Los Radiantes redujeron el ritmo, pasaron al trote, y luego caminaron. Los soldados que rodeaban a Dalinar permanecían en silencio. Los primeros Radiantes se detuvieron en fila, hasta quedar inmóviles. De repente, otros empezaron a caer del cielo. Golpeaban con el sonido de rocas quebrándose, vaharadas de luz tormentosa brotaban de sus figuras. Todos estos brillaban en azul.
Pronto hubo trescientos Radiantes en el campo. Empezaron a invocar sus espadas. Las armas aparecieron en sus manos, como niebla formándose y condensándose. Se hizo un silencio. Tenían echadas las viseras.
—Si era buena señal que corrieran sin espadas —susurró uno de los hombres junto a Dalinar—, ¿qué significa esto entonces?
Una sospecha nació en Dalinar, el horror de que iba a saber qué estaba a punto de mostrarle esta visión. El explorador, reaccionando por fin, dio media vuelta a su caballo y galopó hacia la fortaleza, gritando que le abrieran la puerta. Como si un poco de madera y piedra fuera protección contra cientos de portadores. Un solo hombre con armadura y hoja era casi un ejército en sí mismo, y eso sin contar los extraños poderes que tenía esa gente.
Los soldados abrieron la puerta para que entrara el explorador. Tras tomar una rápida decisión, Dalinar bajó de un salto y corrió hacia la puerta. Detrás, el oficial que había visto antes se abría paso hacia las troneras.
Dalinar alcanzó la puerta abierta y la cruzó justo después de que el explorador entrara en el patio. Los hombres lo llamaron, aterrados. Pero Dalinar los ignoró y corrió hacia la llanura. La enorme y recta muralla se extendía sobre él, como un camino hacia el sol. Los Radiantes estaban todavía lejos, aunque se habían detenido a una distancia de tiro de flecha. Transfigurado por las hermosas figuras, Dalinar redujo su carrera y luego se detuvo a unos treinta metros de distancia.
Un caballero se adelantó a los demás, su brillante capa de un rico azul. Su espada de ondulante acero tenía intrincados grabados en el centro. La alzó hacia la fortaleza un momento.
Entonces la clavó por la punta en la llanura de piedra. Dalinar parpadeó. El portador se quitó el yelmo, revelando una hermosa cabeza de pelo rubio y piel pálida, clara como la de un hombre de Shinovar. Arrojó el yelmo al suelo junto a su espada. El yelmo rodó levemente mientras el portador cerraba los puños, los brazos a los costados. Abrió las palmas, y los guanteletes cayeron al terreno rocoso.
Dio media vuelta, y su armadura esquirlada cayó de su cuerpo: el peto se soltó, las glebas se desprendieron. Debajo llevaba un arrugado uniforme azul. Se libró de los escarpes y continuó caminando, la armadura y la hoja esquirladas (los tesoros más hermosos que ningún hombre podía poseer) arrojados al suelo y abandonados como basura.
Los demás empezaron a imitarlo. Cientos de hombres y mujeres clavaron sus espadas en la piedra y luego se quitaron las armaduras. El sonido del metal golpeando la piedra parecía el de la lluvia. Y luego el de los truenos.
Dalinar echó a correr. La puerta tras él se abrió y algunos soldados curiosos salieron de la fortaleza. Dalinar alcanzó las espadas esquirladas. Se alzaban de la roca como resplandecientes árboles de plata, un bosque de armas. Brillaban suavemente, de un modo que su propia espada no había brillado nunca, pero cuando corrió entre ellas su brillo empezó a difuminarse.
Una terrible sensación lo asaltó. Una sensación de inmensa tragedia, de dolor y traición. Se detuvo, jadeante, la mano en el pecho. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué era aquella temible sensación, aquel grito que juraba que casi podía oír?
