Aguanatal era la población más grande de la zona: Staplind pronto se le había quedado pequeña a Makkek. Ahora estaba hablando de mudarse a Puntarrodilla, la ciudad donde el señor local tenía su mansión. Si eso sucedía. Szeth se pasaría meses chapoteando en sangre mientras localizaba sistemáticamente y eliminaba a todos los ladrones, asesinos y señores del juego que se negaran a someterse a Makkek.
Eso sería dentro de unos meses. Ahora tenía que encargarse del intruso de Aguanatal, un hombre llamado Gavashaw. Szeth recorrió las calles, evitando la luz tormentosa y la armadura esquirlada, contando con su natural gracia y cuidado para no ser visto. Disfrutó de su breve libertad. Estos momentos, cuando no estaba atrapado en uno de los antros llenos de humo de Makkek, eran demasiado escasos últimamente.
Mientras se deslizaba entre los edificios, moviéndose rápidamente en la oscuridad, con el aire frío y húmedo en su espalda, casi podía creer que estaba de vuelta en Shinovar. Los edificios que lo rodeaban no eran piedra blasfema, sino de tierra, construidos con yeso y barro. Esos sonidos bajos no eran los aplausos apagados del interior de alguno de los antros de Makkek, sino el tronar y el piafar de los caballos salvajes de las llanuras.
Pero no. En Shinovar nunca habría olido una porquería así, un hedor creado tras semanas de maceración. No estaba en casa. No había sitio para él en el Valle de la Verdad.
Entró en uno de los barrios más ricos del pueblo, donde los edificios estaban más espaciados entre sí. Aguanatal estaba en una zona resguardada, protegida por un alto acantilado al este. Gavashaw se había asentado arrogantemente en una gran mansión en la zona oriental del pueblo. Pertenecía al señor provincial, con cuyos favores contaba. El señor había oído hablar de Makkek y de su rápido ascenso en los bajos fondos, y apoyar a un rival era una buena manera de controlar pronto el poder de Makkek.
La mansión del consistor local tenía tres pisos de altura, con un muro de piedra que rodeaba los compactos terrenos ajardinados. Szeth se acercó, agazapado. Aquí, en el extrarradio de la ciudad, el terreno estaba salpicado de bulbosos rocapullos. Mientras pasaba, las plantas se agitaron, retirando sus enredaderas y cerrando letárgicas sus caparazones.
Se pegó al muro. Era la hora entre las dos primeras lunas, el momento más oscuro de la noche. La hora odiosa, la llamaba su pueblo, pues era uno de los pocos instantes en que los dioses no vigilaban a los hombres. Había soldados de guardia en la almena, y rozaban con sus pies la piedra. Gavashaw probablemente se consideraba a salvo en este edificio, que era lo bastante seguro para un poderoso ojos claros.
Szeth tomó aire, infundiéndose de luz tormentosa de las esferas que llevaba en su bolsa. Empezó a brillar, y de su piel brotaron vapores luminiscentes. En la oscuridad se veía claramente. Estos poderes nunca habían tenido como fin el asesinato: los absorbentes luchaban a la luz del día, combatiendo a la noche pero sin abrazarla.
A Szeth no le preocupaba nada de eso. Simplemente tendría que tener cuidado para que no lo vieran.
Diez latidos después de que pasaran los guardias, Szeth se abalanzó hacia la pared. Esa dirección se movió hacia abajo, y pudo correr por el lado de la fortificación de piedra. Cuando llegó a lo alto, saltó hacia delante, y luego brevemente se lanzó hacia atrás. Se dio la vuelta en lo alto de la muralla con una voltereta lateral, y luego se lanzó de nuevo hacia la pared. Bajó con los pies plantados en la piedra, mirando el suelo. Corrió y se lanzó de nuevo hacia abajo, saltando los últimos tramos.
Los terrenos estaban llenos de montículos de cortezapizarra, cultivados para formar pequeñas terrazas. Szeth se agachó y se abrió paso por el jardín, que parecía un laberinto. Había guardias en las puertas del edificio, vigilando a la luz de las esferas. Qué fácil sería dar un salto, consumir la luz tormentosa y sumergir a los hombres en la oscuridad antes de acuchillarlos.
Pero Makkek no le había ordenado expresamente ser destructivo. Tenía que asesinar a Gavashaw, pero el método era cosa de Szeth. Escogió uno que no requiriera matar a los guardias. Tal como hacía siempre que tenía la oportunidad. Era el único modo de preservar la poca humanidad que le quedaba.
Llegó al muro occidental de la mansión y lo escaló, hasta el tejado, que era largo y plano, inclinado suavemente hacia el este: una característica innecesaria en una zona como aquella, pero los orientales venían al mundo a la luz de las altas tormentas. Szeth cruzó rápidamente hasta la parte trasera del edificio, donde una pequeña cúpula de roca cubría una porción más baja de la mansión. Saltó a la cúpula, con la luz tormentosa fluyendo de su cuerpo, transparente, luminiscente, prístina. Como el fantasma de un fuego que ardiera en él, consumiendo su alma.
