—Vamos —dijo, volviéndose y bajando la península.
Ella echó a volar y se convirtió en un lazo de luz que flotaba perezosamente en el aire junto a su cabeza. Pronto llegaron al lugar bajo el risco que conducía a los campamentos. Kaladin se volvió hacia el norte, hacia el campamento de Sadeas. Los cremlinos se habían retirado a sus grietas y madrigueras, pero muchas de las plantas todavía continuaban dejando que sus hojas flotaran con el frío viento. Cuando pasó, la hierba se retiró, como la piel de alguna negra bestia de la noche, iluminada por Salas.
«Qué responsabilidad estás evitando…»
No estaba evitando ninguna responsabilidad. ¡Aceptaba demasiada! Lirin lo decía constantemente, y lo castigaba por sentirse culpable por las muertes que no podía impedir.
Aunque había una cosa a la que se aferraba. Una excusa, tal vez, como el emperador muerto. Era el alma del despojo. La apatía. La creencia de que nada era culpa suya, la creencia de que no podía cambiar nada. Si un hombre estaba maldito, o si creía que no tenía que preocuparse, entonces no tenía que sentirse dolorido cuando fracasaba. Esos fracasos no podían impedirse. Alguien o algo los había ordenado.
—Si no estoy maldito —dijo en voz baja—, ¿entonces por qué vivo cuando los demás mueren?
—Por nosotros dos —respondió Syl—. Por este lazo. Te hace más fuerte, Kaladin.
—¿Entonces por qué no puede hacerme lo bastante fuerte para ayudar a los demás?
—No lo sé. Tal vez pueda.
«Si me libro de esto, volveré a ser normal. ¿Pero para qué? ¿Para que pueda morir con los otros?»
Continuó caminando en la oscuridad, pasando bajo luces que creaban vagas y débiles sombras en las piedras de delante. Los tentáculos de los dedosdemusgo, en manojillos. Sus sombras parecían brazos.
Pensaba a menudo en salvar a los hombres del puente. Y sin embargo, al reflexionar sobre ello, se dio cuenta de que a menudo pensaba en salvarlos en términos de salvarse a sí mismo. Se decía que no quería dejarlos morir porque sabía qué le sucedería si lo hacían. Cuando perdía hombres, el despojo amenazaba con hacerse con el mando debido a lo mucho que Kaladin odiaba fracasar.
¿Era eso? ¿Era eso por lo que buscaba motivos por los que podría estar maldito? ¿Para justificar su fracaso? Kaladin empezó a caminar más rápidamente.
Estaba haciendo algo bueno al ayudar a los hombres del puente, pero también estaba haciendo algo egoísta. Los poderes lo habían trastornado por la responsabilidad que representaban.
Inició un pequeño trote. Poco después, estaba corriendo.
Pero si no era cosa de él, si no estaba ayudando a los hombres del puente porque odiaba el fracaso, o porque temía el dolor de verlos morir, entonces era cosa de ellos. De las afables pullas de Roca, la intensidad de Moash, de la severidad de Teft o la silenciosa dependencia de Peet. ¿Qué haría para defenderlos? ¿Renunciar a sus ilusiones? ¿A sus pretextos?
¿Aprovechar las oportunidades que pudiera, no importaba cómo lo cambiaran? ¿No importaba cómo lo trastornaran, o las cargas que representaban?
Subió corriendo la cuesta hasta el aserradero.
El Puente Cuatro estaba disfrutando de su guiso nocturno, entre charlas y risas. Los casi veinte hombres heridos de las otras cuadrillas comían agradecidos. Era gratificante lo rápido que habían perdido sus expresiones vacías y habían empezado a reír con los otros hombres.
El olor del aromático guiso del comecuernos flotaba en el aire. Kaladin redujo su carrera y se detuvo junto a los hombres. Varios parecieron preocuparse al verle, sudoroso y jadeante. Syl se posó en su hombro.
Kaladin buscó a Teft. Estaba sentado solo bajo los aleros del barracón, contemplando la roca que tenía delante. No había reparado en Kaladin todavía. Kaladin indicó a los demás que continuaran y se acercó a Teft. Se agachó junto al hombre.
Teft alzó la cabeza, sorprendido.
—¿Kaladin?
—¿Qué sabes? —preguntó Kaladin en voz baja—. ¿Y cómo lo sabes?
—Yo… —contestó Teft—. Cuando era joven, mi familia pertenecía a una secta que esperaba el regreso de los Radiantes. Lo dejé cuando era solo un chaval. Me pareció una tontería.
Se estaba guardando cosas. Kaladin lo notaba en la vacilación de su voz.
«Responsabilidad.»
—¿Cuánto sabes de lo que puedo hacer?
—No mucho. Solo leyendas e historias. Nadie sabe realmente lo que podían hacer los Radiantes, muchacho.
Kaladin lo miró a los ojos y luego sonrió.