Los Radiantes. Se alejaban de sus armas abandonadas. Todos parecían individuos ahora, cada uno caminando solo a pesar de la multitud. Dalinar corrió tras ellos, tropezando con los petos y partes de armadura abandonados. Finalmente los dejó atrás.
—¡Esperad! —llamó.
Ninguno de ellos se volvió.
Pudo ver ahora a los otros en la distancia. Un grupo de soldados que no llevaban armaduras esquirladas, esperando a que los Radiantes regresaran. ¿Quiénes eran, y por qué no se habían acercado? Dalinar alcanzó a los Radiantes (no caminaban muy rápido) y cogió a uno por el brazo. El hombre se volvió; su piel era bronceada y su cabello oscuro, como un alezi. Sus ojos eran de un azul clarísimo. Un color innatural, de hecho: sus iris eran casi blancos.
—Por favor —dijo Dalinar—. Decidme por qué estáis haciendo esto.
El ex-portador zafó su brazo y continuó alejándose. Dalinar maldijo, y luego echó a correr entre los portadores. Eran de todas las razas y países, de pieles oscuras y claras, algunos con blancas cejas thayleñas, otros con las ondulaciones en la piel de los selay. Caminaban mirando al frente, sin hablar unos con otros, el paso lento pero resuelto.
—¿Me dirá alguien por qué? —gritó Dalinar—. Es esto ¿verdad? El Día de la Traición, el día en que traicionasteis a la humanidad. ¿Pero por qué?
Ninguno de ellos habló. Era como si no existiera.
La gente hablaba de traición, del día en que los Caballeros Radiantes dieron la espalda a sus semejantes los hombres. ¿Contra qué luchaban, y por qué dejaron de hacerlo? «Se mencionaban dos órdenes de caballeros —pensó Dalinar—. Pero había diez órdenes. ¿Qué pasó con las otras ocho?»
Dalinar cayó de rodillas en el mar de solemnes individuos.
—Por favor. Debo saberlo.
Cerca, algunos de los soldados de la fortaleza habían alcanzado las espadas esquirladas…, pero en vez de correr tras los Radiantes, estos hombres tiraban con cautela de las espadas para liberarlas. Unos cuantos oficiales que salieron también de la fortaleza, les ordenaron que las soltaran. Pronto fueron superados por los hombres que empezaron a surgir de las puertas laterales y a correr hacia las armas.
—Son los primeros —dijo una voz.
Dalinar alzó la cabeza para ver que uno de los caballeros se había detenido junto a él. Era el hombre que parecía alezi. Miró por encima del hombro a la muchedumbre que se reunía en torno a las espadas. Los hombres habían empezado a gritarse unos a otros, todos pugnando por hacerse con una hoja antes de que todas fueran reclamadas.
—Son los primeros —dijo el Radiante, volviéndose hacia Dalinar, que reconoció el grave tono de aquella voz. Era la voz que siempre le hablaba en estas visiones—. Fueron los primeros, y también fueron los últimos.
—¿Es este el Día de la Traición? —preguntó Dalinar.
—Estos acontecimientos pasarán a la historia —dijo el Radiante—. Serán tristemente recordados. Tendréis muchos nombres para lo que ha ocurrido aquí.
—¿Pero por qué? —preguntó Dalinar—. Por favor. ¿Por qué abandonaron su deber?
La figura pareció estudiarlo.
—He dicho que no puedo servirte de mucha ayuda. La Noche de las Penas vendrá, y la Auténtica Desolación. La Tormenta Eterna.
—¡Entonces responde a mis preguntas!
—Lee el libro. Únelos.
—¿El libro? ¿
El camino de los reyes
?
La figura dio media vuelta y se apartó de él, reuniéndose con los otros Radiantes mientras cruzaban la llanura de piedra y se dirigían a lugares desconocidos.
