La dama no pareció sorprenderse. Al momento, como quien tiene previstos todos sus movimientos, tanteó en la oscuridad el cuerpo del arlequín y, tras notar la cinta que ceñía la llave al cuello, tiró de ella.
Corrió hacia la puerta y abrió mirando a uno y otro lado. En segundos entró en el invernadero un tipo vestido de gorila que, sin decir palabra, se soltó los corchetes del disfraz para dar paso a un nuevo arlequín idéntico al que yacía en el sofá.
—Sal. Espérame en el coche de caballos. En unos minutos estaré allí —dijo el misterioso enmascarado, mientras ella le tendía la llave.
La pareja salió furtivamente y, mientras él se encaminaba hacia la casa, Tula corrió hacia los carruajes.
El arlequín entró en el salón y caminó entre los invitados abriéndose paso aquí y allá entre lisonjas y enhorabuenas.
—¡Excelente fiesta, Sousa! —le gritó un tipo disfrazado de cardenal y completamente beodo, cuando subía las escaleras. Él hizo un gesto con la cabeza como asintiendo.
Pasó junto a dos invitados vestidos de Cid y de Casanova, y avanzó por el pasillo que había de llevarle hacia las habitaciones del dueño de la casa. Entró en la amplia estancia y, sin encender la lámpara de gas que había junto a la entrada, fue directo hacia el cuadro, que descolgó con presteza.
Gracias a la luz de la luna acertó a introducir la llave en la cerradura y, tras un sonoro clic, abrió la caja. Tomó varios fajos de billetes que metió en una bolsa de tela que había sacado de debajo del disfraz. Tampoco hizo ascos a los bonos y valores que atestaban la caja, pero prestó especial atención a un pequeño joyero que abrió con premura. El anillo. Justo cuando lo sacaba de su pequeño estuche y lo colocaba al trasluz sujetándolo entre el índice y el pulgar, una voz que surgió de la oscuridad conminó:
—¡De la Rubia, date preso!
Oyó ruido de pasos en el pasillo y luego alguien encendió una lámpara de gas. Allí estaba aquel maldito detective, Víctor Ros, con el traje de arlequín, sin antifaz y apuntándole con un revólver.
Junto a él habían entrado, armados también, el Cid Campeador, Casanova y dos guardias urbanos a los que todos habían confundido con invitados disfrazados.
—No des un paso o te dejo seco —advirtió Víctor muy serio.
—Vaya. Debo confesar que no me lo esperaba. ¿Cómo has podido saber...?
—Mataste a Dolores, bastardo, pero gracias a algo que ella me dijo he podido adelantarme a tus movimientos.
—Al final va a ser verdad que eres bueno, Ros —comentó cínicamente De la Rubia.
—Vas al garrote.
—No ha nacido el hombre que cace a Eduardo de la Rubia.
En ese momento Sousa y Lewis entraron en el cuarto. El malhechor lanzó la bolsa hacia ellos y de un salto atravesó las cristaleras y salió al balcón. Corrieron tras él y lo vieron saltar al vacío para impactar con el suelo con estrépito. Varios invitados se apartaron, con un susto de muerte. Después de rodar sobre sí mismo, el fugitivo se levantó con agilidad y emprendió la huida hacia la oscuridad.
Sangraba por los cortes de los cristales e iba dejando un rastro tras de sí. Cojeaba ostensiblemente.
Un disparo sonó en la noche. De la Rubia se detuvo al instante. Quedó quieto por un momento frenando su huida.
—Está muerto —anunció Ros con frialdad. En su mano, el revólver aún humeaba.
Al fondo, Eduardo de la Rubia cayó hacia atrás y quedó tumbado boca arriba. Inmóvil.
—¡Menudo disparo! —exclamó Sousa con admiración.
Bajaron y hallaron muerto al maldito pelirrojo. Los guardias tuvieron que apartar a los invitados, que se acercaban a ver qué había sucedido.
—Miren, es extraordinario —dijo Lewis señalando el pie derecho del muerto, que en lugar de hacia delante apuntaba hacia atrás de manera antinatural—. ¡Se había dislocado el pie y aun así han visto ustedes cómo corría!
—Este tipo era el diablo —observó Víctor, acercando un farol al rostro de De la Rubia a la vez que le quitaba el antifaz—. Sí, es él, no hay duda.
—No volverá a darnos problemas —resumió Sánchez. Víctor, en cuclillas, levantó la cabeza y dijo muy serio:
—Sé bien que este maldito cerdo volvió a la vida en Madrid y no me quedaré tranquilo hasta que lleve una semana enterrado. Pienso poner dos guardias junto a su tumba día y noche durante al menos siete días. Cuando eso ocurra y sepa que está bajo tierra para siempre, me quedaré tranquilo.
No antes.
Lewis, Víctor y don Alfredo se disponían a regresar a Madrid. Era su último desayuno en Córdoba y Sánchez parecía algo abatido. Era evidente que se había encariñado con sus nuevos amigos. En aquel momento se abrió la puerta del pequeño reservado que ocupaban en la Fonda Rizzi y apareció don Agustín Sousa.
