mayúsculo. Y sepan que, con la ley en la mano, pueden ir todos a la cárcel. Y ahora, si me permiten, iré a tomar un poco el aire por las calles de esta bellísima ciudad en que viven ustedes.
Víctor despertó con un fuerte dolor de cabeza. De inmediato lamentó haber bebido tanto vino de Montilla-Moriles la noche anterior, acompañado por Sánchez, en una pintoresca taberna de la calle Luna, en plena judería.
Recordó que su nuevo amigo le había reprochado de manera continua lo inconsciente de su comportamiento: «No sabes lo que estás haciendo», mascullaba; «Nos mandan a las colonias de guardias urbanos», bramaba, y lindezas similares que, viniendo de un hombre templado como Sánchez, provocaron que Ros trasegara alguna que otra copa de vino de más. El salmorejo que les sirvieron era excelente y el rabo de toro, el plato por excelencia de la gastronomía cordobesa, exquisito, por lo que al menos ahogó las penas entre la cena y el alcohol. De ahí el dolor de cabeza y la monumental resaca que ahora arrastraba.
Después de espabilarse un poco, se afeitó, se aseó y bajó a desayunar al comedor de la Fonda.
Pensó que un café con leche bien cargado le vendría bien para entonarse.
Apenas se había sentado en una mesa cuando comprobó con espanto que los detalles del suceso del cementerio eran vox pópuli. Un huésped cuyo rostro quedaba oculto por el enorme pliego del papel del periódico leía El Diario de Córdoba en la mesa de al lado.
«Grave incidente en el cementerio», rezaba un inmenso titular. Luego, en subtítulos más pequeños se podía leer: «La policía pretende exhumar al marqués de la Entrada, pues se sospecha que fue envenenado y el inspector Ros, de Madrid, amenaza con encarcelar al obispo por obstrucción a la justicia».
Decididamente, una catástrofe.
Era evidente que aquella información iba firmada por Arturito Abellán. Víctor maldijo su mala suerte. Ahora todo el mundo sabía que pretendía analizar los cabellos del difunto, incluida la propia Lucía Alonso. ¿Qué más podía pasar?
—Ahora sí que debo insistir en que ingrese usted en el Sello —observó una voz varonil tras el periódico.
—¡Lewis! —exclamó Víctor sorprendido.
—Pensaba que era usted un tipo con agallas, pero no creía que fuera tan valiente como para pretender meter en la cárcel a un obispo, ¡y nada menos que en España! ¡Debe usted unirse a nosotros! Decididamente.
Víctor negó con la cabeza a la vez que sonreía con amargura.
—Lo tomaré como un tal vez —dijo Lewis doblando el periódico—. Al menos me hará el honor de unirse a mí en el desayuno, ¿no?
—Será un placer. ¿Qué hace aquí?
—Obviamente, quería verle. La ha armado usted buena.
—Debo reconocer que sí. Pero no crea, no soy un anticlerical, o al menos no lo soy en el sentido estricto de la palabra. Aunque parezca mentira.