Dalinar se volvió hacia la masa de soldados que corrían hacia las espadas. Muchas ya habían sido reclamadas. No había suficientes espadas para todos, y algunos habían empezado a alzar las suyas, usándolas para mantener a raya a aquellos que se acercaban demasiado. Mientras miraba, un vociferante oficial que se había hecho con una espada fue atacado por detrás y muerto por dos hombres.
El brillo del interior de las armas se había desvanecido por completo.
La muerte de aquel oficial envalentonó a los demás. Otras peleas estallaron, y los hombres se dispusieron a atacar a aquellos que se habían apoderado de las espadas, esperando conseguir una. Los ojos empezaron a arder. Gritos, alaridos, muerte. Dalinar miró hasta que se encontró de nuevo en sus aposentos, atado a su sillón. Renarin y Adolin lo observaban desde cerca, tensos.
Dalinar parpadeó y escuchó en el tejado la lluvia de la alta tormenta que pasaba.
—He vuelto —les dijo a sus hijos—. Podéis calmaros.
Adolin lo ayudó a desatar las cuerdas mientras que Renarin se levantaba y le traía una copa de vino naranja.
Cuando Dalinar estuvo libre, Adolin dio un paso atrás. El joven se cruzó de brazos. Renarin volvió, la cara pálida. Parecía estar sufriendo uno de sus episodios de debilidad; de hecho, sus piernas temblaban. En cuanto Dalinar aceptó la copa, el joven se sentó en una silla y apoyó la cabeza en sus manos.
Dalinar bebió el dulce vino. Había visto guerras en sus visiones antes. Había visto muertes y monstruos, conchagrandes y pesadillas. Y sin embargo, por algún motivo, esta lo perturbó más que ninguna. Descubrió que su mano temblaba cuando se llevó la copa a los labios para dar un segundo sorbo.
Adolin seguía mirándolo.
—¿Tan malo es vigilarme? —preguntó Dalinar.
—El galimatías en el que hablas es enervante, padre —dijo Renarin—. Incomprensible, extraño. Torcido, como un edificio de madera que acaba por ceder ante el viento.
—Te agitas —dijo Adolin—. Estuviste a punto de volcar la silla. Tuve que sujetarla hasta que te quedaste quieto.
Dalinar se levantó y suspiró mientras se acercaba para volver a llenar su copa.
—¿Y seguís pensando que no tengo que abdicar?
—Los episodios son controlables —dijo Adolin, aunque parecía preocupado—. Mi argumento no fue nunca que abdicaras. No quería que te basaras en los delirios para decidir el futuro de nuestra casa. Mientras aceptes que lo que ves no es real, podemos seguir adelante. No hay ningún motivo para que renuncies a tu cargo.
Dalinar sirvió el vino. Miró hacia el este, hacia la pared, lejos de Adolin y Renarin.
—No acepto que lo que veo no sea real.
—¿Qué? —dijo Adolin—. Pero creí que te había convencido…
—Acepto que ya no se puede confiar en mí. Y que existe la posibilidad de que esté volviéndome loco. Acepto que me está ocurriendo algo. —Dio media vuelta—. Cuando empecé a tener estas visiones, creí que procedían del Todopoderoso. Me has convencido de que tal vez me apresurara demasiado en mi juicio. No conozco lo suficiente para confiar en ellas. Podría estar loco. O podrían ser sobrenaturales sin tener que ser cosa del Todopoderoso.
—¿Cómo podría ser eso? —dijo Adolin, frunciendo el ceño.
—La Antigua Magia —dijo Renarin en voz baja, todavía sentado.
Dalinar asintió.
—¿Qué? —exclamó Adolin—. La Antigua Magia es un mito.
—Desgraciadamente no lo es —dijo Dalinar antes de dar otro sorbo de fresco vino—. Lo sé con seguridad.
—Padre —dijo Renarin—. Para que la Antigua Magia te haya afectado, tendrías que haber viajado al oeste para buscarla, ¿no?
