Al menos cuarenta hombres caminaban junto a ellos, llevando túnicas marrones. Otros conducían las tres grandes carretas.
—Vaya —dijo Rysn—. Ha traído un montón de sirvientes.
—¿Sirvientes? —dijo Vstim.
—Los tipos de marrón.
El babsk sonrió.
—Son sus guardias, niña.
—¿Qué? Parecen tan tristes.
—Los shin son un pueblo curioso. Aquí, los guerreros son los más bajos de entre los hombres: es como una vida de esclavos. Los hombres los compran y los venden entre casas por medio de pequeñas piedras que indican posesión, y todo hombre que empuña un arma debe unirse y ser tratado igual. ¿El tipo de la túnica elegante? Es un granjero.
—Un terrateniente, querrás decir.
—No. Por lo que sé, sale cada día (bueno, los días en los que no está supervisando una negociación como esta) y trabaja en los campos. Tratan a todos los granjeros así, los cubren de atenciones y respeto.
Rysn se quedó boquiabierta.
—¡Pero si la mayoría de las aldeas están llenas de granjeros!
—En efecto —dijo Vstim—. Pero aquí son lugares sagrados. Los forasteros no pueden acercarse ni a los campos ni a las aldeas de granjas.
«Qué extraño —pensó ella—, quizá vivir en este lugar les ha afectado la mente.»
Kylrm y sus guardias no parecían terriblemente complacidos por hallarse en tan grande inferioridad numérica, pero Vstim no parecía molesto. Cuando los shin se acercaron, se alejó de las carretas sin el menor atisbo de nerviosismo. Rysn corrió tras él, su falda rozando la hierba.
«Qué molestia», pensó. Otro problema porque no se retraía. Si tenía que comprarse un nuevo dobladillo por culpa de esta tonta hierba, iba a enfadarse mucho.
Vstim se reunió con los shin e inclinó la cabeza de forma muy distintiva, las manos hacia el suelo.
—
Tan balo ken tala
—dijo. Rysn no sabía qué significaba.
El hombre de la capa, el granjero, asintió respetuosamente, y uno de los jinetes desmontó y avanzó.
—Que los Vientos de la Fortuna te guíen, amigo mío —hablaba muy bien thayleño—. El que suma está feliz por tu llegada a salvo.
—Gracias, Thresh-hijo-Esan —dijo Vstim—. Y mi agradecimiento al que suma.
—¿Qué nos has traído de extrañas tierras, amigo? ¿Más metal, espero?
Vstim hizo una señal y algunos de los guardias trajeron una pesada caja. La colocaron en el suelo y abrieron la tapa, revelando su peculiar contenido. Piezas de metal, la mayoría en forma de concha, aunque algunos tenían forma de leña. A Rysn le parecía basura que, por algún motivo inexplicable, había sido animada en metal.
—Ah —dijo Thresh, agachándose para inspeccionar la caja—. ¡Maravilloso!
—No hay nada extraído de minas —dijo Vstim—. No se rompió ni fundió ninguna roca para conseguir este metal, Thresh. Fue animado a partir de conchas, corteza o ramas. Tengo un documento sellado por cinco notarios thayleños distintos que lo atestiguan.
—No tienes por qué hacer una cosa así. Te ganaste nuestra confianza en estos asuntos hace mucho tiempo.
—Prefiero hacer las cosas bien —dijo Vstim—. Un mercader descuidado con los contratos es un mercader que acaba con enemigos en vez de amigos.
Thresh se levantó y dio tres palmadas. Los hombres de marrón se acercaron a la parte trasera de un carro y desenvolvieron unas cajas.
—Los otros que nos visitan —advirtió Thresh, acercándose al carro— parece que solo se interesan por los caballos. Todo el mundo quiere comprar caballos. Pero tú nunca, amigo mío. ¿Por qué?
—Es demasiado difícil cuidarlos —contestó Vstim, caminando con Thresh—. Y a menudo la inversión deja poco beneficio, por valiosos que sean.
—¿Pero con esto no? —dijo Thresh, alzando una de las livianas cajas. Dentro había algo vivo.
—En absoluto. Las gallinas consiguen un buen precio, y son fáciles de cuidar, siempre que se tenga para darles de comer.
—Os hemos traído muchas —dijo Thresh—. No puedo creer que nos las compres. No valen tanto como pensáis los extranjeros. ¡Y nos das metal a cambio! Metal que no tiene manchas de rocas rotas. Un milagro.
Vstim se encogió de hombros.
—Esos pedazos prácticamente carecen de valor de donde yo vengo. Los hacen los fervorosos que practican con las animistas. No pueden hacer comida, porque si les sale mal, es venenosa. Así que convierten la basura en metal y lo tiran.
—¡Pero se puede forjar!
—¿Por qué forjar el metal cuando puedes tallar un objeto de madera con la forma precisa que quieres y luego animarlo?
