El camino de los reyes (76 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

BOOK: El camino de los reyes
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El mendigo soltó una carcajada y le tiró la manta. Axies la agarró en el aire y agitó el puño. Entonces, se retiró del callejón envolviéndose la manta en la cintura.

—¡Y así la bestia hedionda fue derrotada! —exclamó el mendigo.

—Y así —dijo Axies, sujetándose la manta— la bestia hedionda evitó ser encarcelada por indecencia pública.

Los iriali eran muy exigentes en sus leyes de castidad. Eran muy particulares en un montón de cosas. Naturalmente, eso podía decirse de la mayoría de los pueblos: la única diferencia eran las cosas en que eran particulares.

Axies el coleccionista atrajo su porción de miradas. No porque su ropa fuera poco convencional, ya que Iri estaba en el extremo noroccidental de Roshar, y su clima tendía a ser mucho más cálido que otros lugares como Alezi o incluso Azir. Buen número de varones iriali de cabello dorado solo iban vestidos de cintura para abajo, la piel pintada con diversos colores y pautas. Los tatuajes de Axies tampoco eran demasiado llamativos aquí.

Tal vez atraía las miradas por sus uñas azules y sus cristalinos ojos azules. Los aimianos (incluso los siah aimianos) eran raros. O tal vez era porque proyectaba una sombra diferente. Hacia la luz, en vez de desde ella. Era una cosa menor, y las sombras no eran largas, estando el sol tan alto. Pero los que lo advertían murmuraban o se apartaban de su camino. Probablemente habían oído hablar de su especie. No había pasado tanto tiempo desde que arrasaron su tierra. Lo suficiente para que historias y leyendas se hubieran introducido en el ser general de la mayoría de los pueblos.

Tal vez alguien importante daría un paso más y lo llevaría ante un magistrado local. No sería la primera vez. Hacía tiempo que había aprendido a no preocuparse. Cuando la Maldición de la Especie te seguía, aprendías a aceptar lo que pasara.

Empezó a silbar para sí, inspeccionando sus tatuajes e ignorando a aquellos que lo observaban lo suficiente para quedarse boquiabiertos. «Recuerdo haber escrito algo en alguna parte…», pensó, mirándose la muñeca y luego doblando el brazo para ver si había algún tatuaje nuevo en el dorso. Como todos los aimianos, podía cambiar a voluntad el color y las marcas de su piel. Resultaba muy conveniente, ya que cuando te robaban regularmente todo lo que poseías, era enormemente difícil guardar un cuaderno adecuado. Y así, guardaba sus notas en su piel, al menos hasta que pudiera regresar a un lugar seguro y transcribirlas.

Esperaba no haberse emborrachado tanto para haber escrito sus observaciones en un lugar inconveniente. Le había pasado antes, y leer aquel lío requirió dos espejos y un muy confuso ayudante en el baño.

«Ah», suspiró en silencio, descubriendo una nueva entrada cerca del interior de su codo izquierdo. Lo leyó torpemente, mientras arrastraba los pies pendiente abajo.

«Prueba con éxito. He visto spren que solo aparecen cuando estás muy embriagado. Aparecen como pequeñas burbujas marrones que se aferran a los objetos cercanos. Puede que sean necesarias más pruebas para demostrar que son algo más que una alucinación de borracho.»

—Muy bonito —dijo en voz alta—. Muy, muy bonito. Me pregunto cómo debería llamarlos.

Las historias que había conocido las llamaban borrachospren, pero eso parecía una tontería. ¿Embriagaspren? No, demasiado poco pegadizo. ¿Cervespren? Sintió un arrebato de emoción. Llevaba años persiguiendo a este tipo concreto de spren. Si resultaban ser reales, sería toda una victoria.

¿Por qué solo aparecían en Iri? ¿Por qué eran tan poco frecuentes? Se había emborrachado estúpidamente una docena de veces, y solo los había encontrado en una ocasión. Si es que los había encontrado de verdad.

Sin embargo, los spren podían ser muy esquivos. A veces, incluso los más corrientes (los llamaspren, por ejemplo) se negaban a aparecer. Eso resultaba particularmente frustrante para un hombre que había consagrado su vida a observar, catalogar y estudiar todos los tipos de spren de Roshar.

Continuó silbando mientras se dirigía al muelle. A su alrededor pasaban gran número de iriali de cabellos dorados. El pelo indicaba pureza, igual que el pelo negro de los alezi: cuanta más pura era tu sangre, más mechones dorados tenías. No solamente rubio, sino dorado, brillante al sol. Le caían bien los iriali. No eran tan mojigatos como los pueblos vorin del este, y rara vez solían discutir o pelear. Eso hacía más fácil cazar spren. Naturalmente, también había spren que solo podías encontrar en la guerra.

