El caso de la viuda negra (28 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policiaco

BOOK: El caso de la viuda negra
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Ros se sirvió un café.

—Esos bollos suizos son una delicia, se los recomiendo. ¿Qué va a hacer? ¿Detener al obispo?

Víctor rió.

—Espero que no.

—Pero el plazo acaba esta tarde.

El inspector Ros miró a su interlocutor.

—¿Cuánto tiempo lleva usted en España?

—Un año.

—Pues habla usted muy bien castellano.

—Tuve buenos profesores.

—Entonces, si apenas lleva un año, no sabrá de lo que hablo. Espero no tener que detener al obispo, en efecto. ¿Conoce usted el póquer? Es un juego anglosajón.

—Sí, claro.

—Pues bien, ya sabe usted lo que estoy haciendo.

—¿Va de farol? —preguntó el inglés sonriendo divertido.

—Exacto.

—Está usted loco. Muy loco.

—No, loco, no; simplemente, digamos que conozco cómo funciona nuestro sistema, crecí en él.

Mire, Lewis, los latinos somos así; a veces, para que dos polos opuestos lleguen a un acuerdo, hace falta llegar a una situación límite. Ustedes, cuando hay un conflicto, dialogan, buscan una solución intermedia y solucionan las cosas amigablemente. Aquí no se hacen así las cosas: de entrada se radicalizan las posturas, se rompe la negociación y todo parece indicar que se acabará en un durísimo enfrentamiento. Entonces, cuando el tiempo se acaba, cuando todo parece perdido, es cuando todos entran en razón y ceden un poco. Ya lo verá. Por eso amenacé con detener al obispo y por eso me mantuve en mis trece ante el propio gobernador. Estaba fingiendo, pero mi propio bando, el Ministerio de la Gobernación, debe creer que voy a montar tamaño escándalo que querrán emplearse a fondo. Así pondrán toda la carne en el asador.

—Pero el obispo se mantendrá en sus trece...

—Espero que no. Mire, el obispo es el principal interesado en no ser detenido. Eso acabaría con su carrera. La Iglesia no es tonta, y valora mucho que sus dirigentes sepan entenderse con el poder civil, ya sabe usted, influir, pero sin llamar la atención. El obispo no quiere que se llegue al numerito de la detención. Lo teme tanto como yo. Ha comenzado esto para vengarse de un juez que ha fallado varias veces en su contra. Me temo muy mucho que se llegará a un acuerdo y se le devolverá alguna de las propiedades que le expropiaron con la desamortización.

—Ya, pero ha habido tres sentencias en contra.

—¿Y qué? Apelarán.

—Pero creo que el juez Funes es muy meticuloso. Lo normal es que sus dictámenes sean conformes a la ley y no los modifique un tribunal superior.

—Ay, Lewis, cómo se nota que es usted ciudadano inglés. ¡Qué envidia! Eso sí que es un país civilizado. Verá, es probable que en Madrid se contente al obispo dándole la razón en alguno de los pleitos. A fin de cuentas, eso es lo que busca.

—Pero ¿eso puede hacerse?

—Pues claro; mire, Lewis, ustedes, en el Reino Unido, gozan de las ventajas de la separación de poderes. Aquí no hay democracia, y el Ejército, la Iglesia, la Justicia e incluso el propio Parlamento están al servicio de los poderosos. ¿Qué ocurrirá? Muy fácil. Si se quiere dar la razón al señor obispo, se nombrará juez en el tribunal de apelación a algún magistrado afín o sumiso que falle lo que se le indique.

—Pero eso que dice usted es muy feo.

—En lo que a España concierne, es como si Montesquieu no hubiera siquiera nacido.

—Vaya. De ahí su farol. O sea que piensa usted que se negociará en Madrid.

—Claro. A nadie le interesa un escándalo.

—¿Y no tiene usted miedo de estar equivocado?

—Pues un poco sí, la verdad. No conozco Córdoba como Madrid, en estas pequeñas ciudades el poder de los reaccionarios es mayor.

—¿Y si está usted equivocado?

—Mantendré el pulso hasta el final y que sea lo que Dios quiera. Espero no acabar de uniformado en las colonias.

—Esto me refuerza en mis convicciones. Víctor, le necesitamos. No tenemos a nadie en España y usted conoce a la perfección el sistema.

—No, no, gracias.

—Al menos aceptará usted colaborar con nosotros. De hecho, como muestra de buena voluntad, he venido a verle porque tengo noticias de Dolores la Flaca. Está escondida en casa de una amiga prostituta, en la calle San Bartolomé, cerca del Alcázar.

—¿Y cómo sabe usted eso?

Lewis hizo un gesto inequívoco frotando el pulgar con el índice.

—Claro, qué tonto, dinero —concluyó el detective madrileño sonriendo.

Antonia Ruiz, alias La Pelos, había ocultado a La Flaca en su domicilio, una casita baja, blanca, encalada, a la que se accedía por un patio de los muchos que existían en Córdoba como herencia de su pasado árabe. Había competencia entre los vecinos por adornar estos recoletos espacios para la conversación, la reunión familiar o el cante. Sito en la calle San Bartolomé, era evidente que los propietarios del patio intentaban mantenerlo hermoso, fresco, encalado y jalonado de cientos de pequeños tiestos a reventar de geranios rojos, rosas, lirios blancos, jazmineros, margaritas o azaleas.