—No se levanten. Que aproveche —dijo tomando asiento.
—¿Nos acompaña, don Agustín? —invitó Sánchez, hospitalario.
—No, ya he desayunado en casa, pero tomaré un café. Se hizo un silencio.
—Ros, se nos va usted, ¿no?
—Así es.
—Quiero darle las gracias.
—No hay de qué. Es mi trabajo.
—A usted y a sus amigos. Ese De la Rubia era un monstruo.
—Y que lo diga.
—Y yo no le hacía caso a usted.
—Al final lo hizo. Es lo que cuenta.
—Ya. Ha pasado usted por Córdoba como un huracán. Nos ha deslumbrado a todos. ¿Puedo ir a visitarle cuando vaya a Madrid?
—Por supuesto, será un honor para mí.
Se miraron unos a otros sin saber qué decir. Sousa rompió el silencio con decisión:
—He venido a verle por dos cosas, Víctor, bueno, por tres. Primero, quería despedirme de usted.
Y, luego, la segunda..., no consigo quitármelo de la cabeza: ¿cómo diantres supo usted lo que se proponía De la Rubia?
—¿Ah, eso? Fue muy sencillo.
—Pues no lo veo yo tan claro.
—Fue fácil. Gracias, por supuesto, a una de las amantes de De la Rubia, Dolores.
—La bailaora.
—La misma. Me dijo que De la Rubia había llegado a intimar con Tula Adánez. Usted me perdonará el atrevimiento, pero sabíamos que era su amante, así que era fácil suponer que la utilizaría para llegar a usted. Por otra parte, Dolores me dijo que el pelirrojo había ido a la tienda de disfraces, donde el propio don Matías nos confirmó que le había hecho dos encargos para una fiesta «a laque pensaba asistir en Madrid con un amigo». Encargó un traje idéntico al suyo y otro de gorila dos tallas más grande. Yo sabía que ese crápula no podía ni acercarse a Madrid, que no existía tal amigo y que, además, se le presentaba una ocasión maravillosa para atentar contra usted en el baile de disfraces al que todo el mundo acudiría enmascarado. Bien, ¿para qué quería un traje como el suyo? Era obvio que para suplantarle. Usted tiene gente armada en casa, una nutrida escolta, pero estaba claro que Tula podía llevarle a un aparte, a algún lugar escondido. Por eso le pregunté durante la cena que dónde se veía con ella durante las fiestas en su casa, aunque a usted no le agradara la pregunta. Así pues, la cosa era evidente: se haría pasar por usted porque pensaba neutralizarle en el invernadero usando a Adánez como cebo. Ahora bien, usted siempre lleva la llave encima, y eso le obligaba a tener que matarlo para hacerse con ella y conseguir el anillo. Era sencillo.
—¿Y el traje de gorila?
—Era dos tallas más grande de lo necesario para podérselo poner vistiendo debajo el traje de arlequín. Tula le pidió a usted invitaciones para unas amigas, así que él entró con una de ellas disfrazado con el traje de mono.
—Contado así, parece todo muy patente.
—Y lo es. Aunque no me fue fácil darle el cambiazo a Tula cuando saqué una copa vacía de mi disfraz y simulé que bebía en la que ella me había echado el veneno.
—Gracias una vez más, don Víctor.
Entonces Sánchez tomó la palabra:
—Perdone, don Agustín, pero ha dicho usted que venía por tres cosas; ¿y la tercera?
Sousa sacó un objeto del bolsillo y lo arrojó sobre la mesa. Los cuatro amigos lo inspeccionaron.
Era un anillo rosacruz con un enorme sello rojo en el cual se veía el emblema de dicha organización, aunque la piedra no parecía de valor.
—¿Y esto es tan valioso? —preguntó incrédulo don Alfredo.
—Miren en el interior. Hay tres cifras. Si se saca la piedra de su engarce, en su cara inferior hay otras dos. O sea que cada anillo tiene cinco cifras. En total veinticinco dígitos. Son la clave para acceder a una cuenta en Suiza, en el Switzerland National Bank.
—La 4579.
—Exacto. Ése era el número que usted halló en la lista de Ansuátegui.
—¿Y contiene mucho dinero?
—No puedo contarles demasiado, pero hace años fui un muy activo rosacruz. Mi logia era la encargada de realizar una gran revelación a la humanidad, será a final de siglo y resultará caro. No debo decir más a ese respecto. Es algo religioso y se mostrará al mundo en un pueblecito de Francia, Rennes le Château. Aún no tenemos a la persona en cuestión, pero puedo adelantarles que será un bombazo. Disponemos de cierta información, digamos... sensible, que pondrá patas arriba a la Iglesia católica.
—¿Cómo? —quiso saber Víctor.
—La historia de ese pueblecito es profusa y compleja, por allí pasaron los visigodos, los merovingios, el temple y los cátaros. Será una revelación de órdago a la grande, relacionada con Cristo y con la iglesia que hay en el citado pueblo consagrada a María Magdalena. No puedo decir más. El dinero para llevar a cabo la acción se depositó en esa cuenta de Suiza; es mucho, recogido en logias de gente muy rica del Reino Unido, Alemania, Francia e incluso Estados Unidos.
