—No.
—Estoy cambiando.
Se estremeció. Debió de ser una acción intencionada, pues su figura entera temblequeó un momento.
—Sé cosas que no sabía hace unos cuantos días. Es muy extraño.
—Bueno, supongo que eso es bueno. Quiero decir, cuanto más comprendas, mejor. ¿No?
Ella agachó la cabeza.
—Cuando ayer te encontré cerca del abismo después de la alta tormenta ibas a matarte ¿verdad?
Kaladin no respondió. Ayer. Eso fue hacía una eternidad.
—Te di una hoja —dijo ella—. Una hoja venenosa. Podrías haberla utilizado para matarte tú o matar a cualquier otro. Para eso planeabas posiblemente usarla en primer lugar, allá en las carretas —lo miró a los ojos, y su voz diminuta pareció aterrorizada—. Hoy sé lo que es la muerte. ¿Por qué sé lo que es la muerte, Kaladin?
Kaladin frunció el ceño.
—Siempre has sido rara, para ser una spren. Incluso desde el principio.
—¿Desde el mismo principio?
Él vaciló y trató de recordar. No, las primeras veces que ella había venido, había actuado como cualquier otro vientospren. Le gastaba bromas, le pegaba el zapato al suelo, se escondía luego. Incluso cuando permaneció con él durante los meses de su esclavitud, había actuado principalmente como cualquier otro spren. Perdía rápidamente interés en las cosas, revoloteaba.
—Ayer no sabía qué era la muerte —dijo Syl—. Hoy sí lo sé. Meses atrás, no sabía que actuaba de forma rara para ser una spren, pero comprendí que así era. ¿Cómo sé siquiera cómo se supone que debe actuar un spren? —Bajó la cabeza y pareció más pequeña—. ¿Qué me está pasando? ¿Qué soy?
—No lo sé. ¿Importa?
—¿No debería?
—Yo tampoco sé lo que soy. ¿Hombre del puente? ¿Cirujano? ¿Soldado? ¿Esclavo? Solo son etiquetas. Dentro, soy yo. Un yo muy distinto del que era hace un año, pero no puedo preocuparme por eso, así que sigo adelante y espero que mis pies me lleven adonde necesito ir.
—¿No estás enfadada conmigo por haberte traído esa hoja?
—Syl, si no me hubieras interrumpido, habría saltado al abismo. Esa hoja era lo que necesitaba. De algún modo, hiciste lo adecuado.
Ella sonrió, y vio que Kaladin empezaba a hacer estiramientos. Cuando terminó, se levantó y salió de nuevo a la calle, casi recuperado de su cansancio. Ella saltó al aire y se posó en su hombro, sentada con los brazos atrás y los pies colgando por delante, como una niña en un acantilado.
—Me alegra que no estés enfadado. Aunque creo que eres responsable de lo que me está pasando. Antes de conocerte, nunca tenía que pensar en la muerte ni en mentir.
—Así es como soy yo —dijo él secamente—. Llevo muerte y mentiras dondequiera que voy. Yo y la Vigilante Nocturna.
Ella frunció el ceño.
—Eso ha sido… —empezó a decir él.
—Sí. Sarcasmo. —Syl ladeó la cabeza—. Sé lo que es el sarcasmo. —Entonces sonrió con malicia—. ¡Sé lo que es el sarcasmo!
«Padre Tormenta —pensó Kaladin mirando aquellos ojillos alegres—. Eso me parece ominoso.»
—Un momento —dijo—. ¿Estas cosas nunca te han pasado antes?
—No lo sé. No puedo recordar nada de hace más de un año, cuando te vi por primera vez.
—¿De veras?
—No es extraño —dijo ella, encogiendo sus hombros transparentes—. La mayoría de los spren no tienen memorias largas. —Vaciló—. No sé por qué es eso.
—Bueno, tal vez sea normal. Podrías haber recorrido este ciclo antes, pero lo has olvidado.
—Eso no resulta muy reconfortante. No me gusta la idea de olvidar.
—¿Pero la muerte y la mentira no te hacen sentirte incómoda?
—Sí. Pero si perdiera estos recuerdos…
Miró al aire, y Kaladin siguió sus movimientos y advirtió un par de vientospren que revoloteaban con la brisa, libres y sin preocupaciones.
—Asustada de seguir adelante, pero aterrada de volver a ser lo que eras —dijo. Ella asintió.
—Sé cómo te sientes. Vamos. Necesito comer, y hay algunas cosas que quiero recoger después de almorzar.
No estás de acuerdo con mi misión. Lo comprendo en la medida que es posible comprender a alguien con quien estoy completamente en desacuerdo.