—Bueno, vamos a averiguarlo.
«Re-Shephir, la Madre Medianoche, dando a luz abominaciones con su esencia tan oscura, tan terrible, tan consumidora. ¡Está aquí! ¡Me ve morir! »
Fechado Shashabev, 1173, ocho segundos antes de la muerte. Sujeto: un estibador ojos oscuros de unos cuarenta años, padre de tres hijos.
—Me repugna horriblemente estar equivocado.
Adolin se reclinó en su asiento, una mano apoyada ociosamente en la mesa de superficie de cristal, la otra agitando el vino de su copa. Vino amarillo. No estaba de servicio hoy, así que podía descuidarse un poquito.
El viento le agitaba el pelo. Estaba sentado con un grupo de jóvenes ojos claros en las mesas de fuera de una taberna del Mercado Exterior, un grupo de edificios que habían ido creciendo cerca del palacio del rey, fuera de los campamentos. Una variopinta mezcla de gente pasaba por la calle bajo su terraza.
—Yo diría que todo el mundo comparte tu repulsa, Adolin —dijo Jakamav, apoyando los dos codos sobre la mesa. Era un hombre recio, un ojos claros del tercer dahn del campamento del alto príncipe Roion—. ¿A quién le gusta estar equivocado?
—Conozco a bastante gente que lo prefiere —dijo Adolin, pensativo—. Naturalmente, no lo admiten. ¿Pero qué otra cosa puede uno deducir de la frecuencia de sus errores?
Inkima, la acompañante de Jakamav de esta tarde, dejó escapar una risa camarina. Era regordeta con ojos amarillo claro y se teñía el pelo de negro. Llevaba un vestido rojo. El color no le sentaba bien.
Danlan estaba también allí, naturalmente. Sentada junto a Adolin, mantenía la debida distancia, aunque de vez en cuando le tocaba el brazo con la mano libre. Su vino era violeta. Le gustaba el vino, aunque parecía combinarlo con los colores de sus vestidos. Una tendencia curiosa. Adolin sonrió. Parecía enormemente atractiva, con aquel largo cuello y su hermosa constitución, envuelta en un bello vestido. No se teñía el pelo, aunque era casi todo castaño. No había nada malo con el pelo claro. De hecho, ¿por qué les gustaba tanto a todos el pelo oscuro, cuando los ojos claros eran el ideal?
«Basta —se dijo Adolin—. Acabarás tan meditabundo como padre.»
Los otros dos, Toral y su acompañante, Eshava, eran ojos claros del campamento del alto príncipe Aladar. La casa Kholin estaba ahora mismo en desgracia, pero Adolin tenía amigos o conocidos en casi todos los campamentos.
—Los errores pueden ser divertidos —dijo Toral—. Hacen que la vida sea interesante. Si tuviéramos la razón todo el tiempo, ¿dónde nos llevaría eso?
—Querido —dijo su acompañante—, ¿no me dijiste una vez que casi siempre tenías razón?
—Sí —dijo Toral—. Y si todo el mundo fuera como yo ¿a costa de quién me divertiría? Temería que la competencia de los demás me volviera mundano.
Adolin sonrió y tomó un sorbo de vino. Tenía un duelo formal en el coso hoy, y había descubierto que una copa de amarillo antes le ayudaba a relajarse.
—Bueno, no tendrías que preocuparte de que yo tenga razón demasiado a menudo, Toral. Estaba seguro de que Sadeas iba a actuar contra mi padre. No tiene sentido. ¿Por qué no lo hizo?
—¿Como maniobra, tal vez? —dijo Toral. Era un tipo agudo, conocido por su gusto refinado. Adolin siempre quería tenerlo cerca cuando probaba vinos—. Quiere parecer fuerte.
—Ya era fuerte. No gana nada no actuando contra nosotros.
—Bueno —dijo Danlan, la voz suave y con cierto tono apasionado—, sé que soy nueva en los campamentos, y mi valoración reflejará mi ignorancia, pero…
—Siempre dices lo mismo ¿sabes? —dijo Adolin, abstraído. Le gustaba bastante su voz.
—¿Siempre digo qué?
—Que eres ignorante. Sin embargo, eres cualquier cosa menos eso. Eres una de las mujeres más inteligentes que he conocido.
Ella vaciló, y durante un momento pareció extrañamente molesta. Entonces sonrió.
—No deberías decir esas cosas, Adolin, cuando una mujer intenta mostrar humildad.
—Oh, cierto. Humildad. Había olvidado que existía.
—¿Demasiado tiempo con los ojos claros de Sadeas? —dijo Jakamav, provocando otra risa cantarina en Inkima.
—Lo siento —dijo Adolin—. Por favor, continúa.
—Estaba diciendo que dudo que Sadeas deseara comenzar una guerra —dijo Danlan—. Actuar contra tu padre de una forma tan obvia habría provocado eso, ¿no?