Thresh sacudió la cabeza, divertido. Rysn observaba, confundida también. Era el intercambio comercial más extraño que había visto jamás. Normalmente, Vstim discutía y regateaba como un aplastador. ¡Pero aquí revelaba claramente que su mercancía no valía nada!
De hecho, a medida que avanzaba la conversación, los dos se dedicaron a explicarse con detalle lo poco valiosos que eran sus artículos. Al final llegaron a un acuerdo (aunque Rysn no pudo comprender cómo) y se estrecharon la mano. Algunos de los soldados de Thresh empezaron a descargar las cajas de gallinas, ropa y exóticas comidas resecas. Otros empezaron a llevarse las cajas de trozos de metal.
—No pudiste conseguirme un soldado ¿no? —preguntó Vstim mientras esperaban.
—Me temo que no se pueden vender a los extranjeros.
—Pero me vendiste uno…
—¡Han pasado casi siete años! —rio Thresh—. ¡Y todavía preguntas!
—No sabes lo que conseguí por él. ¡Y me lo diste prácticamente por nada!
—Era un sin-verdad —dijo Thresh, encogiéndose de hombros—. No valía nada. Me obligaste a canjearlo a la fuerza, aunque he de confesar que tuve que tirar tu pago al río. No podía aceptar dinero por un sin-verdad.
—Bueno, supongo que no puedo enfadarme por eso —dijo Vstim, frotándose la barbilla—. Pero si alguna vez tienes otro, házmelo saber. El mejor sirviente que he tenido. Todavía lamento haberlo cambiado.
—Lo recordaré, amigo mío —contestó Thresh—. Pero no creo que sea posible que tengamos otro como él —pareció distraído—. De hecho, espero que nunca lo hagamos…
Cuando terminaron de intercambiar los artículos, se estrecharon de nuevo la mano y luego Vstim inclinó la cabeza ante el granjero. Rysn intentó remedar lo que hacía y se ganó una sonrisa de Thresh y de varios de sus acompañantes, que hicieron comentarios entre susurros en su lengua shin.
Un viaje tan largo y aburrido para un intercambio tan breve. Pero Vstim tenía razón: esas gallinas valdrían buenas esferas en el este.
—¿Qué has aprendido? —le preguntó Vstim mientras regresaban al carro principal.
—Que los shin son raros.
—No —dijo Vstim, aunque sin severidad. Nunca parecía severo—. Simplemente son distintos, niña. La gente rara es la que actúa de forma errática. Thresh y los suyos son cualquier cosa menos erráticos. Puede que incluso sean demasiado estables. El mundo cambia, pero los shin parecen decididos a seguir igual. He intentado ofrecerles fabriales, pero los consideran sin valor. O impíos. O demasiado sagrados para utilizarlos.
—Son cosas diferentes, maestro.
—Sí. Pero con los shin a menudo es difícil distinguir unas de otras. Bien, ¿qué aprendiste de verdad?
—Que se muestran humildes como los herdazianos se muestran fanfarrones. Los dos os habéis tomado todo tipo de molestias para demostrar lo poco que valían vuestras mercancías. Me pareció extraño, pero creo que tal vez sea la forma en que regatean.
El sonrió de oreja a oreja.
—Y ya eres más sabia que la mitad de los hombres que he traído aquí. Escucha. Aquí tienes tu lección. Nunca intentes engañar a los shin. Sé sincera, diles la verdad y —si acaso— rebaja el valor de tus artículos. Te amarán por eso. Y te pagarán por eso también.
Ella asintió. Llegaron al carro, y Vsim sacó una extraña maceta.
—Toma —dijo—. Usa un cuchillo para cortar un poco de esa hierba. Asegúrate de cortar hondo y de conseguir una buena porción de suelo. Las plantas no pueden vivir sin él.
—¿Y para qué? —preguntó ella, arrugando la nariz y cogiendo la maceta.
—Porque vas a aprender a cuidar esa planta. Quiero que la conserves hasta que dejes de considerarla extraña.
—¿Pero por qué?
—Porque te hará mejor mercader.
Ella frunció el ceño. ¿Tenía que comportarse de forma tan rara tantas veces? Tal vez por eso era uno de los pocos thayleños que podían hacer tratos con los shin. Era tan raro como ellos.
Se alejó para hacer lo que le había pedido. No tenía sentido quejarse. No obstante, se puso primero un par de guantes, y se subió las mangas. No iba a estropear un bonito vestido por una planta de hierba imbécil y babeante que mira a la pared. Y eso fue todo.
Axies el coleccionista gimió, tendido de espaldas, el cráneo martilleado por un dolor de cabeza. Abrió los ojos y contempló su cuerpo. Estaba desnudo.
«Maldita sea», pensó.
Bueno, era mejor comprobar si estaba malherido. Sus pies apuntaban al cielo. Tenía las uñas de color azul oscuro, cosa que no era extraña en un aimiano como él. Trató de agitar los dedos y, con satisfacción, comprobó que se movían.