Un grupo de personas se había congregado en el muelle. «Ah —pensó Axies—, excelente. No llego demasiado tarde.» La mayoría se encontraba en una plataforma construida como mirador. Axies se buscó un sitio, ajustó su manta sagrada y se apoyó contra la barandilla a esperar.

No pasó mucho tiempo. Exactamente a las siete cuarenta y seis de la mañana (los lugareños podían usarlo para ajustar sus relojes), un enorme spren azul marino surgió de las aguas de la bahía. Era transparente, y aunque parecía levantar ondas con su avance, era ilusorio. La superficie de la bahía no fue alterada.

«Toma la forma de un gran chorro de agua —pensó Axies, creando un tatuaje a lo largo de una porción de su pierna y escribiendo las palabras—. El centro es azul oscuro, como las profundidades del mar, aunque los bordes exteriores son un poco más claros. A juzgar por los mástiles de los barcos cercanos, yo diría que el spren ha crecido hasta unos treinta metros. Uno de los más grandes que he visto.»

De la columna brotaron cuatro largos brazos que abarcaron la bahía, formando dedos y pulgares. Se posaron en los pedestales dorados que habían sido colocados allí por las gentes de la ciudad. El spren salía a la misma hora cada día, sin tardanza.

Lo llamaban por su nombre, Cusicesh, el Protector. Algunos lo adoraban como a un dios. La mayoría simplemente lo aceptaba como parte de la ciudad. Era único. Uno de los pocos tipos de spren que conocía que solo parecía tener un miembro.

«¿Pero qué clase de spren es este? —reflexionó Axies, fascinado—. Ha formado una cara que mira al este. Directamente hacia el Origen. Esa cara cambia de forma sorprendentemente rápida. Distintos rostros humanos aparecen al final de su cuello como un tronco, uno tras otro en difusa sucesión.»

La exhibición duró diez minutos completos. ¿Se repitió alguno de los rostros? Cambiaban tan rápidamente que no podía decirlo. Algunos parecían masculinos, otros femeninos. Cuando la exhibición terminó, Cusicesh se retiró a las aguas de la bahía, levantando de nuevo olas fantasmales.

Axies se sentía agotado, como si le hubieran absorbido algo. Decían que era una reacción común. ¿Se lo estaba imaginando porque lo esperaba? ¿O era real?

Mientras lo consideraba, un ladronzuelo pasó junto a él y tiró de su atuendo, riéndose para sí. Se lo lanzó a unos amigos y se marcharon corriendo.

Axies sacudió la cabeza.

—Qué molestia —dijo mientras la gente a su alrededor empezaba a murmurar y escandalizarse—. ¿Hay guardias cerca, supongo? Ah, sí. Cuatro. Maravilloso.

Los cuatro caminaban ya hacia él, el pelo dorado sobre los hombros, las expresiones severas.

—Bueno —se dijo para sí, haciendo una anotación final mientras uno de los guardias lo agarraba por el hombro—. Parece que tendré otra oportunidad de investigar a los cautivospren.

Era extraño que esos lo hubieran eludido durante todos estos años, a pesar de sus numerosas encarcelaciones. Estaba empezando a pensar que eran un mito.

Los guardias lo arrastraron hacia los calabozos de la ciudad, pero no le importaba. ¡Dos nuevos spren en otros tantos días! A este paso, tan solo tardaría unos cuantos siglos más en completar su investigación.

Magnífico, en efecto. Continuó silbando para sí.

Szeth-hijo-hijo-Vallano, sin-verdad de Shinovar, estaba agazapado en un alto saliente de piedra junto al cubil de juego. El saliente tenía como función sostener una linterna: sus piernas y el saliente quedaban ocultos por su larga capa envolvente, por lo que parecía que estaba colgando de la pared.

Había pocas luces cerca. A Makkek le gustaba que Szeth estuviera embozado en las sombras. Llevaba un ajustado traje negro bajo la capa, la parte inferior de su rostro cubierta por una máscara de tela; ambos llevaban el escudo de Makkek. La capa era demasiado grande y la ropa demasiado ajustada. Era un atuendo terrible para un asesino, pero Makkek exigía algo dramático, y Szeth hacía lo que ordenaba su amo. Siempre.

Tal vez había algo útil en el dramatismo. Mostrando solo sus ojos y su cabeza calva, inquietaba a la gente que pasaba. Ojos de shin, demasiado redondos, un poco demasiado grandes. Aquí la gente los consideraba similares a los ojos de un niño. ¿Por qué los perturbaba tanto?

Cerca, un grupo de hombres con capas marrones charlaban y frotaban sus índices y pulgares. Hilillos de humo se alzaban entre sus dedos, acompañados por un leve sonido chisporroteante. Se decía que frotar fuegomoho hacía que la mente de los hombres fuera más receptiva a pensamientos e ideas. La única vez que Szeth lo había probado acabó con dolor de cabeza y dos dedos con ampollas. Pero cuando desarrollabas callos, al parecer podía venirte la euforia.