Invocó su espada esquirlada en la quietud y la oscuridad, y con ella cortó un agujero en la cúpula, inclinando su hoja para que la roca extraída no cayera al interior. Extendió la mano libre e infundió el círculo de piedra de luz, lanzándola hacia la sección norte del cielo. Lanzar algo a un punto lejano como ese era posible, pero impreciso. Era como intentar disparar una flecha a gran distancia.
Dio un paso atrás mientras el círculo de piedra se soltaba y caía al aire hacia arriba, chorreando luz tormentosa mientras surcaba hacia las gotas de luz dispersas que eran las estrellas en lo alto. Szeth se coló en el agujero, aterrizando con los pies plantados en la parte interna de la cúpula junto al borde del agujero que había abierto. Desde su perspectiva, ahora estaba al pie de un gigantesco cuenco de piedra, el agujero en el fondo, mirando las estrellas que había abajo.
Se encaminó al lado del cuenco, lanzándose a la derecha. En cuestión de segundos estuvo en el suelo, reorientándose para que la cúpula se alzara sobre él. A lo lejos oyó un leve estrépito. El trozo de piedra, agotada la luz tormentosa, había vuelto a caer al suelo. Lo había lanzado lejos de la ciudad. Era de esperar que no hubiera causado ninguna muerte accidental.
Los guardias estarían distraídos ahora, buscando la fuente del lejano golpe. Szeth inhaló profundamente, absorbiendo su segunda bolsa de gemas. La luz que brotaba de él se hizo más brillante, permitiéndole ver la habitación que lo rodeaba.
Como sospechaba, estaba vacía. Era un salón de banquetes raras veces utilizado, con hogueras frías, mesas y bancos. El aire estaba tranquilo, silencioso y enmohecido. Como el de una tumba. Szeth corrió a la puerta, introdujo su espada esquirlada entre ella y el marco, y cortó el cerrojo. Abrió la puerta. La luz tormentosa que surgía de su cuerpo iluminó el oscuro pasillo del otro lado.
A principios de su estancia con Makkek, Szeth había tenido cuidado de no usar la espada esquirlada. Sin embargo, a medida que sus misiones se fueron haciendo más difíciles, se vio obligado a recurrir a ella para evitar muertes innecesarias. Ahora los rumores sobre él estaban poblados de historias de agujeros abiertos a través de la piedra y de hombres muertos con los ojos quemados.
Makkek había empezado a creer en los rumores. Todavía no le había exigido que le entregara la espada; si lo hacía, descubriría la segunda de las dos acciones prohibidas de Szeth. Tenía que llevar la espada esquirlada hasta la muerte, después de la cual los chamanes de piedra de Shin la recuperarían de quien quiera que le hubiese dado muerte.
Se movió entre los pasillos. No le preocupaba que Makkek tomara la hoja, pero sí de lo atrevido que se estaba volviendo el señor de los ladrones. Cuanto más éxito tenía Szeth, más audaz se hacía Makkek. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que dejara de utilizarlo para matar a rivales menores, y lo enviara a matar a portadores de esquirlada o poderosos ojos oscuros? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que alguien hiciera la conexión? ¿Un asesino shin con una espada esquirlada, culpable de misteriosas hazañas y extremo sigilo? ¿Podría ser el célebre Asesino de Blanco? Makkek podía desviar la atención del rey alezi y sus altos príncipes de su guerra en las Llanuras Quebradas y atraerlos a Jah Keved. Morirían a miles. La sangre caería como la lluvia de una alta tormenta: densa, penetrante, destructiva.
Continuó recorriendo el pasillo, corriendo agachado, la espada esquirlada sujeta a la inversa, extendida tras él. Esta noche, al menos, iba a asesinar a un hombre que merecía su destino. ¿Estaban los pasillos demasiado silenciosos? Szeth no había visto un alma desde que dejó el tejado. ¿Podría Gavashaw ser lo bastante necio como para colocar a todos sus guardias en el exterior, dejando indefensos sus aposentos?
Por delante, las puertas de las habitaciones del amo permanecían sin vigilancia y oscuras al fondo de un corto pasillo. Sospechoso.
Szeth se acercó a las puertas, escuchando. Nada. Vaciló, miró a un lado. Una gran escalera conducía al primer piso. Se acerco y usó su espada para cortar un pomo de madera del poste. Tenía el tamaño aproximado de un pequeño melón. Unos cuantos tajos con la hoja cortaron una sección de las cortinas del tamaño de una capa. Szeth corrió a las puertas e infundió a la esfera de madera de luz tormentosa, dándole un lanzamiento básico que apuntaba al oeste, directamente delante de él.
Cortó el cerrojo ente las puertas y abrió una hoja. La habitación al otro lado estaba oscura. ¿Había salido Gavashaw esa noche? ¿Adónde iría? La ciudad no era segura para él todavía.
Szeth colocó la bola de madera en el centro de la cortina, y luego la alzó y la dejó caer. La bola cayó hacia delante, hacia la pared del fondo. Envuelta en la tela, parecía vagamente una persona embozada en una capa que corriera agazapada por la sala.
Ningún guardia oculto la atacó. El señuelo rebotó en una ventana cerrada y se detuvo flotando contra la pared. Continuaba filtrando luz tormentosa.