Cuatro horas después del ataque del abismoide, Adolin estaba supervisando todavía la limpieza. En la lucha, el monstruo había destruido el puente que conducía a los campamentos. Por fortuna, algunos soldados se habían quedado al otro lado y habían ido a llamar a una cuadrilla de hombres de los puentes.
Adolin caminaba entre los soldados, recogiendo informes mientras el sol caía lentamente sobre el horizonte. El aire tenía un olor húmedo y mohoso. El olor de la sangre del conchagrande. La bestia yacía donde había caído, el pecho abierto. Algunos soldados recolectaban su caparazón entre cremlinos que habían salido a darse un festín con el cadáver. A la izquierda de Adolin, largas filas de hombres usaban capas o camisas como almohadas en la irregular superficie de la llanura. Los cirujanos del ejército de Dalinar los atendían. Adolin bendijo a su padre por traer siempre a los cirujanos, incluso en una expedición de rutina como esta.
Continuó su camino, todavía con la armadura puesta. Los soldados podrían haber regresado a los campamentos por otra ruta, pues todavía había un puente al otro lado que conducía a las Llanuras. Podrían haberse dirigido hacia el este, y luego dado la vuelta. Dalinar, sin embargo, había decidido (para gran malestar de Sadeas) que deberían esperar y atender a los heridos, y descansar las pocas horas que tardaría en llegar una cuadrilla de hombres de los puentes.
Adolin miró hacia el pabellón, donde se oían risas. Varios grandes rubíes resplandecían con fuerza, en lo alto de picas, con cabezales dorados sujetándolos en su sitio. Eran fabriales que desprendían calor, aunque sin fuego. No comprendía cómo funcionaban los fabriales, aunque los más espectaculares necesitaban gemas grandes para hacerlo.
Una vez más, los otros ojos claros disfrutaban de su descanso mientras él trabajaba. Esta vez no le importaba. Le habría resultado difícil divertirse después de semejante desastre. Y había sido un desastre, desde luego. Un suboficial ojos claros se acercó con una lista final de bajas. La esposa del hombre la leyó, y luego lo dejó con la hoja y se retiró.
Había casi cincuenta muertos, y el doble de heridos. Muchos eran hombres a los que Adolin había conocido. Cuando le dieron al rey la valoración inicial, este no dio importancia a las muertes, indicando que serían recompensados con puestos en las Fuerzas Heráldicas de arriba. Parecía haber olvidado convenientemente que él mismo habría sido una de las bajas de no ser por Dalinar.
Adolin buscó a su padre con la mirada. Dalinar se encontraba en el borde de la meseta, mirando de nuevo hacia el este. ¿Qué buscaba allí? No era la primera vez que Adolin veía realizar acciones extraordinarias a su padre, pero habían parecido particularmente dramáticas. Aguantar bajo el enorme abismoide, impedir que matara a su sobrino, la armadura brillando. Esa imagen estaba clavada en la memoria de Adolin.
Los otros ojos claros se mostraban más relajados en torno a Dalinar ahora, y durante las siguientes horas Adolin no oyó ni un solo comentario acerca de su debilidad, ni siquiera por parte de los hombres de Sadeas. Temía que eso no fuera a durar. Dalinar era heroico, pero solo de vez en cuando. En las semanas que siguieran, los otros empezarían a hablar de nuevo de cómo participaba rara vez en los ataques en las mesetas, en cómo había perdido su chispa.
Adol in deseó más. Hoy, cuando Dalinar saltó para proteger a Elhokar, había actuado como las historias decían que había hecho en su juventud. Adolin quería de vuelta a ese hombre. El reino lo necesitaba.
Suspiró y se dio la vuelta. Tenía que entregarle al rey el último informe de bajas. Probablemente se burlarían de él por eso, pero tal vez, mientras esperaba a entregarlo, podría escuchar a Sadeas. Adolin seguía pensando que había algo extraño en aquel hombre. Algo que su padre veía, pero él no.
Y así, preparado para las pullas, se dirigió al pabellón.
Dalinar miraba hacia el este, con las manos enguantadas unidas a la espalda. Allí, en algún lugar, en el centro de las Llanuras, los parshendi tenían su campamento base.
Alezkar llevaba casi seis años en guerra, enzarzada en un asedio prolongado. La estrategia del asedio había sido sugerida por el propio Dalinar: atacar la base parshendi habría requerido acampar en las Llanuras, capear altas tormentas y confiar en un gran número de frágiles puentes. Una batalla perdida y los alezi podrían haberse encontrado atrapados y rodeados, sin modo de volver a sus posiciones fortificadas.
Pero las Llanuras Quebradas también podían ser una trampa para los parshendi. Los límites este y sur eran infranqueables: las mesetas allí estaban tan erosionadas que muchas eran poco más que agujas de piedra, y los parshendi no podían cubrir la distancia entre unas y otras. Las Llanuras estaban rodeadas por montañas, y manadas de abismoides recorrían la tierra intermedia, enormes y peligrosos.
