—¡Hoy es el día, Víctor! ¡Hoy es el día! —se exaltaba don Alfredo frotándose las manos entre partida y partida. Y parecía verdad, pues Aurelio y el Sebastián habían comenzado a discutir entre ellos.
De vez en cuando, el carnicero llegaba a decir a su compañero.
—Céntrate, Aurelio, céntrate que nos limpian.
Cosa que no había ocurrido nunca, la verdad. Víctor comenzó a creer en una posible victoria. Era el día. Al fin ganarían una partida a aquellos dos colosos a los que nadie había podido hacer morder el polvo en casa Agapito.
Treinta y ocho a treinta y salía Víctor.
—Eres mano, compañero —dijo don Alfredo.
Estaban rozando el triunfo. Aurelio y Sebastián tenían cara de pocos amigos. No estaban acostumbrados a ir por detrás en el tanteo y se notaba, estaban a un paso de la derrota. Había lo menos diez parroquianos siguiendo la partida, e incluso Agapito había salido de detrás de la barra para presenciar el último envite.
Víctor salió como debía. Tenía buen juego: cuatro treses y tres cincos. Salió en falso, con el dos doble y tuvo la suerte de arrancar el dos-cinco y luego el dos-tres. Bien. Además, su compañero le fue auxiliando y no pasó apuros. Estaban inspirados y lograron ahorcar el cuatro doble a Aurelio, que era mano por la pareja rival.
—Ahí se queda «el tonto de Vallecas» —comentó Blázquez con retintín, pues así era como llamaban a la ficha en cuestión. Aurelio ya no era mano y había quedado atrás.
Ahora, Víctor y don Alfredo iban por delante de Sebastián, que no hacía más que quejarse por el mal juego que le había tocado. Víctor tiró la penúltima ficha: el cinco-tres. En su mano quedaba el último cinco.
La partida era suya. Los cuatro contrincantes sabían que Ros se había quedado con la última puerta y aunque ahora los rivales debían intentar deshacerse del mayor número de puntos, habían jugado a seises y eso aseguraba que los dos policías se iban a apuntar los dos tantos que necesitaban para hacerse con la victoria final. Un triunfo histórico.
Don Alfredo tiró la blanca doble para más inri y exclamó muy ufano:
—¡Hoy es el día! ¡Hoy es el día!
Sebastián puso cara de pocos amigos. Estaba pensando cuántos puntos había en la mesa. Ladeó la cabeza con pesar tras echar sus cuentas. Todo estaba perdido.
—Vaya desastre de tarde —gruñó—. Malas fichas y, ahora, mal tiempo.
—¿Cómo dices, Sebastián? —preguntó Ros.
—Sí, la maldita rodilla me está matando toda la tarde. Esta noche llueve.
—¿Es que ahora te has hecho «me-teo-ró-lo-go»? —intervino Agapito con su gracioso acento de cordobés reconvertido a castizo madrileño.
—No, hombre, no. El tiro que me dieron de joven, cuando luché contra los carlistas.
—Ah, ¿te hirieron? —preguntó Víctor.
—Claro, en la rodilla.
—¿Tiramos la fichita, Sebastián? —dijo don Alfredo, ansioso por conseguir aquella primera y sonada victoria.
—No pudieron sacarme la bala y, claro, cada vez que va a cambiar el tiempo empieza a dolerme.
No creáis, un dolor del carajo.
—Vaya, qué curioso —murmuró Víctor.
—Sí, el médico de campaña me dijo que tuve suerte. La bala estaba profunda y aunque no había dañado la articulación, era mejor no tocarla para no dejarme cojo. Además, no tuve infección, una suerte, y quedé bien. Sólo este maldito dolor cuando va a llover.
—¡La fichita! —insistió Blázquez.
—Ah, sí, perdón —se excusó Sebastián tirando el cuatro seis—. Es una jodienda lo de esta rodilla.
—¿Y ésa es la ficha más baja que tienes? —interrumpió Agapito riendo—. La partida es vuestra, detectives.