Víctor quedó quieto un momento, sobrecogido por la belleza del instante.

Un reja negra, que destacaba sobre el blanco inmaculado de la pared, rodeada de pequeñas macetas de flores rojas lo llevó a decirse que aquella ciudad era hermosa y conservaba algo de otros tiempos, un no sé qué, una nostalgia que se respira siempre en los lugares de pasado glorioso que, por desgracia, no ha de volver.

—Es hermoso —comentó en voz baja.

Víctor sabía que todo aquello formaba parte de la herencia cultural de la ciudad. Sánchez le había explicado que las ciudades de los árabes estaban estructuradas de aquella manera. Muchas casas pequeñas, arracimadas, pegadas unas a otras, lo cual daba lugar a trazados sinuosos en sus estrechas calles. Había pequeños callejones ciegos, adarves, que no tenían salida y que en muchos casos permitían el acceso a pequeños espacios, a patios donde la gente se podía reunir al abrigo de miradas indiscretas, en la intimidad. Alguien dijo que eran diminutas catedrales de luz y color, la mayoría situadas en la judería v los alrededores del Alcázar de los Reyes Cristianos. Lugares frescos, a resguardo del sol estival, que se cuidaban profusamente y en los cuales se situaban incluso pequeñas fuentes que refrescaban el ambiente y alegraban los oídos. Vicente le había llevado a visitar esos lugares, como la calleja de las Flores o la plaza de la Concha, de la que salía la callejuela de Pedro Jiménez, también conocida como del Pañuelo, pues su anchura era ésa precisamente, la de un pañuelo extendido en diagonal.

—Vamos, Víctor —apremió Sánchez.

Los guardias golpearon la puerta dando voces y abrió una joven gitana con la cara repintada; parecía asustada.

—Está al fondo —indicó como si los esperase.

Atravesaron un largo pasillo y llegaron a una pequeña estancia cuya ventana daba al patio.

Estaba a oscuras, con la persiana de madera de color verde echada y las cortinas tendidas. Dolores la Flaca, yacía en el lecho. Tenía fiebre y deliraba. De inmediato supieron que no iban a poder interrogarla, al menos de momento. Dos guardias la levantaron a pulso y Sánchez determinó que se avisara lo antes posible a un médico para que la atendiese antes de llevarla al calabozo.

—Tiene sífilis —dijo su amiga al inspector Ros, que ladeó la cabeza como resignado.

Tuvieron que esperar más de una hora hasta que el médico que la había inspeccionado pudiera decirles algo.

—Efectivamente, padece sífilis. Aún no es terminal, pero me temo que están comenzando a aparecer las úlceras en los órganos vitales.

—Las gomas —murmuró Víctor.

—Así se llaman, sí. Estos episodios febriles son recurrentes. Espero que en un par de días mejore. Entonces podrán hablar con ella —concluyó el galeno antes de dejar a solas a Ros y a Sánchez.

Víctor quedó pensativo, sentado en una silla del estrecho pasillo de la casa de La Pelos; se sentía algo perdido, sin saber muy bien cuál debía ser su siguiente paso, cuando un agente entró para anunciar:

—¡Han atacado a Lucía Alonso!

—¿Quién? ¿Dónde? —preguntó Sánchez.

El guardia aclaró:

—Iban a tomar la diligencia para Cádiz, ella y la criada. Alguien ha debido de reconocerla y han comenzado a gritar «¡asesina, asesina!», la gente las ha rodeado y se ha formado un altercado monumental. El público ha leído en el periódico que era la principal sospechosa del envenenamiento de su marido. Casi la linchan. Han intervenido varios guardias. Al parecer, entre el equipaje llevaba un cofre con ¡varios millones de reales! Al fin han conseguido llevarlas salvas a su casa. El sargento Honrubia me envía para que les dé aviso. Ya ha acudido un médico a verlas.

—¡Ese maldito juez y su plumilla! —bramó Víctor indignado—. ¡Vamos para allá!

Víctor encontró a Lucía Alonso tumbada en un diván en su enorme vestidor. Al fondo, una puerta corredera daba acceso al suntuoso dormitorio. Sánchez se quedó abajo registrando el equipaje de las dos mujeres. La bella viuda tenía un ojo morado y cortes en los pómulos y el rostro. Lo miró al entrar y no llegó a abrir la boca siquiera.

—Eso ha sido una locura —observó Víctor—. No deberías haber intentado escapar.

—Casi matan a mi criada —contestó ella mirando sin ver al techo—. Está en cama.

Ros volvió a hablar:

—El juez ya viene para acá.

—¿Iré al calabozo?

—Intentaré que no. Vamos a tratar de convencerlo de que te ponga bajo arresto domiciliario. ¿Por qué lo has hecho?

—Leí el periódico, ¿sabes? No me iba a quedar sentada con los brazos cruzados mientras urdes una conspiración para llevarme al garrote.