Esa luz iluminó una mesita donde había un objeto. Szeth entornó los ojos, tratando de distinguir qué era. Avanzó sigilosamente, acercándose a la mesa.
Sí. El objeto de la mesa era una cabeza. Una cabeza con los rasgos de Gavashaw. Las sombras proyectadas por la luz tormentosa le daban al macabro rostro un tono aún más fantasmal. Alguien había sido más rápido que Szeth.
—Szeth —dijo una voz.
Szeth giró sobre sus talones, volviendo la espada esquirlada y adoptando una pose defensiva. Una figura se alzaba al otro lado de la sala, envuelta en la oscuridad.
—¿Quién eres? —preguntó Szeth. El aura de su luz tormentosa se hizo más brillante cuando dejó de contener el aliento.
—¿Estás satisfecho con esto, Szeth-hijo-Neturo? —preguntó la voz. Era masculina y grave. ¿De dónde era ese acento? El hombre no era veden. ¿Alezi, tal vez?—. ¿Estás satisfecho con estos crímenes triviales? ¿Con matar a turba insignificante en lugares remotos?
Szeth no respondió. Escrutó la habitación, buscando un movimiento entre las sombras. Ninguna parecía ocultar a nadie.
—Te he observado —dijo la voz—. Te han enviado a intimidar a tenderos. Has matado a ganapanes tan poco importantes que incluso las autoridades los ignoran. Te han mandado a impresionar a putas, como si fueran altas damas ojos claros. Qué desperdicio.
—Hago lo que exige mi amo.
—Estás desaprovechado —dijo la voz—. No estás hecho para pequeñas extorsiones y asesinatos nimios. Usarte así es como enganchar un semental ryshadio para que tire de un carro del mercado. Es como usar una espada esquirlada para cortar verdura, o como usar el más fino pergamino como yesca para un fuego donde lavar la ropa. Tú eres una obra de arte, Szeth-hijo-Neturo, un dios. Y cada día que pasa Makkek te arroja mierda encima.
—¿Quién eres? —repitió Szeth.
—Un admirador de las artes.
—No me llames por el nombre de mi padre —dijo Szeth—. No debería ser mancillado asociándolo conmigo.
La esfera de la pared finamente agotó la luz tormentosa y cayó al suelo. La cortina ahogó su caída.
—Muy bien —dijo la voz—. ¿Pero no te rebelas contra este frívolo uso de tus habilidades? ¿No estabas destinado a la grandeza?
—No hay ninguna grandeza en matar —respondió Szeth—. Hablas como un
kukori
. Los grandes hombres crean comida y ropa. Hay que reverenciar al que suma. Yo soy el que resta. Al menos al matar a estos hombres puedo fingir que hago un servicio.
—¿Eso lo dice el hombre que casi derribó uno de los reinos más grandes de Roshar?
—Eso lo dice el hombre que cometió una de las matanzas más atroces de Roshar —corrigió Szeth.
La figura bufó.
—Lo que hiciste fue una mera brisa comparado con la tormenta de masacre que los portadores de esquirlada causan en los campos de batalla cada día. Y esas son brisas comparadas con las tempestades de las que tú eres capaz.
Szeth empezó a retirarse.
—¿Adónde vas? —preguntó la figura.
—Gavashaw está muerto. Debo volver con mi amo.
Algo golpeó el suelo. Szeth se dio la vuelta, la hoja esquirlada en guardia. La figura había dejado caer algo pesado y redondo que rodó por el suelo hacia los pies de Szeth.
Otra cabeza. Se detuvo, de lado. Szeth se quedó quieto cuando distinguió los rasgos. Las rechonchas mejillas estaban vacías de sangre, los ojos muertos abiertos por la sorpresa: Makkek.
—¿Cómo? —preguntó Szeth.
—Lo eliminamos segundos después de que salieras del garito.
—¿Quiénes?
—Los sirvientes de tu nuevo amo.
—¿Y mi piedra jurada?
La figura abrió la mano, revelando una gema suspendida en la palma por una cadena envuelta en sus dedos. A su lado, iluminada ahora, estaba la piedra jurada de Szeth. El rostro de la figura era oscuro: llevaba una máscara.
Szeth retiró su espada esquirlada e hincó una rodilla.
—¿Cuáles son tus órdenes?
—Hay una lista sobre la mesa —dijo la figura, cerrando la mano y ocultando la piedra—. Detalla los deseos de nuestro amo.
Szeth se levantó a acercarse. Junto a la cabeza, que descansaba en un plato para contener la sangre, había una hoja de papel. Lo cogió, y su luz tormentosa iluminó dos docenas de nombres escritos con la letra de los guerreros de su patria. Algunos tenían una nota al lado con instrucciones de cómo había que matarlos.
«Gloria interior», pensó Szeth.
—¡Son algunas de las personas más poderosas del mundo! ¿Seis altos príncipes? ¿Un gerontarca seley? ¿El rey de Jah Keved?
—Es hora de que dejes de desperdiciar tu talento —dijo la figura, acercándose a la pared del fondo, en la que apoyó la mano.