—Muy bien —respondió Adolin—. Pero hay algo más que quiero preguntarte.
Señaló hacia una de las escribanas, una mujer de pelo castaño y solo unos cuantos mechones negros. Era esbelta y de largo cuello, vestida de verde, el pelo recogido en un moño con un complejo grupo de trenzas sujetas con cuatro pinzas de acero.
—Esta es Danlan Morakotha —le dijo Adolin a su padre—. Llegó ayer al campamento para pasar unos meses con su padre, el brillante señor Morakotha. Me ha estado visitando recientemente, y me tomé la libertad de ofrecerle un puesto entre tus escribanas mientras está aquí.
Dalinar parpadeó.
—¿Y qué hay de…?
—¿Malasha? —Adolin suspiró—. No funcionó.
—¿Y esta? —preguntó Dalinar, la voz apagada, pero incrédula—. ¿Cuánto tiempo dices que lleva en el campamento? ¿Desde ayer? ¿Y ya te está visitando?
Adolin se encogió de hombros.
—Bueno, tengo una reputación que mantener.
Dalinar suspiró, mirando a Navani, que estaba lo bastante cerca como para haberse enterado. Por decoro, ella fingió no haberlo hecho.
—¿Sabes? Es costumbre acabar por elegir solo una mujer a la que cortejar.
«Vas a necesitar una buena esposa, hijo. Tal vez muy pronto.»
—Cuando sea viejo y aburrido, tal vez —respondió Adolin, sonriéndole a la joven.
Sí que era bonita. ¿Pero, solo llevaba un día en el campamento? «Sangre de mis ancestros», pensó Dalinar. El se había pasado tres años cortejando a la mujer que acabaría siendo su esposa. Aunque no pudiera recordar su rostro, sí recordaba lo insistentemente que la había pretendido.
Sin duda la había amado. Todas las emociones referentes a ella habían desaparecido, borradas de su mente por fuerzas a las que nunca debería haber tentado. Por desgracia, sí recordaba cuánto había deseado a Navani, años antes de conocer a la mujer que sería su esposa.
«Basta», se ordenó. Unos momentos antes había estado a punto de decidir abdicar su puesto como alto príncipe. No era el momento de dejar que Navani lo distrajera.
—Brillante Danlan Morakotha —le dijo a la joven—. Eres bienvenida entre mis escribanas. ¿Tengo entendido que he recibido una comunicación?
—Así es, brillante señor —respondió la mujer, haciendo una reverencia. Señaló la fila de cinco abarcañas que había en la estantería. Las abarcañas parecían cañas normales de escritura, pero cada una tenía un pequeño rubí infuso. La de la derecha latía lentamente.
Litima estaba presente y, aunque era la más veterana, le indicó a Danlan que cogiera la abarcaña. La joven corrió a la estantería y llevó la caña todavía parpadeante al pequeño escritorio junto al atril. Colocó con cuidado un papel en el escritorio y puso el frasco de tinta en su agujero, girándolo hasta hacerlo encajar y quitando luego el tapón. Las mujeres ojos claros eran muy eficaces trabajando solo con su mano libre.
Se sentó, y miró a Dalinar, aparentemente algo nerviosa. Dalinar no se fiaba de ella, por supuesto: bien podría ser una espía de los otros altos príncipes. Por desgracia, no había ninguna mujer en el campamento de la que se fiara por completo, no con Jasnah ausente.
—Estoy preparada, brillante señor —dijo Danlan. Tenía una voz cálida y ronca. Justo el tipo que atraía a Adolin. Esperó que no fuera tan insulsa como aquellas que escogía habitualmente.
—Adelante —dijo Dalinar, indicando uno de los cómodos sillones de la habitación. Las otras escribanas volvieron a sentarse en su banco.
