Kaladin se frotó la sien.
—Todavía tengo algunos extraños escrúpulos respecto a cobrar por los cuidados médicos. Es debido a mi padre.
—Parece un hombre muy generoso.
—Para lo que le sirvió.
Naturalmente, en cierto modo, Kaladin era igual. Durante sus primeros días como esclavo, habría dado cualquier cosa por caminar sin ser supervisado como ahora. El perímetro del ejército estaba protegido, pero si podía conseguir los matopomos, probablemente encontraría un modo de escabullirse.
Con aquel marco de zafiro, incluso tenía dinero que lo ayudase. Sí, tenía la marca de esclavo, pero un rápido aunque doloroso trabajo con un cuchillo podría convertirla en una «cicatriz de batalla.» Sabía hablar y luchar como un soldado, así que sería plausible. Lo tomarían por desertor, pero podría vivir con ello.
Ese había sido su plan durante la mayor parte de sus últimos meses como esclavo, pero nunca había tenido los medios. Hacía falta dinero para viajar, para llegar lo bastante lejos de la zona por donde circularía su descripción. Dinero para encontrar alojamiento en una zona perdida de la ciudad, un lugar donde nadie preguntara, mientras se curaba de su herida autoinfligida.
Además, estaban los otros. Así que se había quedado, intentando conseguir tantos como pudiera. Fracasando siempre. Y lo estaba haciendo de nuevo.
—¿Kaladin? —preguntó Syl desde su hombro—. Se te ve muy serio. ¿En qué estás pensando?
—Me pregunto si debería huir. Escapar de este campamento maldito por las tormentas y buscarme una nueva vida. —Syl guardó silencio—. La vida es difícil aquí —dijo finalmente—. No sé si te lo podría reprochar nadie.
«Roca lo haría —pensó él—. Y Teft.» Habían trabajado por aquella savia de matopomo. No sabían lo que valía: pensaban que era solo para curar a los enfermos. Si escapaba, los traicionaría. Estaría abandonando a los hombres del puente.
«Olvídalos, idiota —se dijo—. No salvarás a estos hombres. Igual que no salvaste a Tien. Deberías huir.»
—¿Y entonces qué? —susurró.
Syl se volvió hacia él.
—¿Qué?
Si escapaba, ¿de qué le serviría? ¿Una vida trabajando por chips en los barrios bajos de alguna ciudad putrefacta? No.
No podía dejarlos. Igual que nunca había podido dejar a nadie que lo necesitara. Tenía que protegerlos. Era preciso.
Por Tien. Y por su propia cordura.
—Servicio en el abismo —dijo Gaz, escupiendo a un lado. La saliva estaba teñida de negro por la planta yamma que masticaba.
—¿Qué? —Kaladin había regresado de vender la savia para descubrir que Gaz había cambiado el plan de trabajo del Puente Cuatro. No tenían que hacer hoy ninguna carrera: la del día anterior los eximía de ello. De hecho, se suponía que tendrían que asignarlos a la forja de Sadeas para ayudar a cargar lingotes y otros suministros.
Parecía un trabajo duro, pero era de los más fáciles para los hombres de los puentes. Los herreros consideraban que no necesitaban ayuda. Eso, o presumían que los torpes hombres de los puentes podían interponerse en su trabajo. Cuando hacías servicio en la forja, solo trabajabas unas pocas horas en el turno y podías pasarte el resto descansando.
Gaz miró a Kaladin.
—Verás, me hiciste pensar el otro día. A nadie le importa si el Puente Cuatro recibe trabajos injustos. Todo el mundo odia el servicio en el abismo. Pensé que no te importaría.
—¿Cuánto te pagaron? —preguntó Kaladin, dando un paso adelante.
—Márchate, por la tormenta —dijo Gaz, escupiendo de nuevo—. Los demás no te aprecian. A tu cuadrilla le vendrá bien que se les vea pagando por lo que hiciste.
—¿Sobrevivir?
Gaz se encogió de hombros.
—Todo el mundo sabe que rompiste las reglas al traer de vuelta a esos hombres. ¡Si los demás hicieran lo que tú hiciste, tendríamos todos los barracones llenos de moribundos antes de que pasara la parte a barlovento de un mes!
—Son personas, Gaz. Si no «llenamos los barracones» de heridos, es porque los dejamos que se mueran allí.
—Se morirán aquí de todas formas.
—Ya veremos.
Gaz lo miró, entornando los ojos. Parecía sospechar que Kaladin lo había engañado de algún modo para que lo enviara a recoger piedras. Antes, Gaz había bajado al abismo, probablemente tratando de dilucidar qué habían estado haciendo Kaladin y los demás.
«Condenación», pensó Kaladiq. Creía que tenía a Gaz lo suficientemente acorralado para que no se saliera de la fila.
—Iremos —replicó, dándose media vuelta—. Pero no me llevaré la culpa de esto ante mis hombres. Sabrán que es cosa tuya.
—Bien —le espetó Gaz. Y entonces añadió para sí—: Tal vez tengamos suerte y un abismoide os devore a todos.