Víctor alzó la mano para poner la última ficha en la mesa y finiquitar aquello. Su compañero lo miraba ansioso, con la boca abierta y con una especie de sonrisa de satisfacción por el triunfo que llegaba, cuando Sebastián comentó como si nada, siguiendo a lo suyo.
—Sí, esos condenados carlistas me endosaron una buena dosis de plomo.
Víctor giró la cabeza de pronto, alerta; lo miró con una expresión rara, como ido, y dijo de pronto:
—¿Cómo has dicho?
Sebastián lo miró extrañado.
—¿Qué?
Víctor repitió:
—¿Cómo has dicho, Sebastián?
—Que me atizaron un buen balazo.
—No, no, repite exactamente la frase.
—Que los carlistas me endosaron una buena dosis de plomo.
—¡Eso es! ¡Una dosis! ¡Te endosaron una dosis de plomo! —casi gritó Ros como fuera de sí.
Don Alfredo pidió con tono paciente a la vez que señalaba la mesa:
—Víctor, la ficha. Pon la ficha.
—Perdona, Alfredo —respondió él agitando la ficha en la mano derecha algo ido, como pensando en sus cosas—. Tengo que irme. Es urgente. Cuestión de vida o muerte.
—¿Cómo?
—Sí —prosiguió Ros—. Tengo que ir a ver a Lewis, es urgentísimo. No sé si me dará tiempo. ¡Tengo que darme prisa! ¡Aún puedo salvarla!
—¡La ficha, Víctor, la ficha! ¡Ti-ra-la-fi-cha!
Ros ya se había incorporado y se estaba poniendo la capa mientras hablaba como un poseso, sin pausa, encadenando las palabras de corrido:
—Alfredo, ve corriendo a mi casa y dile a Clara que me prepare una maleta pequeña, un bulto, con lo imprescindible para tres o cuatro días.
—¡La ficha, la ficha! —aullaba don Alfredo, que comenzaba a llamar la atención de toda la taberna con sus gritos mientras Víctor corría hacia la puerta con la ficha del triunfo en la mano para anunciar a voz en grito antes de desaparecer.
—Voy donde Lewis, luego salgo para Toledo e igual más tarde a Córdoba. ¡Dios quiera que llegue a tiempo! ¡Había volado!
Don Alfredo, de pie, no podía creer lo que veían sus ojos.
—¡Tira la puñetera ficha, cojoooones! —exigió a su desaparecido compañero a voz en grito, mirando al techo y con los puños apretados, totalmente fuera de sí.
—Señores, me temo que continuamos imbatidos —sentenció Aurelio, el sereno, provocando la hilaridad de la concurrencia.
Los alrededores de la Cárcel de Mujeres de la calle San Marcos eran un hormiguero de gente pese a que faltaban aún unos minutos para las seis de la mañana. Lucía Alonso iba a ser ejecutada en el patio del correccional y nadie quería hallarse lejos cuando se hiciera justicia. Hacía muchos años, quizá desde el ajusticiamiento de Candelas en el treinta y seis en la plaza de la Cebada, que no se daba garrote a nadie en público y, pese a la insistencia del vulgo, el gobernador civil se había mantenido en sus trece. No habría ejecución pública. Era propio de pueblos primitivos hacer un espectáculo de la administración de justicia, y no cambió de parecer pese a que La Época había realizado una recogida de firmas en pro de que se diera garrote a Lucía Alonso en público y llegando a conseguir la friolera de seis mil rúbricas. Se instalaron puestos en la calle que vendían pipas de girasol, trozos de coco, altramuces y manzanas de caramelo. Las comadres aguardaban fuera con fastidio y la multitud clamaba por que se hiciera justicia con aquella adúltera que, para colmo, se había acostado con un monstruo como De la Rubia.