Danlan giró la gema de la abarcaña una muesca, indicando que la petición había sido reconocida. Entonces comprobó los niveles a los lados del tablero de escritura, pequeños frascos de aceite con burbujas en el centro, que le permitían dejar completamente plano el tablero. Finalmente, entintó la caña y la colocó en el extremo superior izquierdo de la página. Mientras la sujetaba, giró la gema una vez más con el pulgar. Entonces retiró la mano.
La caña permaneció en su sitio, la punta contra el papel, flotando como si estuviera sujeta por una mano invisible. Entonces empezó a escribir, remedando los movimientos exactos que Jasnah hacía a kilómetros de distancia, escribiendo con una caña similar a esta.
Dalinar esperaba junto a la mesa, cruzados los brazos acorazados. Podía ver que su proximidad ponía nerviosa a Danlan, pero estaba demasiado ansioso para sentarse.
Jasnah tenía una letra elegante, naturalmente: Jasnah rara vez hacía algo sin tomarse su tiempo para perfeccionarlo. Dalinar se inclinó hacia delante mientras las líneas familiares, aunque indescifrables, aparecían en la página con un fuerte color violeta. Leves hilillos de humo rojizo brotaban de la gema.
La caña dejó de escribir, deteniéndose.
—«Tío, espero que estés bien» —leyó Danlan.
—Lo estoy —respondió Dalinar—. Estoy bien atendido por quienes me rodean.
Las palabras escogidas eran un código para indicar que no confiaba (o al menos no conocía) en todos los presentes. Jasnah tendría cuidado y no enviaría nada demasiado comprometido.
Danlan cogió la caña y retorció la gema, y luego escribió las palabras, enviándolas a Jasnah al otro lado del océano. ¿Estaba todavía en Tukar? Cuando terminó de escribir, devolvió la caña al punto superior izquierdo, el lugar donde ambas tenían que estar colocadas para que Jasnah pudiera continuar la conversación, y entonces colocó la gema en su posición anterior.
—«Como esperaba, he llegado a Kharbranth —leyó Danlan—. Los secretos que busco son demasiado oscuros para que estén contenidos incluso en el Palaneo, pero encuentro atisbos. Fragmentos tentadores. ¿Está bien Elhokar?»
«¿Atisbos? ¿Fragmentos? ¿De qué?» A Jasnah le gustaba el dramatismo, aunque no era tan exagerada como el rey.
—Tu hermano insistió en hacerse matar por un abismoide hace unas cuantas semanas —respondió Dalinar. Adolin sonrió, apoyado contra la estantería—. Pero evidentemente los Heraldos lo vigilan. Está bien, aunque añora tu presencia aquí. Estoy seguro de que le vendría bien tu consejo. Se apoya en el trabajo como escribana de la brillante Lalal.
Tal vez eso haría regresar a Jasnah. Había poco amor entre ella y la prima de Sadeas, que era la jefa de las escribas del rey en ausencia de la reina.
Danlan escribió las palabras. A un lado, Navani se aclaró la garganta.
—Oh —dijo Dalinar—, añade esto: tu madre ha vuelto a los campamentos.
Poco después, la caña escribió sola: «Envíale a mi madre mis respetos. Mantente lejos de ella, tío. Muerde.»
Navani hizo una mueca, y Dalinar advirtió que no había indicado que la reina estaba escuchando. Se ruborizó mientras Danlan continuaba hablando:
—«No puedo hablar de mi trabajo a través de la abarcaña, pero estoy cada vez más preocupada. Hay algo aquí, oculto por el número de páginas acumuladas en el archivo histórico.»
Jasnah era veristitaliana. Se lo había explicado una vez: eran una orden de eruditas que intentaba encontrar la verdad en el pasado. Deseaban crear versiones fehacientes y no tendenciosas de lo que había sucedido para extrapolar qué hacer en el futuro. Dalinar no estaba seguro de por qué se consideraban diferentes a las historiadoras normales.
—¿Regresarás? —preguntó Dalinar.