Servicio en el abismo. La mayoría de los hombres de los puentes preferían pasarse el día acarreando piedras ante que ser asignados a los abismos.
Con una antorcha de aceite sin encender atada a la espalda, Kaladin bajó por la precaria escala de cuerda. El abismo era poco profundo aquí, solo unos quince metros, pero fue suficiente para transportarlo a un mundo diferente. Un mundo donde la única luz natural procedía de la alta grieta en el cielo. Un mundo que permanecía húmedo incluso en los días más calurosos, un paisaje ahogado de moho, hongos y recias plantas que sobrevivían incluso con la tenue luz.
Los abismos eran más anchos en el fondo, quizá como resultado de las altas tormentas, que causaban enormes inundaciones que los recorrían de un lado a otro: quedar atrapado en un abismo durante una alta tormenta era la muerte segura. Un sedimento de crem endurecido suavizaba el suelo, aunque se alzaba y caía con la diversa erosión de la roca que había debajo. En unos cuantos lugares, la distancia del fondo del abismo al borde superior de la meseta era solo de unos doce metros. Sin embargo, en la mayoría, superaba los treinta.
Kaladin saltó de la escala, cayó a unos cuantos pasos de distancia y aterrizó en un charco de agua de lluvia. Tras encender la antorcha, la alzó y contempló la oscura grieta. Las paredes estaban resbaladizas por el oscuro verdín que las cubría, y varias finas enredaderas que no reconoció caían de los salientes intermedios. Trozos de hueso, madera y ropa rasgada yacían esparcidos o enganchados en las hendiduras.
Alguien salpicó agua al aterrizar a su lado. Teft maldijo y se miró las piernas empapadas mientras salía del gran charco.
—Las tormentas se lleven a ese cremlino de Gaz —murmuró el viejo—. Enviarnos aquí abajo cuando no es nuestro turno. Le sacaré los ojos por esto.
—Seguro que te tiene miedo —dijo Roca, saltando de la escala y cayendo sobre un punto seco—. Probablemente está en el campamento llorando de pánico.
—A la tormenta contigo —dijo Teft, sacudiendo la pierna izquierda para librarse del agua. Los dos llevaban antorchas preparadas. Kaladin había encendido la suya con yesca y pedernal, pero los otros no lo hicieron. Tenían que racionarlas.
Los demás hombres del Puente Cuatro empezaron a reunirse cerca del pie de la escalera. Permanecieron juntos. Uno de cada cuatro encendió su antorcha, pero la luz no pareció atravesar la penumbra: tan solo permitía a Kaladin ver algo más del innatural paisaje. Extraños hongos tubulares crecían en las grietas. Eran de un amarillo pálido, como la piel de un niño con ictericia. Los cremlinos se apartaron corriendo de la luz, crustáceos diminutos de un color rojizo transparente. Cuando uno pasó por la pared, Kaladin advirtió que podía verle los órganos internos a través del caparazón.
La luz reveló también una figura rota y retorcida en la base de la pared del abismo, a unos pocos metros de distancia. Kaladin levantó la antorcha y se acercó. Ya empezaba a apestar. Alzó una mano y se cubrió inconscientemente la boca y la nariz al arrodillarse.
Era un hombre de los puentes, o lo había sido. Perteneciente a una de las otras cuadrillas. Era reciente. Si llevara aquí más días, la alta tormenta lo habría arrastrado a algún lugar lejano. El Puente Cuatro se congregó detrás de Kaladin, mirando en silencio al hombre que había decidido arrojarse al abismo.
—Tal vez algún día encuentres un puesto de honor en los Salones Tranquilos, hermano caído —dijo Kaladin, y su voz resonó—. Ojalá nosotros encontremos un final mejor que el tuyo.
Se levantó, alzando la antorcha, y dejó atrás al muerto. Su cuadrilla lo siguió, nerviosa.
Kaladin había comprendido rápidamente las tácticas básicas de la lucha en las Llanuras Quebradas. Había que avanzar con tesón, presionando al enemigo hacia el borde de la meseta. Por eso las batallas a menudo se volvían sangrientas para los alezi, que solían llegar después de los parshendi.
Los alezi tenían puentes, mientras que esos extraños parshmenios del este podían saltar la mayoría de los abismos después de echar a correr. Pero ambos tenían problemas cuando se veían obligados a dirigirse a los precipicios, y eso generalmente causaba que los soldados perdieran pie y cayeran al vacío. Las cifras eran lo suficientemente significativas para que los alezi quisieran recuperar el equipo perdido. Y por eso los hombres de los puentes eran enviados a cumplir servicios en los abismos. Era como robar en tumbas, pero sin tumbas.
Llevaban sacos, y se pasarían horas caminando de un lado a otro, buscando los cadáveres de los caídos, cualquier cosa de valor. Esferas, petos, cascos, armas. Algunos días, cuando alguna carrera en la meseta era aún reciente, podían tratar de llegar al punto donde había tenido lugar y saquear los cadáveres. Pero las altas tormentas a menudo hacían que fuera inútil. Esperaban unos cuantos días, y los cadáveres aparecían en cualquier otro punto.