Con el ejército alezi encajonándolos por el este y el norte (y con los exploradores situados por si acaso al este y al sur), los parshendi no podían escapar. Dalinar había argumentado que los parshendi se quedarían sin suministros. Entonces tendrían que exponerse y tratar de escapar de las Llanuras, o tendrían que atacar a los alezi en sus campamentos fortificados.
Fue un plan excelente. Excepto que Dalinar no había tenido en cuenta las gemas.
Se dio la vuelta y caminó por la meseta. Anhelaba ir a ver a sus hombres, pero necesitaba mostrar confianza en Adolin. Estaba al mando, y lo haría bien. De hecho, parecía que ya estaba entregando algunos informes finales a Elhokar.
Dalinar sonrió, mirando a su hijo. Adolin era más bajo que Dalinar, y su pelo era rubio mezclado con negro. El rubio era herencia de su madre, o eso le habían dicho a Dalinar, que no recordaba nada de ella.
Había sido borrada de su memoria, dejando extraños huecos y zonas neblinosas. A veces podía recordar una escena exacta, con todo el mundo nítido y claro, pero ella era un borrón. Ni siquiera podía recordar su nombre. Cuando los otros lo mencionaban, se le escapaba de la mente, como un trozo de manteca que resbala de un cuchillo demasiado caliente.
Dejó que Adolin hiciera su informe y se acercó al cadáver del abismoide. Yacía desmoronado de costado, los ojos apagados, la boca abierta. No había lengua, solo los curiosos dientes de los conchagrandes, con una extraña y compleja red de mandíbulas. Algunos dientes planos para aplastar y destruir conchas y otras mandíbulas más pequeñas para arrancar la carne y metérsela en la garganta. Los rocapullos se habían abierto cerca, y sus enredaderas se extendían para lamer la sangre de la bestia. Había una conexión entre el hombre y las bestias que cazaba, y Dalinar siempre sentía una extraña melancolía después de matar a una criatura tan majestuosa como un abismoide.
La mayoría de las gemas corazón se cosechaban de manera muy distinta a la de hoy. A veces durante el extraño ciclo vital de los abismoides, estos buscaban el lado occidental de las Llanuras, donde las mesetas eran más amplias. Se subían a lo alto y hacían una crisálida rocosa, esperando la llegada de una alta tormenta.
Durante esa época, eran vulnerables. Solo había que llegar a la meseta donde la bestia descansaba, romper la crisálida con mazas o una espada esquirlada, y luego sacar la gema corazón. Un trabajo fácil para conseguir una fortuna. Y las bestias venían frecuentemente, a menudo varias veces a la semana, mientras no hiciera demasiado frío.
Dalinar contempló el enorme cadáver. Diminutos spren casi invisibles flotaban en torno al cuerpo de la bestia, desvaneciéndose en el aire. Parecían lenguas de humo que pudieran desprenderse de una vela después de ser apagada. Nadie sabía qué tipo de spren eran: solo se los veía en torno a los cuerpos recién muertos de los conchagrandes.
Sacudió la cabeza. Las gemas corazón lo habían cambiado todo en la guerra. Los parshendi las querían también, lo suficiente para esforzarse al máximo en la contienda. Luchar contra los parshendi por los conchagrandes tenía sentido, pues los parshendi no podían sustituir sus tropas con otras de refresco como hacían los alezi. Así que la lucha por los conchagrandes era a la vez una forma que daba beneficios y que permitía avanzar la táctica del asedio.
Con la caída de la noche, Dalinar pudo ver luces chispeando al otro lado de las Llanuras. Torres donde hombres vigilaban la presencia de abismoides que salían a pupar. Estaban de guardia durante toda la noche, aunque los abismoides rara vez salían por la tarde o en la oscuridad. Los exploradores cruzaban los abismos con pértigas que les ayudaban a saltar, moviéndose rápidamente de meseta en meseta sin necesidad de puentes. Cuando un abismoide era localizado, los exploradores daban la voz de alerta, y todo se convertía en una carrera: alezi contra parshendi. Había que dominar la meseta y conservarla el tiempo suficiente para sacar la gema corazón, y atacar al enemigo si llegaban allí primero.
Todos los altos príncipes querían aquellas gemas corazón. Pagar y alimentar a miles de soldados no era barato, y una sola gema corazón podía cubrir los gastos durante meses. Aparte de eso, cuanto más grande era la gema usada por un animista, menos probable era que se quebrara. Las enormes gemas corazón ofrecían un potencial casi ilimitado. Y por eso los altos príncipes se daban prisa. El primero en llegar a una crisálida tenía que luchar contra los parshendi por conseguir la gema corazón.