El cubil circular tenía un bar en el centro que servía una amplia gama de bebidas a una variedad de precios aún más amplia. Las camareras iban vestidas con túnicas violeta con grandes escotes y abiertas por los lados. Llevaban al descubierto sus manos seguras, algo que los bavlandenses (que eran de ascendencia vorin) parecían encontrar enormemente provocativo. Qué extraño. Era solo una mano.

En torno al perímetro del garito se celebraban varias partidas. Ninguno de los juegos era claramente de azar: nada de tirar dados ni apostar a la carta más alta. Eran juegos de rompecuellos, luchas de cangrejos y, extrañamente, juegos de adivinación. Era otra rareza de los pueblos vorin: evitaban hacer cábalas sobre el futuro. Un juego como el rompecuellos tenía sus lanzamientos y tiradas, pero no se apostaba al resultado. En cambio, apostaban a la mano que tendrían después de tirar y sacar.

A Szeth le parecía una distinción sin significado, pero era algo profundamente enraizado en su cultura. Incluso aquí, en uno de los antros más repulsivos de la ciudad, donde las mujeres iban con las manos al descubierto y los hombres hablaban abiertamente de delitos, nadie se arriesgaba a ofender a los Heraldos buscando conocer el futuro. Incluso predecir las altas tormentas incomodaba a muchos. Y sin embargo no decía nada de caminar sobre la piedra o usar luz tormentosa para la iluminación diaria. Ignoraban los espíritus de las cosas que vivían en su entorno, y comían cuanto querían todos los días que se les antojaba.

Extraño. Muy extraño. Y sin embargo esta era su vida. Recientemente, Szeth había empezado a cuestionar algunas de las prohibiciones que antaño había seguido de manera tan estricta. ¿Cómo podían estos orientales no caminar sobre la piedra si no había suelo de tierra en sus territorios? ¿Cómo podían moverse sin pisar la piedra?

Pensamientos peligrosos. Su modo de vida era todo lo que le quedaba. Si cuestionaba el chamanismo de la piedra, ¿cuestionaría luego su naturaleza como sin-verdad? Peligroso, peligroso. Aunque sus asesinatos y pecados lo inundaran, al menos su alma sería ofrecida a las piedras tras su muerte. Continuaría existiendo. Castigado, en agonía, pero no exiliado a la nada.

Mejor existir en la agonía que desvanecerse por completo.

El mismísimo Makkek caminaba por el suelo del garito, con una mujer en cada brazo. Su extrema delgadez había desaparecido, su cara había ganado lentamente un tono rollizo, como una fruta que madura después de las aguas de la riada. También habían desaparecido sus harapos, sustituidos por lujosas sedas.

Los compañeros de Makkek, los que estaban con él cuando mataron a Took, estaban todos muertos, asesinados por Szeth a una orden suya. Todo para ocultar el secreto de la piedra jurada. ¿Por qué estos orientales se avergonzaban tanto de la forma en que controlaban a Szeth? ¿Era porque temían que otro les robara la piedra jurada? ¿Les asustaba que el arma que empleaban con tan pocos miramientos se volviera contra ellos?

Tal vez temían que si se supiera lo fácilmente que se controlaba a Szeth, su reputación quedaría arruinada. Szeth había oído más de una conversación centrada en el misterio del mortífero guardaespaldas de Makkek. Si una criatura como Szeth estaba a su servicio, entonces el amo debía de ser aún más peligroso.

Makkek pasó ante el lugar donde acechaba Szeth, mientras una de las mujeres que lo acompañaba reía con una voz titilante. Makkek lo miró y luego hizo un gesto abrupto. Szeth inclinó la cabeza enmascarada, asintiendo. Se deslizó de su atalaya y saltó al suelo, la enorme capa ondulando.

Las partidas se detuvieran. Los hombres, tanto los sobrios como los borrachos, se volvieron a mirar a Szeth, y cuando pasó junto a tres hombres con el fuegomoho sus dedos quedaron flácidos. La mayoría de los presentes sabían lo que Szeth iba a hacer esta noche. Un hombre había llegado a Aguanatal y abierto su propia timba de juego para desafiar a Makkek. Probablemente el recién llegado no creía en la reputación del asesino fantasma de Makkek. Bueno, tenía motivos para el escepticismo. La reputación de Szeth era equívoca.

Era mucho, mucho más peligroso de lo que sugería.

Salió de su timba, subió los escalones hasta la habitación oscura y salió al patio. Arrojó la capa y la máscara a un carro al pasar. La capa solo haría ruido, ¿y por qué cubrirse la cara? Era el único shin de la localidad. Si alguien le veía los ojos, sabría quién era. Conservó la ajustada ropa negra: cambiarse requeriría demasiado tiempo.

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