—Bueno, algo es algo —dijo, volviendo a dejar caer la cabeza contra el suelo. Hizo un sonido chirriante cuando tocó algo blando, como un pedazo de basura podrida.
Sí, eso era. Pudo olería ahora, penetrante y rancia. Se concentró en su nariz, esculpiendo su cuerpo para que ya no pudiera oler. «Ah, pensó. Mucho mejor.»
Ahora, si pudiera acabar con el martilleo de la cabeza. De verdad ¿tenía el sol que ser tan chillón? Cerró los ojos.
—Estás todavía en mi callejón —rezongó una voz tras él. Esa voz lo había despertado en primer lugar.
—Ahora mismo lo dejo libre —prometió Axies.
—Me debes el alquiler. Por dormir una noche.
—¿En un callejón?
—Es el mejor callejón de Kasitor.
—Ah. ¿Es ahí donde estoy, entonces? Excelente.
Unos cuantos segundos de concentración mental finalmente acabaron con el dolor de cabeza. Abrió los ojos, y esta vez la luz del sol le pareció bastante agradable. Paredes de ladrillo se alzaban hacia el cielo a cada lado, cubiertas de una corteza de liquen rojo. A su alrededor había dispersos montoncillos de tubérculos podridos.
No. Dispersos no. Parecían haber sido colocados con cuidado. Qué raro. Probablemente eran la fuente de los olores que había advertido antes. Mejor no activar su sentido del olfato.
Se sentó en el suelo y se desperezó, comprobando sus músculos. Todo parecía estar en orden, aunque tenía unos cuantos moratones. Se encargaría de ellos dentro de un momento.
—Bueno —dijo, dándose la vuelta—, no tendrás por ahí unos pantalones que te sobren ¿verdad?
El dueño de la voz resultó ser un tipo de barba erizada que estaba sentado en una caja al fondo del callejón. Axies no lo reconoció, ni reconoció el lugar. Eso no era sorprendente, considerando que lo habían golpeado, robado y dado por muerto. Otra vez.
«Las cosas que hago en nombre de la sabiduría», pensó con un suspiro. Su memoria regresaba. Kasitor era una gran ciudad irali, segunda en tamaño después de Rail Elorim. Había venido aquí porque quiso. Se había emborrachado porque quiso. Tal vez debería haber escogido mejor a sus compañeros de bebida.
—Voy a dar por hecho que no tienes unos pantalones de sobra —dijo Axies, levantándose e inspeccionando los tatuajes de sus brazos—. Y si los tuvieras, te sugiero que te los pongas. ¿Eso que llevas encima es un saco de lavis?
—Me debes el alquiler —gruñó el hombre—. Y el pago por destruir el templo del dios del norte.
—Qué raro —dijo Axies, mirando por encima del hombro la boca del callejón. Más allá había una calle transitada. A la buena gente de Kasitor no le gustaría su desnudez—. No recuerdo haber destruido ningún templo. Normalmente soy bastante consciente de esas cosas.
—Te cargaste la mitad de la calle Hapron —dijo el mendigo—. Y unas cuantas casas también. Dejaré correr eso.
—Muy considerado de tu parte.
—Han sido malos últimamente.
Axies frunció el ceño y miró de nuevo al mendigo. Siguió la mirada del hombre y contempló el suelo. Los montones de verduras podridas habían sido colocados de una forma muy curiosa. Como una ciudad.
—Ah —dijo Axies, moviendo el pie, que había plantado en un pequeño cuadrado de verduras.
—Eso era una panadería —dijo el mendigo.
—Lo siento muchísimo.
—La familia estaba fuera.
—Menos mal.
—Estaban adorando en el templo.
—El que yo…
—¿Aplastaste con la cabeza? Sí.
—Estoy seguro de que serás amable con sus almas.
El mendigo lo miró entornando los ojos.
—Sigo intentando decidir cómo encajas en todo esto. ¿Eres un Vaciador o un Heraldo?
—Vaciador, me temo —dijo Axies—. Quiero decir, he destruido un templo.
Los ojos del mendigo recelaron todavía más.
—Solo el paño sagrado puede desterrarme —continuó Axies—. Y como tú no… Espera, ¿qué tienes en la mano?
El mendigo se miró la mano, que tocaba una de las raídas mantas que envolvía una de las cajas igualmente raídas. Estaba encaramado en ellas como…, bueno, como un dios que contemplara a su pueblo.
«Pobre idiota», pensó Axies. Era hora de marcharse. No quería causar mala suerte al confundido tipo.
El mendigo alzó la manta. Axies retrocedió, alzando las manos. Eso hizo que el mendigo mostrara una sonrisa a la que habría venido bien unos pocos dientes más. Saltó de la caja, alzando la manta. Axies se dispuso a escapar.