Dentro, en el patio, justo al empezar a sonar la campana de la cercana iglesia parroquial de San Ildefonso tocando las seis, se abrió la reja del pabellón principal para dar paso a una Lucía muy delgada y vestida con un traje gris, sin costuras, que le llegaba hasta los pies como una túnica.
Caminaba serena, escoltada por dos hermanos de la caridad y seguida por el sacerdote que la había escuchado en confesión antes de su viaje eterno. Cerraba el cortejo el director de la prisión, don Hermenegildo Ferrán, hombre tenido por severo y que parecía cansado de aquel circo. Al menos, aquello acabaría pronto.
Lucía se detuvo al pasar junto a Clara Alvear, que había acudido a apoyarla en aquellos momentos acompañada por don Alfredo. Las dos damas se abrazaron y la esposa de Víctor Ros rompió en sollozos.
—No padezcas por mí. Me voy con Nuestro Señor. Algún día nos veremos. Te deseo lo mejor para ti, para tus dos hijos y para tu marido —dijo la condenada, que en los últimos meses se había apoyado en la religión en busca de consuelo.
Entonces, con paso lento, Lucía subió las escaleras hacia el cadalso y echó un vistazo al patio en el que había unas cincuenta personas entre autoridades, fuerzas del orden y periodistas. El verdugo, Serafin Esteban, «el Chispa», la saludó inclinando la cabeza cortésmente. Antes, ella le había perdonado en su celda como mandaban los cánones. La hermosa joven dio la vuelta y, tras arrodillarse, besó la Biblia y un crucifijo que le presentó el cura.
Se sentó en la silla del garrote con mucha entereza y cuando le ofrecieron el verduguillo asintió, porque no quería que los circunstantes vieran su bello rostro deformado por la muerte. Siempre había sido muy coqueta. Antes de que le colocaran aquella horrible caperuza negra expuso con voz muy serena y mirando a la prensa:
—Quiero que digan a todo el mundo que muero siendo inocente.
Un velo negro cayó sobre sus ojos cuando El Chispa, hijo y nieto de verdugos, le colocó al fin la caperuza. La ataron a la silla.
Se hizo un solemne silencio y sonó un tambor. Justo al cabo del redoble llegaría el final. Serafin, el verdugo, se situó tras ella y empuñó con fuerza la manivela con la que lograría separar las vértebras de la condenada para producirle la muerte.
Clara se apoyó en el pecho de don Alfredo, no quería verlo. Los periodistas se pusieron de puntillas para poder ver mejor el cadalso, mientras autoridades y testigos miraban atentos para dar fe, como correspondía, de que se había hecho justicia.
El redoble flotó largamente en el aire y, de pronto, de manera abrupta, cesó. Serafín hizo ademán de girar la manivela con sus nervudos brazos y entonces se oyó un grito desesperado que rasgó el frío aire de la mañana.
—¡Altooooo! —gritó una voz grave, varonil.
Todos volvieron la cabeza y vieron a un tipo bien vestido, Víctor Ros, que corría hacia el cadalso seguido de otros dos. Uno joven y algo rechoncho, Vicente Sánchez, y el otro espigado y de aspecto algo exótico, un extranjero, Lewis.
Víctor Ros subió las escaleras gritando:
—¡Esta mujer es inocente! ¡Esta mujer es inocente! —para luego, señalando al verdugo, añadir—: ¡Quieto, por amor de Dios!
Ros llevaba en la mano una pequeña maleta, más bien un bolso de mano de color negro, y se movía con agilidad para evitar el deceso de la joven. El Chispa dio un paso atrás y se separó del garrote.
Se produjo un gran revuelo y comenzaron a escucharse los silbidos del vulgo que aguardaba en la calle la confirmación de la muerte de aquella víbora.
Víctor se dirigió jadeante al director de la cárcel, a la vez que colocaba el bolso sobre la mesa donde el secretario judicial debía certificar la defunción de Lucía Alonso:
—Esta mujer es inocente, don Hermenegildo; por favor, llame ahora mismo al gobernador civil.
Es cuestión de vida o muerte.
