Teft se sentó en uno de los tocones, calentándose las manos.
—¿Esta es tu arma secreta?
Kaladin se sentó junto al viejo.
—¿Has conocido a algún soldado en tu vida, Teft?
—A unos cuantos.
—¿Has conocido a alguno capaz de rechazar una buena hoguera y un poco de guiso al final del día?
—Bueno, no. Pero los hombres de los puentes no son soldados.
Eso era cierto. Kaladin se volvió hacia la puerta del barracón. Roca y Dunny empezaron a cantar juntos y Teft a chocar las palmas siguiendo el compás. Algunos de las otras cuadrillas se levantaban tarde, y miraron a Kaladin y los demás con mala cara.
Dentro del barracón vieron figuras moverse. La puerta estaba abierta y los olores del guiso de Roca eran fuertes. Invitadores.
«Vamos —pensó Kaladin—, recordad por qué vivimos. Recordad el calor, recordad la buena comida. Recordad a los amigos y las canciones, y las noches pasadas alrededor del fuego.»
«No estáis muertos todavía. ¡Que la tormenta os lleve! Si no salís…»
De repente a Kaladin todo le pareció falso. Las canciones eran forzadas, el guiso un acto de desesperación. Todo era solo un intento para distraerse brevemente de la patética vida que se había visto obligado a vivir.
Una figura apareció en la puerta. Cikatriz (bajo, de barba cuadrada y ojos astutos) salió. Kaladin le sonrió. Una sonrisa forzada. A veces eso era todo lo que se podía ofrecer. «Que sea suficiente», rezó, poniéndose en pie y hundiendo un cuenco de madera en el guiso de Roca.
Kaladin le tendió el guiso a Cikatriz. La superficie del líquido marrón humeaba.
—¿Te unirás a nosotros? —preguntó Kaladin—. ¿Por favor?
Cikatriz lo miró, y luego al guiso. Se echó a reír y lo aceptó.
—¡Me uniría a la mismísima Vigilante Nocturna en torno a un fuego si hubiera un guiso de por medio!
—Ten cuidado —dijo Teft—. Es guiso de comecuernos. Podrían haber conchas de caracol o pinzas de cangrejo flotando.
—¡No las hay! —ladró Roca—. Es una lástima que tengas gustos de llanero poco refinados, pero preparo la comida tal como me lo ordena nuestro querido jefe de puente.
Kaladin sonrió y dejó escapar un profundo suspiro cuando Cikatriz se sentó. Otros salieron tras él, trayendo cuencos, y se sentaron. Algunos se pusieron a contemplar el fuego, sin decir mucho, pero otros empezaron a reír y a cantar. En un momento Gaz pasó por allí y los miró con su único ojo, como tratando de decidir si estaban rompiendo alguna regla del campamento. No lo hacían. Kaladin lo había comprobado.
Kaladin cogió un cuenco de guiso y se lo ofreció a Gaz. El sargento hizo una mueca de desdén y se marchó.
«No se pueden esperar demasiados milagros en una noche», pensó Kaladin con un suspiro, y se sentó y probó el guiso. Estaba bastante bueno. Sonrió, y se unió a la canción de Dunny.
A la mañana siguiente, cuando Kaladin llamó a los hombres para que se levantaran, tres cuartas partes salieron rápidamente del barracón, todos menos los que más se quejaban: Moash, Sigzil, Narm y un par más. Los que acudieron a su llamada parecían sorprendentemente descansados, a pesar de la larga noche que habían pasado cantando y comiendo. Cuando les ordenó que se reunieran con él para practicar cargando el puente, casi todos los que se habían levantado se unieron a él.
No todos, pero los suficientes.
Tenía la impresión de que Moash y los demás cederían pronto. Habían probado su guiso. Nadie lo había rechazado. Y ahora que tenía a tantos hombres, los demás se sentirían incómodos si no participaban. El Puente Cuatro era suyo.
Ahora tenía que mantenerlos vivos el tiempo suficiente para que significara algo.
Pues nunca me he dedicado a un propósito más importante, y las mismas columnas del cielo temblarán con los resultados de nuestra guerra aquí. Lo pido de nuevo. Apóyame. No te apartes y dejes que el desastre consuma más vidas. Nunca te he suplicado nada antes, viejo amigo. Lo hago ahora.
Adolin estaba asustado.
Estaba junto a su padre en la zona de reunión. Dalinar parecía…, demacrado. Tenía ojeras y arrugas en la piel. El pelo blanco encanecía aún más en sus sienes como si fuera una roca blanqueada. ¿Cómo podía un hombre con una armadura esquirlada, un hombre que todavía conservaba su complexión de guerrero a pesar de su edad, parecer frágil?