—¡Yo no he urdido nada! Los hechos hablan por sí solos. Además, aún no hemos podido comprobar científicamente si tu marido fue envenenado. Ese intento de fuga no ha hecho sino empeorar tu situación. Ahora todo el mundo te cree culpable.

—Estarás contento, Víctor. Es lo que querías.

—Pues no. No es lo que quería, aunque lo que yo quiera no es lo que importa en este maldito asunto.

—No te hagas el santo conmigo, diste la información al periodista ése para que me colocara en la picota.

—Yo no fui, créeme; que se hayan hecho públicos los detalles del caso ha perjudicado seriamente a la investigación.

—Ya —dijo ella escéptica.

—Insisto en que no debías haber hecho algo así. Ahora todos piensan que eres culpable. La prensa no tendrá piedad contigo, y temo que eso influya en que no tengas un juicio justo.

—¡Qué considerado!

—Supongo que no me entiendes. Creo que tu marido fue envenenado, pero no estoy seguro de que fueras tú; eso es lo que debo averiguar, ¿sabes? En fin... Esperaré al juez abajo. Pondremos gente de guardia, y ni se te ocurra intentar salir. Al menos, no hasta que tengamos los detalles de los análisis.

Cuando Víctor bajó al salón principal se encontró con Sánchez, quien dijo:

—Ya tienes a tu culpable.

—¿Cómo?

—Sí, llevaban dos billetes para Cuba. De un barco que salía mañana mismo. Uno para ella y otro para la criada. El cofre llevaba dinero dentro como para vivir una vida nueva en cualquier parte. Al intentar fugarse ha admitido su culpabilidad, es evidente.

—Sí, pero hemos perdido la oportunidad de capturar a De la Rubia. Me parece probable que fueran a fugarse juntos. Ese juez presuntuoso y el periodista entrometido nos han puesto en una situación difícil . ¿Cuál es el juez de guardia?

—No temas, no es Funes. En cuanto hablemos con él nos vamos a comer; se piensa mejor con el estómago lleno. Además, necesitarás energías si piensas detener al obispo esta tarde.

—Ni me lo recuerdes.

Después de comer, Víctor se fue a descansar a la fonda. Apenas pudo dormir la siesta, pues se encontraba nervioso, turbado. Los últimos acontecimientos habían provocado que la situación se le fuera de las manos. El juez Funes lo había estropeado todo contando los detalles de la operación a Arturito Abellán y éste hizo públicos los detalles de la exhumación y otorgó a Lucía Alonso el papel de mujer malvada, culpable de asesinar a su anciano marido. El pueblo estaba enfurecido, y eso nunca era bueno. Por si fuera poco, la Iglesia andaba obstaculizando el asunto y él había lanzado un órdago que no sabía si iba a perder. De locos. No sabía qué pensar de Lucía Alonso, parecía sincera cuando hablaba del cariño que sentía por su marido. Era evidente que no sentía por él la pasión que se experimenta con un amante, pero, según Clara, Lucía era una joven agradecida y sentía una especie de veneración, de aprecio, por aquel hombre que bien podía ser su padre o incluso su abuelo. Por otra parte, era una mujer bella, con una voz que modulaba a voluntad según las circunstancias y jugaba con él como el gato con el ratón; ¿o no? Todo resultaba muy complicado.

Además, pese a haber hallado a Dolores la Flaca, no podía interrogarla porque deliraba de fiebre, y seguían sin tener idea del paradero de De la Rubia. Continuaba temiendo por la vida de Agustín Sousa. Víctor sabía que estaba pagando el desconocimiento del terreno que pisaba, pues, aunque había sido muy prudente haciéndose acompañar en todo momento por Sánchez, era obvio que desconocía los detalles de la vida pública cordobesa, los equilibrios de poder, quién era quién allí y, sobre todo, quién mandaba en aquella plaza. Era algo que podía pagar caro.

Acababa de conciliar el sueño cuando alguien llamó a la puerta. Era el botones que le traía una esquela: debía acudir a ver al gobernador civil.

Cuando llegó a casa de don Baldomero, comprobó que Vicente Sánchez ya estaba allí. El gobernador les indicó que se sentaran y dijo:

—Ya tienen ustedes su cadáver.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó Víctor leyendo el alivio en el rostro de Sánchez.

—No crea, Ros —prosiguió don Baldomero—. El asunto ha tenido su miga. Me consta que tanto en el Ministerio de Justicia como en el de la Gobernación la conducta del obispo cayó como una bomba, incluso el mismo Cánovas estaba indignado, por no hablar ya de Sagasta, que, aunque se ha moderado, aún conserva un fuerte ramalazo anticlerical. Las conversaciones se celebraron anoche y esta mañana he recibido un telegrama al respecto: el obispo recuperará uno de los inmuebles que se le habían expropiado, creo que en Montilla y, a cambio, ustedes tienen su fiambre. Una cosa: el asunto es secreto. Silencio absoluto. No nos interesa que el obispo salga derrotado de cara al público.

—Vaya —rezongó Víctor.

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