Por lo demás, los abismos eran un laberinto asombroso, y llegar a una meseta en disputa y regresar después con tiempo razonable era casi imposible. Lo aconsejable era esperar a que una alta tormenta empujara los cuerpos hacia el lado alezi de las Llanuras (las altas tormentas siempre iban de este a oeste, después de todo), y luego enviar a los hombres de los puentes a buscarlos.
Eso significaba deambular un montón de tiempo. Pero a lo largo de los años habían caído tantos cuerpos que no era difícil encontrar donde cosecharlos. La cuadrilla debía llevar un número concreto de elementos recuperados o enfrentarse a un recorte de la paga durante la semana; la cuota no era onerosa. Lo suficiente para mantenerlos trabajando, pero no para obligarlos a esforzarse más allá de lo posible. Como la mayor parte del trabajo de los hombres de los puentes, esto tenía como misión mantenerlos ocupados más que otra cosa.
Mientras recorrían el primer abismo, algunos de sus hombres sacaron sus sacos y fueron recogiendo algunas cosas al paso. Un casco aquí, un escudo allá. Estaban atentos por si había esferas. Encontrar una esfera valiosa allí caída se traduciría en una pequeña recompensa para toda la cuadrilla. No se les permitía traer sus propias esferas o posesiones al abismo, naturalmente. Y al salir los registraban a conciencia. La humillación de ese registro (que incluía cualquier lugar donde pudiera ocultarse una esfera) era parte del motivo por el que el servicio en el abismo era tan odiado.
Pero solo parte. Mientras caminaban, el suelo del abismo se amplió hasta unos cinco metros. Aquí había marcas en las paredes, tajos donde el moho había sido rascado, la piedra misma horadada. Los hombres del puente trataron de no mirar esas marcas. De vez en cuando, los abismoides recorrían estos caminos, buscando carroña o una meseta adecuada donde pupar. Encontrar uno de ellos era inusitado, pero posible.
—Kelek, odio este lugar —dijo Teft, que caminaba junto a Kaladin—. He oído decir que una vez una cuadrilla entera fue devorada por un abismoide, uno a uno, después de que los acorralara en un callejón sin salida. Se quedó allí sentado, escogiéndolos mientras intentaban escapar.
Roca se echó a reír.
—Si se los comió a todos, ¿quién regresó para contarlo?
Teft se frotó la barbilla.
—No lo sé. Tal vez no regresaron nunca.
—Entonces tal vez huyeron. Desertando.
—No —repuso Teft—. No se puede salir de estos abismos sin una escala.
Miró hacia arriba, hacia el estrecho hueco azul a veinte metros de distancia que seguía la curva de la meseta.
Kaladin alzó también la mirada. Aquel cielo azul parecía tan lejano… Inalcanzable. Como la luz de los mismísimos Salones. Y aunque se pudiera escalar por una de las zonas menos profundas, quedarías atrapado en las Llanuras sin ningún medio para cruzar los abismos, o estarías tan cerca del lado alezi que los exploradores podrían localizarte cruzando los puentes permanentes. Podías intentar dirigirte hacia el este, hacia el lugar donde las mesetas estaban tan gastadas que eran solo agujas. Pero serían semanas de caminata y habría que sobrevivir a múltiples tormentas.
—¿Has estado alguna vez en un cañón cuando llegan las lluvias, Roca? —preguntó Teft, pensando quizás en lo mismo.
—No —respondió Roca—. En los Picos no tenemos estas cosas. Solo existen donde deciden vivir los necios.
—Tú vives aquí, Roca —advirtió Kaladin.
—Y soy un necio —replicó el gran comecuernos, riendo—. ¿No te habías dado cuenta?
Los dos últimos días lo habían cambiado mucho. Era más afable, como si hubiera regresado en cierto modo a lo que Kaladin asumía que era su personalidad normal.
—Estaba hablando de los cañones —dijo Teft—. ¿Imaginas lo que sucederá si nos quedamos aquí atrapados durante una alta tormenta?
—Muchísima agua, supongo.
—Muchísima agua, buscando ir a todas partes que pueda. Forma olas enormes y choca contra estos estrechos espacios con fuerza suficiente para derribar peñascos. De hecho, la lluvia corriente parecerá una alta tormenta aquí abajo. Y una alta tormenta…, bueno, este sería probablemente el peor sitio de todo Roshar para estar cuando llegue una.
Roca frunció el ceño ante la idea y miró hacia arriba.
—Mejor que no nos capture la tormenta, entonces.
—Sí —dijo Teft.
—Aunque así te darías un baño, Teft —añadió Roca—, que buena falta te hace.
—Eh —gruñó el viejo—. ¿Eso es un comentario sobre cómo huelo? —No, es un comentario sobre lo que yo tengo que oler. ¡A veces pienso que una flecha parshendi en el ojo sería mejor que oler a toda la cuadrilla del puente encerrada en el barracón por las noches! Teft se echó a reír.
—Me ofendería si no fuera cierto —olisqueó el aire húmedo y mohoso del abismo—. Este sitio no es mucho mejor. Aquí abajo huele peor que las botas de un comecuernos en invierno —vaciló—. Eh, no es por ofender. Lo digo personalmente.