—Sí —respondió él, avergonzado. El hueco en su memoria donde antes había existido su esposa nunca le había parecido más incuestionable que en este momento. Tendía a ignorarlo, con buenos motivos. Ella se había desvanecido por completo, y a veces le resultaba difícil recordar que había estado casado.
—Estas visiones no concuerdan con lo que tengo entendido de la Vigilante Nocturna —dijo Renarin—. La mayoría considera que es solo una especie de spren poderosa. Cuando la encuentras y te da tu recompensa y tu maldición, se supone que te deja en paz. ¿Cuándo la buscaste?
—Hace ya muchos años —respondió Dalinar.
—Entonces no es probable que esto se deba a su influencia.
—Estoy de acuerdo.
—¿Pero, qué pediste? —preguntó Adolin, frunciendo el ceño.
—Mi maldición y mi don son cosa mía, hijo —dijo Dalinar—. Los detalles no son importantes.
—Pero…
—Estoy de acuerdo con Renarin —dijo Dalinar, interrumpiéndolo—. Esto probablemente no es cosa de la Vigilante Nocturna.
—Muy bien, de acuerdo. ¿Pero, por qué mencionarlo?
—Porque, Adolin —dijo Dalinar, exasperado—, no sé lo que me está pasando. Estas visiones parecen demasiado detalladas para ser producto de mi mente. Pero tus argumentos me hicieron pensar. Podría estar equivocado. O tú podrías estar equivocado, y podría ser el Todopoderoso. No lo sabemos, y por eso es peligroso que yo siga al mando.
—Bueno, lo que dije todavía se mantiene —insistió Adolin, tozudo—. Podemos contenerlo.
—No, no podemos. Que me haya sucedido solo durante las altas tormentas no significa que no, pueda repetirse en otros momentos de tensión. ¿Y si me da un ataque en el campo de batalla?
Era el mismo motivo por el que no dejaban combatir a Renarin.
—Si eso sucede, ya nos encargaremos —dijo Adolin—. Por ahora podríamos ignorar…
Dalinar alzó las manos al cielo.
—¿Ignorar? No puedo ignorar algo así. Las visiones, el libro, las cosas que siento…, están cambiándome de arriba abajo. ¿Cómo puedo gobernar si no sigo mi consciencia? Si continúo como alto príncipe, pondré en duda todas mis decisiones. O decido confiar en mí mismo, o me retiro. No tengo estómago para hacer algo intermedio.
Los tres quedaron en silencio.
—¿Entonces qué hacemos? —dijo Adolin.
—Tomamos la decisión —respondió Dalinar—. Tomo la decisión.
—Retirarse o seguir haciendo caso a los delirios —escupió Adolin—. Sea como sea, dejamos que nos gobiernen.
—¿Y tienes una opción mejor? —preguntó Dalinar—. Eres rápido a la hora de quejarte, Adolin, lo que parece ser una costumbre tuya. Pero no veo que ofrezcas una alternativa legítima.
—Te he dado una. ¡Ignora las visiones y sigue adelante!
—¡He dicho una opción legítima!
Padre e hijo se miraron el uno al otro. Dalinar luchó por controlar su ira. En muchos aspectos, Adolin y él eran demasiado parecidos. Se comprendían, y eso les permitía hurgar donde dolía.
—Bueno —dijo Renarin—, ¿y si demostráramos la verdad o mentira de las visiones?
Dalinar lo miró.
—¿Qué?
—Dices que los sueños son detallados —contestó Renarin, inclinándose hacia delante, las manos unidas—. ¿Qué ves exactamente?
Dalinar vaciló, luego apuró el resto de su vino. Por una vez deseó tener embriagador vino violeta en vez de naranja.
—Las visiones son a menudo sobre los Caballeros Radiantes. Al final de cada ataque, alguien (creo que uno de los Heraldos) viene a mí y me ordena que me una a los altos príncipes de Alezkar.
La habitación quedó en silencio. Adolin parecía perturbado, Renarin tan solo siguió callado.