Delante de ellos, dos chulls seguían a su cuidador y se dirigían al puente. El tramo de madera unía dos pilas de piedras talladas, un remedo de abismo de solo unos cuantos palmos de altura. Las antenas como látigos de los chulls se agitaban, las mandíbulas chasqueaban, los ojos negros del tamaño de puños miraban de un lado a otro. Tiraban de un enorme puente de asalto que rodaba sobre chirriantes ruedas de madera.
—Eso es mucho más ancho que los puentes que usa Sadeas —le dijo Dalinar a Teleb, que se encontraba a su lado.
—Es necesario que quepa el puente de asedio, brillante señor.
Dalinar asintió, ausente. Adolin sospechaba que era el único que podía ver la inquietud de su padre. Dalinar mantenía su habitual aspecto confiado, la cabeza alta, la voz firme cuando hablaba.
Sin embargo, aquellos ojos. Estaban demasiado enrojecidos, demasiado tensos. Y cuando el padre de Adolin se sentía tenso, se volvía frío y serio. Cuando le hablaba a Teleb, su tono era demasiado controlado.
Dalinar Kholin se había convertido de pronto en un hombre que trabajaba bajo un gran peso. Y Adolin había contribuido a ponerlo allí.
Los chulls avanzaron. Sus caparazones como rocas estaban pintados de azul y amarillo, los colores y la pauta indicaban la isla de sus cuidadores reshi. El puente gimió ominosamente cuando el gran puente de asalto empezó a rodar encima. Todos los soldados de la zona de formación se volvieron a mirar. Incluso los obreros que abrían una letrina en el suelo de piedra en el lado oriental detuvieron su labor para verlo.
Los gemidos del puente se hicieron más fuertes. Entonces se convirtieron en agudos crujidos. Los cuidadores detuvieron a los chulls y miraron a Teleb.
—No va a aguantar, ¿verdad? —preguntó Adolin.
Teleb suspiró.
—Por la tormenta, esperaba… Bah, hicimos el puente pequeño demasiado fino cuando lo ensanchamos. Pero si lo hacemos más grueso, será más pesado para transportarlo —miró a Dalinar—. Pido disculpas por hacerte perder el tiempo, brillante señor. Tienes razón: esto es propio de los diez locos.
—Adolin, ¿qué piensas tú? —preguntó Dalinar.
Adolin frunció el ceño.
—Bueno…, creo que quizá deberíamos seguir trabajando en ello. Es el primer intento nada más, Teleb. Tal vez haya un modo. ¿Diseñar los puentes para que sean más estrechos, tal vez?
—Eso podría ser muy costoso, brillante señor.
—Si nos ayuda a conseguir una gema corazón más, el esfuerzo se vería recompensado con creces.
—Sí —asintió Teleb—. Hablaré con Lady Kalana. Tal vez pueda hacer un nuevo diseño.
—Bien —dijo Dalinar. Contempló el puente durante un instante.
Luego, extrañamente, se volvió para mirar al otro lado de la zona de reunión, donde los obreros estaban abriendo la letrina.
—¿Padre? —preguntó Adolin.
—¿Por qué crees que no hay armaduras esquirladas para los obreros? —dijo Dalinar.
—¿Qué?
—La armadura esquirlada proporciona una fuerza sorprendente, pero rara vez la usamos para otra cosa que la guerra y la muerte. ¿Por qué crearon los Radiantes solo armas? ¿Por qué no hicieron herramientas productivas para que las usaran los hombres corrientes?
—No lo sé —dijo Adolin—. Tal vez porque la guerra era lo más importante.
—Tal vez —respondió Dalinar, bajando la voz—. Y tal vez eso fue su condena definitiva y la de sus ideales. A pesar de sus elevadas pretensiones, nunca entregaron sus armaduras ni sus secretos a la gente normal.
—Yo…, no comprendo por qué es importante, padre.
Dalinar se estremeció levemente.
—Deberíamos continuar con nuestras inspecciones. ¿Dónde está Ladent?
—Aquí, brillante señor.
Un hombre de baja estatura se acercó a Dalinar. Calvo y barbudo, el fervoroso llevaba una gruesa túnica gris azulada de muchas capas de la que apenas asomaban sus manos. Parecía un cangrejo demasiado pequeño para su caparazón. No parecía importarle pasar mucho calor.
—Envía un mensajero al Quinto Batallón —le dijo Dalinar—. Los visitaremos a continuación.
—Sí, brillante señor.
Adolin y Dalinar echaron a andar. Habían decidido llevar puestas sus armaduras esquirladas para la inspección de hoy. No era algo inusitado: muchos portadores aprovechaban cualquier excusa para llevar su armadura. Además, era bueno para los hombres ver a su alto príncipe y su heredero en plenitud de sus fuerzas.
Atrajeron la atención mientras dejaban la zona de formación y entraban en el campamento propiamente dicho. Como Adolin, Dalinar no llevaba puesto el yelmo, aunque la gorguera de su armadura era alta y gruesa y se alzaba como un cuello de metal hasta su barbilla. Les asintió a los soldados que saludaron.