Mientras Ros se colocaba extrañamente unos guantes, Lucía, a quien habían quitado de nuevo la capucha, murmuró algo asombrada:
—¿Qué pasa?
Entonces, a voz en grito y mientras abría el pequeño bolso negro, Víctor exclamó a los cuatro vientos:
—Soy el inspector Ros de la Brigada Metropolitana y solicito la inmediata suspensión de esta ejecución. ¡Lucía Alonso es inocente!
Y, acto seguido, sacó del maletín una cabeza humana en avanzado estado de descomposición a la que apenas quedaban unos mechones de cabello blanco y con las mejillas descarnadas ya por el paso del tiempo.
Para colmo del mal gusto, Víctor zarandeó el despojo con sus manos; se escuchó el sonido de algo que rebotaba en el interior de aquel cráneo.
—¡Lucía Alonso es inocente! Porque esto que oyen ustedes tintinear es nada menos que la bala que mató al marqués de la Entrada.
Lucía Alonso perdió el sentido al instante y Clara Alvear corrió a abrazar a Víctor llorando de alegría, aunque, como todos, no terminaba de entender lo que estaba pasando allí.
Cuando la reclusa recobró el sentido, comprobó que se hallaba en el sofá del despacho del director de la prisión
—¿Estoy muerta? —acertó a decir.
—No, gracias a Dios —contestó Clara, que, sentada junto a ella, tenía en la mano un frasco de sales.
—Tome, beba agua —ofreció don Alfredo Blázquez tendiéndole un vaso—. Se ha desmayado usted.
En el cuarto aguardaban sentados Víctor Ros, el director de la prisión, don Hermenegildo y otros dos caballeros a los que Ros presentó como el inspector Sánchez y mister Lewis.
—Lucía, no tienes nada que temer, estás salvada. El gobernador civil viene de camino y yo se lo aclararé todo —explicó el detective.
Ella miró el maletín oscuro que permanecía sobre la mesa de despacho de don Hermenegildo y notó que le daba un vuelco el corazón. ¿Había soñado quizá con aquella escena macabra o era que Serafin el Chispa había hecho girar la manivela y estaba en la antesala del infierno?
—Pero... ¿estoy viva? —volvió a preguntar.
Clara la abrazó diciéndole que sí, que se tranquilizara. Justo en ese momento alguien llamó a la puerta. Era un guardia, portador de una caja de madera de pequeño tamaño para el inspector Ros.
—Me la envía mi amigo Córcoles —indicó mientras sacaba del estuche una pequeña balanza de precisión que depositó en la mesa, junto al maletín.
Al fin se abrió la puerta y entró el gobernador civil, don Jacinto Villaescusa, acompañado de su secretario.
—A ver, ¿qué pasa aquí? Me han encontrado de pura chiripa, me iba de viaje a Valencia.
Parecía visiblemente molesto.
—Perdone, señor —se adelantó Víctor tomando la palabra—, pero le hemos llamado porque se iba a ejecutar a esta mujer y las pruebas obtenidas por mí y unos amigos a lo largo de la última semana demostrarán que es inocente.
El gobernador, un tipo delgado, bajo y esmirriado, de pelo abundante y canoso, y profundas ojeras de color morado, dijo con aire cansado:
—Mire, Ros, le tengo en alta estima por sus logros pasados, pero todos hemos seguido el juicio de aquí doña Lucía, y hasta los niños de teta saben que es culpable hasta las trancas.
No —negó Ros—. Si se me permite demostrarlo, claro. Será sólo un minuto. Por favor, tomen asiento.
Víctor esperó a que todos los presentes se acomodaran, incluso Lucía, que, más repuesta, se incorporó y dejó espacio junto a ella para que Clara se sentara más cómodamente. A lo lejos se escuchaba el griterío de la gente que, furiosa por el retraso de la ejecución, comenzaba a impacientarse y a crear problemas a los guardias urbanos, que formaban cordón para custodiar la prisión.