—«No puedo decirlo —leyó Danlan después de que llegara la respuesta—. No me atrevo a dejar mi investigación. Pero puede que pronto llegue el momento en que tampoco me atreva a quedarme.»
«¿Qué?», pensó Dalinar.
—«De todas formas —continuó Danlan—, tengo algunas preguntas para ti. Necesito que vuelvas a describirme otra vez qué sucedió cuando te encontraste aquella primera patrulla parshendi hace siete años.»
Dalinar frunció el ceño. A pesar del aumento de fuerza que le proporcionaba la armadura, el esfuerzo de cavar lo había cansado. Pero no se atrevía a sentarse en una de las sillas de la habitación mientras llevara puesta la armadura. No obstante, se quitó uno de los guanteletes, y se pasó la mano por el pelo. No le gustaba este tema, pero una parte de él agradeció la distracción. Un motivo para posponer una decisión que cambiaría su vida para siempre.
Danlan lo miró, preparada para dictar sus palabras. ¿Por qué quería Jasnah oír de nuevo esta historia? ¿No había escrito un informe de estos mismos acontecimientos en la biografía de su padre?
Bueno, podría decirle por qué y (si sus revelaciones pasadas eran un indicativo) su actual proyecto sería de gran valor. Deseó que Elhokar tuviera una fracción de la sabiduría de su hermana.
—Son recuerdos dolorosos, Jasnah. Ojalá nunca hubiera convencido a tu padre para que fuera en esa expedición. Si no hubiéramos descubierto nunca a los parshendi, no podrían haberlo asesinado. El primer encuentro tuvo lugar cuando explorábamos un bosque que no aparecía en los mapas. Al sur de las Llanuras Quebradas, en un valle a unas dos semanas de marcha del Mar Seco.
Durante su juventud, solo dos cosas entusiasmaban a Gavilar: la conquista y la caza. Cuando no se dedicaba a una cosa, se dedicaba a la otra. Sugerir ir de caza había parecido racional en aquel momento. Gavilar había estado actuando extrañamente, perdiendo su sed de batalla. Los hombres habían empezado a decir que era débil.
—Tu padre no estaba conmigo cuando me los encontré —continuó Dalinar, recordando. Acampó en las húmedas colinas boscosas. Interrogó a los nativos de Natán a través de intérpretes. Buscaba rastros o árboles rotos—. Conducía a los exploradores por un afluente del río Curva de la Muerte arriba mientras tu padre exploraba corriente abajo. Encontramos a los parshendi acampados al otro lado. No lo creí al principio. Parshmenios. Acampados, libres y organizados. Y llevaban armas. Y no eran armas burdas: espadas, lanzas con mangos tallados…
Guardó silencio. Gavilar tampoco lo creyó cuando se lo contó. No existían las tribus parshmenias libres. Eran siervos, y siempre lo habían sido.
—«¿Tenían entonces espadas esquirladas?» —dijo Danlan. Dalinar no se había dado cuenta de que Jasnah había respondido.
—No.
Al cabo de un rato llegó la respuesta.
—«Pero ahora las tienen. ¿Cuándo viste por primera vez a un portador de esquirlada parshendi?»
—Después de la muerte de Gavilar.
Relacionó ambos hechos. Siempre se habían preguntado por qué Gavilar quería un tratado con los parshendi. No lo habrían necesitado solo para cosechar los conchas grandes de las Llanuras Quebradas: los parshendi no vivían entonces en las Llanuras.
Dalinar sintió un escalofrío. ¿Pudo haber sabido su hermano que estos parshendi tenían acceso a las espadas esquirladas? ¿Había hecho el tratado con la esperanza de averiguar dónde habían encontrado las armas?
«¿Causó eso su muerte? —se preguntó Dalinar—. ¿Es ese el secreto que Jasnah está buscando?» Nunca había mostrado la dedicación a la venganza de Elhokar, pero pensaba de forma distinta a su hermano. La venganza no la impulsaría. Pero las preguntas… Sí, las preguntas lo harían.