—Adolin —dijo—. En combate ¿sientes la Emoción?
Adolin se sobresaltó. Supo inmediatamente lo que quería decir su padre pero le sorprendió oír las palabras. Era un tema que no se discutía a menudo.
—Yo… Bueno, claro. ¿Quién no?
Dalinar no respondió. Se había mostrado muy reservado últimamente. ¿Lo que había en sus ojos era dolor? «Como era antes —pensó Adolin, engañado pero confiado—. Era mejor.»
Dalinar no dijo nada más, y los dos continuaron recorriendo el campamento. Seis años habían permitido que los soldados se asentaran a conciencia. Los barracones estaban pintados con los símbolos de las compañías y los pelotones, y el espacio entre ellos estaba equipado con fogatas, asientos y comedores cubiertos con toldos de lona. El padre de Adolin no había prohibido nada de esto, aunque había fijado instrucciones para evitar la molicie.
Dalinar también había aprobado la mayoría de las solicitudes de las familias para venir a las Llanuras Quebradas. Los oficiales ya tenían a sus esposas, naturalmente: un buen oficial ojos claros era en realidad un equipo, el hombre para las órdenes y la lucha, y la mujer para la lectura, la escritura, la ingeniería y la dirección del campamento. Adolin sonrió, pensando en Malasha. ¿Sería la adecuada para él? Se había mostrado un poco fría últimamente. Por supuesto, estaba Dalan. La acababa de conocer, pero estaba intrigado.
Dalinar también había aprobado las peticiones de los soldados ojos oscuros para traer a sus familias. Incluso había pagado la mitad del coste. Cuando Adolin preguntó por qué, su padre le contestó que no le parecía bien prohibirlo. Ya no atacaban nunca los campamentos, así que no había ningún peligro. Adolin sospechaba que su padre consideraba que, puesto que vivía en un lujoso palacete, sus hombres bien podían tener el consuelo de sus familias.
Y por eso los niños jugaban y corrían por todo el campamento. Las mujeres colgaban la colada y pintaban glifoguardas mientras los hombres afilaban las lanzas y pulían los petos. Los interiores de los barracones habían sido divididos para crear habitaciones.
—Creo que hiciste bien —dijo Adolin, mientras caminaban, tratando de sacar a su padre de sus cavilaciones—. Al permitir que tantos hombres trajeran a sus familias, quiero decir.
—Sí, ¿pero cuántos se irán cuando esto acabe?
—¿Importa?
—No estoy seguro. Las Llanuras Quebradas son ahora de facto una provincia alezi. ¿Cómo será este lugar dentro de cien años? ¿Se convertirán en barrios esos grupos de barracones? ¿Las tiendas del extrarradio serán mercados? ¿La colinas al oeste serán plantaciones? —Sacudió la cabeza—. Parece que las gemas corazón siempre estarán aquí. Y mientras lo estén, estará también la gente.
—Eso es bueno ¿no? Mientras esa gente sea alezi —rio Adolin.
—Tal vez. ¿Y qué sucederá con el valor de las gemas corazón si continuamos capturándolas al ritmo que llevamos?
—Yo…
Era una buena pregunta.
—Me pregunto qué pasará cuando la sustancia más escasa, y sin embargo la más deseable, se vuelva de pronto común. Aquí hay muchos factores en marcha, hijo. Muchas cosas que no hemos considerado. Las gemas corazón, los parshendi, la muerte de Gavilar. Tendrás que estar preparado para reflexionar sobre esas cosas.
—¿Yo? —dijo Adolin—. ¿Qué significa eso?
Dalinar no respondió. En cambio, asintió cuando el comandante del Quinto Batallón se apresuró a salirles al encuentro y saludó. Adolin suspiró y devolvió el saludo. Las Compañías Veintiuno y Veintidós hacían instrucción de orden cerrado, un ejercicio esencial para el desfile, cuyo verdadero valor fuera del ejército apreciaba poca gente. Las compañías Veintitrés y Veinticuatro hacían instrucción de combate, practicando las formaciones y los movimientos empleados en el campo de batalla.
Luchar en las Llanuras Quebradas era muy distinto a la guerra convencional, como bien habían aprendido los alezi tras algunas vergonzantes derrotas al principio. Los parshendi eran bajos, musculosos, y tenían aquella extraña armadura que les crecía en la piel. No los cubría tan plenamente como una coraza, pero era mucho más eficaz que la que tenía la mayoría de los soldados de infantería. Cada parshendi era esencialmente un infante pesado con gran movilidad.
Los parshendi siempre atacaban en parejas, sin una formación de batalla regular. Eso debería haber facilitado su derrota ante cualquier formación disciplinada. Pero las parejas parshendi tenían tanto impulso, y estaban tan bien acorazadas, que podían abrirse paso a través de una muralla de escudos. Además, su facilidad para el salto podía situar de pronto filas enteras de parshendi tras las líneas alezi.