—Indudablemente —respondió Adolin.
—Entonces tal vez se contuvo por eso.
—No sé —dijo Toral—. Podría haber avergonzado a tu familia sin atacaros: podría haber dado a entender, por ejemplo, que habéis sido negligentes y necios al no proteger al rey, pero que no estabais detrás del intento de asesinato.
Adolin asintió.
—Eso podría haber iniciado también una guerra —dijo Danlan.
—Tal vez —repuso Toral—. Pero tienes que admitir, Adolin, que la reputación del Aguijón Negro es un poco menos que…, impresionante…, últimamente.
—¿Y qué significa eso? —replicó Adolin.
—Oh, Adolin —dijo Toral, agitando una mano y alzando la copa para pedir más vino—. No seas perezoso. Sabes a qué me refiero, y también sabes que con ello no pretendo insultar a nadie. ¿Dónde está esa sirvienta?
—Cabría pensar —añadió Jakamav— que, después de seis años aquí, podríamos tener una taberna decente.
Inkima se rio también con eso. Estaba empezando a hacerse muy molesta.
—La reputación de mi padre es sólida —dijo Adolin—. ¿O no habéis prestado atención a nuestras victorias últimamente?
—Conseguidas con la ayuda de Sadeas —dijo Jakamav.
—Conseguidas de todas formas —insistió Adolin—. En los últimos meses, mi padre ha salvado no solo la vida de Sadeas, sino la del mismísimo rey. Lucha con valentía. Sin duda podréis ver que los antiguos rumores sobre él eran absolutamente infundados.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Toral—. No hace falta molestarse, Adolin. Todos estamos de acuerdo en que tu padre es un hombre maravilloso. Pero eras tú quien te quejabas ante nosotros y querías que cambiara.
Adolin estudió su vino. Los otros dos hombres a la mesa llevaban el tipo de atuendo que su padre desaprobaba. Chaquetas cortas y pintorescas camisas de seda. Toral llevaba un pañuelo amarillo de seda al cuello y otro alrededor de la muñeca derecha. Bastante a la moda, y parecía mucho más cómodo que el uniforme de Adolin. Dalinar habría dicho que la ropa parecía tonta, pero la moda a veces era tonta. Atrevida, diferente. Había algo revitalizante en vestirse de un modo que interesara a los demás, en moverse con las oleadas del estilo. Antaño, antes de unirse a su padre en la guerra, a Adolin le encantaba diseñar un aspecto que fuera parejo a cada día. Ahora solo tenía dos opciones: uniforme de verano o uniforme de invierno.
La doncella llegó por fin trayendo dos jarras de vino, uno amarillo y otro azul oscuro. Inkima soltó una risita cuando Jakamav se inclinó hacia delante y le susurró algo al oído.
Adolin alzó una mano para impedirle a la doncella que llenara su copa.
—No estoy seguro de que quiera ver cambiar a mi padre. Ya no.
Toral frunció el ceño.
—La semana pasada…
—Lo sé. Eso fue antes de verlo rescatar a Sadeas. Siempre que empiezo a olvidar lo sorprendente que es mi padre, hace algo para recordarme que soy uno de los diez locos. Sucedió también cuando Elhokar estuvo en peligro. Es como…, como si mi padre actuara solo cuando realmente se preocupa por algo.
—¿Estás dando a entender que realmente no le importa la guerra, Adolin, querido? —dijo Danlan.
—No. Solo que las vidas de Elhokar y Sadeas pueden ser más importantes que matar parshendi.
Los demás lo aceptaron como explicación y pasaron a otros temas. Pero Adolin siguió dándole vueltas a la idea. Se sentía inquieto últimamente. Estar equivocado respecto a Sadeas era una causa: la posibilidad de que fuera posible demostrar que las visiones eran verdaderas o falsas, otra.
Adolin se sentía atrapado. Había presionado a su padre para que dudara de su propia cordura, y ahora, según había establecido su última conversación, prácticamente había accedido a aceptar la decisión de Dalinar de retirarse si las visiones resultaban falsas.
«Todo el mundo odia estar equivocado —pensó Adolin—, pero mi padre lo prefiere si es lo mejor para Alezkar.» Adolin dudaba que muchos ojos claros prefirieran que se demostrase que estaban locos antes que en posesión de la verdad.
—Tal vez —estaba diciendo Eshava—. Pero eso no cambia todas sus necias restricciones. Me gustaría que se retirara.
Adolin se sobresaltó.
—¿Qué? ¿Qué decías?
Eshava lo miró.
—Nada. Solo comprobaba si estabas atendiendo a la conversación, Adolin.
—No —insistió Adolin—. Dime de qué estabas hablando.
Ella se encogió de hombros y miró a Toral, que se inclinó hacia delante.
—No creas que los campamentos ignoran lo que le pasa a tu padre durante las altas tormentas, Adolin. Se dice que debería abdicar por eso.