—«Una cosa más, tío —leyó Danlan—. Luego podré seguir cavando en este laberinto de biblioteca. En ocasiones, parezco un ladrón de tumbas, revolviendo los huesos de los muertos. Da igual. Los parshendi…, mencionaste una vez lo rápidamente que parecían aprender nuestra lengua.»
—Sí —contestó Dalinar—. En cuestión de días, hablábamos y nos comunicábamos bastante bien. Notable. ¿Quién habría pensado que los parshmenios, nada menos, tenían la inteligencia para obrar aquel milagro? La mayoría de los que conocía ni siquiera hablaban demasiado.
—«¿De qué fueron las primeras cosas sobre las que hablaron? ¿Las primeras preguntas que hicieron? ¿Puedes recordarlo?» —dijo Danlan.
Dalinar cerró los ojos, recordando los días en que los parshendi acampaban al otro lado del río. A Gavilar le fascinaban.
—Querían ver nuestros mapas.
—«¿Mencionaron a los Vaciadores?»
¿Los Vaciadores?
—No que yo recuerde. ¿Por qué?
—«Prefiero no decirlo ahora mismo. Sin embargo, quiero mostrarte algo. Que tu escriba coja otra hoja de papel.»
Danlan colocó una página nueva en el tablero. Colocó la caña en la esquina y la soltó. El utensilio se alzó y empezó a garabatear con rápidos y osados trazos. Era un dibujo. Dalinar dio un paso adelante, y Adolin se acercó. La caña y la tinta no eran el mejor medio, y dibujar a tanta distancia era impreciso. La caña dejaba caer gotitas de tinta en lugares que no había al otro lado, y aunque el tintero estaba exactamente en el mismo lugar (permitiendo a Jasnah recargar su caña y la de Danlan al mismo tiempo), la caña de este lado a menudo se agotaba antes que la del otro.
Aun así, la imagen fue maravillosa. «Esta no es Jasnah», advirtió Dalinar. Quien estuviera haciendo el dibujo era mucho más talentoso en esos menesteres que su sobrina.
La imagen mostraba una alta sombra que se alzaba sobre unos edificios. Atisbos de caparazón y pinzas asomaban en las finas líneas de tinta, y las sombras se hacían dibujando líneas más finas unidas.
Danlan la apartó y sacó una tercera hoja de papel. Dalinar alzó el dibujo, Adolin a su lado. La bestia de pesadilla era levemente familiar. Como…
—Es un abismoide —señaló Adolin—. Está distorsionado; mucho más amenazador de cara y más grande de hombros, y no veo el segundo par de antepinzas…, pero alguien intentó obviamente dibujar una de ellas.
—Sí —dijo Dalinar, frotándose la barbilla.
—«Es una descripción de uno de los libros que hay aquí —leyó Danlan—. Mi nueva pupila está bastante dotada para el dibujo, así que le he pedido que la reproduzca para ti. Dime. ¿Te recuerda algo?»
«¿Una nueva pupila?», pensó Dalinar. Habían pasado años desde la última vez que Jasnah aceptó una. Siempre decía que no tenía tiempo.
—Es la imagen de un abismoide —dijo.
Danlan escribió las palabras. Un momento después llegó la respuesta.
—«El libro lo describe como un Vaciador —Danlan frunció el ceño y ladeó la cabeza—. Es un ejemplar de un texto escrito originalmente en los años anteriores a la Traición. Sin embargo, las ilustraciones son copia de otro texto aún más antiguo. De hecho, algunos piensan que el dibujo se hizo solo dos o tres generaciones después de la partida de los Heraldos.»
Adolin silbó suavemente. Entonces sí que sería muy antiguo. Por lo que Dalinar tenía entendido, tenían pocas obras de arte o escritos de los días de las sombras, siendo
El camino de los reyes
uno de los más antiguos, y el único texto completo. Y solo había sobrevivido traducido: no tenían ningún ejemplar en la lengua original.