Lógicamente no se puede dar acceso a esa cantidad de dinero a un solo hombre, así que hicieron esos cinco anillos que habían de codificar entre todos un número de veinticinco dígitos y se repartieron entre cinco hermanos de los más representativos en la orden.
—Eduardo supo de esa historia cuando era su secretario en Suiza.
—Así debió ser.
—Y cuando se sintió con fuerzas para ello, muchos años después, decidió iniciar la caza de los cinco hombres. Si se hubiera hecho con los veinticinco dígitos, le habrían abierto una caja de seguridad en Zurich, ¿no es así?
—Sí, así es.
—¿Y el secreto? —preguntó Blázquez—. No creo que yo llegue a final de siglo para verlo.
Sousa sonrió para sí y dijo:
—Ya les he contado más de lo que debía. Sólo le repetiré que hará tambalearse a la Iglesia católica. La imagen que tenemos ahora de Cristo cambiará mucho. Muchísimo.
Todos quedaron silenciosos.
—No hemos conseguido saber dónde guardaba el pelirrojo los otros cuatro anillos, luego será difícil para ustedes dar con los veinte números que les faltan, ¿no? —dijo al fin Víctor.
—En efecto, Ros, en efecto, y no crea, que no es pequeño el problema. Pero estamos en el año mil ochocientos setenta y ocho y no está planeado dar el golpe hasta dentro de veinte años; mi organización dispone, pues, de cuatro lustros para dar con una solución. Además, ya se han iniciado las conversaciones con el banco. Cuatro de los dueños de los anillos han muerto, y eso cambia las cosas. No hay que preocuparse por ello, de una manera u otra lo conseguiremos. Y ahora, si me permiten ustedes, he de irme.
Cuando el caballero se embutía de nuevo en su abrigo, y antes de que saliera del pequeño saloncito, Ros lo interpeló de nuevo:
—Una última cosa, don Agustín.
—¿Sí? —contestó el otro girándose.
—¿Ha tenido algún problema con su mujer?
—No, no, descuide, está ya en París gastando mi dinero a manos llenas.
Intervino Sánchez:
—Pese a que Tula Adánez era culpable de intentar asesinarle, en caso de que hubiera declarado en un juicio habría provocado un escándalo muy desagradable para usted, ¿no?
—Sí —concedió Sousa sonriendo como el que juega una baza ganadora—. Creo que puede decirse que fue una suerte para mí que escapara.
—¿Escapara? —repitió escéptico Sánchez.
Lewis dijo en aquel momento:
—La última vez que se la vio corría hacia los carruajes. Justo donde estaban apostados sus hombres, ¿no, don Agustín?
—Un misterio, sí —contestó Sousa sonriendo con cinismo—. No la vieron llegar allí. Ninguno de mis hombres.
—Algo me dice que no hablará nunca más —terció Víctor—. Alguien la calló para siempre. No es buen asunto meterse con los poderosos.
—Usted lo ha dicho, no yo. Ya saben dónde me tienen —se despidió Agustín Sousa dando por terminada aquella conversación para salir elegantemente del reservado.
—Está claro para mí. Está muerta —sentenció Vicente Sánchez con cierto aire de nostalgia en la mirada.
En el camino de vuelta a casa, y siempre bajo la atenta mirada de Blázquez, Víctor y Lewis pudieron hablar largo y tendido. Mirando por la ventanilla del tren y con la vista perdida en los inmensos trigales de la meseta, Ros dijo:
—Lewis, he decidido que quiero mejorar mi intuición, aunque suene a locura.
—¿Qué? —se interesó Blázquez, que no sabía de qué hablaban.
—Aquí, su amigo, tiene lo que ustedes llaman una gran intuición.
—Es cierto. Siempre lo he pensado, sí.
El inglés continuó hablando:
—Yo prefiero llamarlo preinteligencia. Es todo ciencia. La mente de Víctor percibe cosas sin saberlo, cosas que a los demás se nos escapan y a veces puede dar la sensación de que se adelanta a los acontecimientos. Sólo es una cuestión de observación, y hay personas más observadoras que otras. Eso es susceptible de mejora, siempre que lo entrenemos. Todos tenemos nuestras capacidades y podemos mejorarlas. Víctor ya lo ha hecho con la mayoría de ellas, pero todo es mejorable. Mire, Alfredo. —Lewis sacó una baraja española y mirando a Víctor dijo—: Piense, concéntrese. La carta que he elegido, ¿es mayor o menor de cinco?
Ros cerró los ojos y contestó:
—Mayor.
El británico volvió la carta: el seis de copas.
—¿Y ésta? —preguntó extrayendo otra que ocultó a Víctor.
—Diría que... mayor.
—El ocho de bastos.
—Prueba con otra —pidió Blázquez.
Lewis sacó un nuevo naipe y Víctor, después de pensarlo, indicó:
—Menor de cinco.
—El tres de copas —confirmó Lewis—. Impresionante...
—¡Ha tenido suerte! —exclamó don Alfredo.
—Pruebe usted.
—Venga.
—Esta carta, ¿es mayor o menor de cinco?