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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (139 page)

BOOK: El camino de los reyes
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—Sería una tontería —contestó Adolin con firmeza—. Considerando cuánto éxito está demostrando en combate.

—Retirarse sería exagerado —coincidió Danlan—. Pero, Adolin, me gustaría que pudieras hacer que tu padre relajara todas esas necias restricciones a las que está sometido nuestro campamento. Los otros hombres de Kholin y tú podríais volver a departir en sociedad.

—Lo he intentado —contestó él, comprobando la posición del sol—. Creedme. Y, por desgracia, tengo que preparar un duelo. Si me disculpáis.

—¿Alguno de los aduladores de Sadeas? —preguntó Jakamav.

—No —respondió Danlan, sonriendo—. Es el brillante señor Resi. Ha habido algunas provocaciones verbales por parte de Thanadal, y esto podría servir para cerrarle la boca. —Miró a Adolin afectuosamente—. Te veré allí.

—Gracias —dijo él, incorporándose y abotonándose la guerrera. Besó la mano libre de Danlan, se despidió de los demás y salió a la calle.

«Ha sido una brusca partida por mi parte —pensó—. ¿Se darán cuenta de cómo me incomodó la conversación?» Probablemente no. No lo conocían tanto como Renarin. A Adolin le gustaba tratar con mucha gente, pero no intimaba con nadie. Ni siquiera conocía a Danlan todavía. Pero se proponía hacer duradera su relación con ella. Estaba cansado de que Renarin se burlara de él por cambiar continuamente de pareja. Danlan era muy bonita: parecía que el cortejo podría funcionar.

Recorrió el Mercado Exterior, abrumado por las palabras de Toral. Adolin no quería convertirse en alto príncipe. No estaba preparado. Le gustaba librar duelos y charlas con sus conocidos. Liderar al ejército era una cosa, pero como alto príncipe tendría que pensar en otras, como el futuro de la guerra en las Llanuras Quebradas, o proteger y aconsejar al rey.

«Ese no tendría que ser nuestro problema», pensó. Pero era lo que decía siempre su padre. Si no lo hacían ellos ¿quién lo haría?

El Mercado Exterior estaba mucho más desorganizado que los mercados del campamento de Dalinar. Aquí, los destartalados edificios, construidos principalmente con bloques de piedra traídos de canteras cercanas, habían ido creciendo sin un plan específico. Gran número de mercaderes eran thayleños, con sus típicas gorras, chalecos y largas cejas ondulantes.

El concurrido mercado era uno de los pocos lugares donde se mezclaban los soldados de los diez campamentos. De hecho, esa era una de las funciones principales del lugar: era un territorio neutral donde hombres y mujeres de campamentos diferentes podían encontrarse. También proporcionaba un mercado que no estaba estrictamente regulado, aunque Dalinar había intervenido para introducir algunas normas cuando el mercado empezaba a mostrar signos de ingobernabilidad.

Adolin saludó a un grupo de soldados kholin de azul con los que se cruzó. Estaban de patrulla, las alabardas al hombro, los yelmos brillantes. Las tropas de Dalinar patrullaban por el lugar, y sus escribas lo controlaban. Todo por cuenta propia.

A su padre no le gustaba el trazado del Mercado Exterior, ni su falta de murallas. Decía que un ataque podría ser catastrófico, que violaba el espíritu de los Códigos. Pero habían pasado años desde la última vez que los parshendi hicieron una incursión en el lado alezi de las Llanuras. Y si decidían atacar los campamentos, los exploradores y guardias darían la voz de alarma.

¿Entonces para qué servían los Códigos? El padre de Adolin se comportaba como si fueran de importancia vital. Ir siempre de uniforme, estar siempre armado, siempre sobrio y vigilante ante la amenaza de ataques. Pero no había ninguna amenaza de ataques.

Mientras caminaba por el mercado, Adolin miró (realmente miró) por primera vez y trató de ver qué era lo que su padre estaba haciendo.

Podía detectar fácilmente a los oficiales de Dalinar. Llevaban sus uniformes conforme a lo ordenado. Guerreras azules y pantalones con botones plateados, nudos en los hombros para indicar el rango. Los oficiales que no pertenecían al campamento de Dalinar llevaban todo tipo de ropa. Era difícil distinguirlos de los mercaderes y otros civiles adinerados.

«Pero eso no importa —se dijo de nuevo Adolin—. Porque no vamos a ser atacados.»

Frunció el ceño al pasar ante un grupo de ojos claros que retozaban delante de otra taberna, igual que él acababa de hacer. Sus ropas (de hecho, sus posturas y modales) daban la apariencia de que solo les preocupaba divertirse. Adolin se sintió molesto. Estaban en guerra. Casi a diario, morían soldados. Lo hacían mientras los ojos claros bebían y charlaban.

Tal vez los Códigos no existían para protegerse de los parshendi. Tal vez servían para algo más: para proporcionar comandantes respetables en quienes los hombres pudieran confiar. Para tratar a la guerra con la gravedad que se merecía. Tal vez para no convertir una zona de guerra en una feria. Los plebeyos tenían que permanecer en guardia, vigilantes. Por tanto, Adolin y Dalinar hacían lo mismo.

Se detuvo en la calle. Nadie 1© maldijo ni le gritó que se apartara: podían ver su rango. Tan solo lo rodearon.

«Creo que ahora comprendo», pensó. ¿Por qué había tardado tanto en hacerlo?

Preocupado, avivó el paso para dirigirse al combate del día.

—«Fui caminando desde Abamabar hasta Uriziru —dijo Dalinar, citando de memoria—. En esto, metáfora y experiencia son una, inseparables para mí como mi mente y mi memoria. Una contiene a la otra, y aunque puedo explicar una, la otra es solo para mí.»

Sadeas, sentado a su lado, alzó una ceja. Elhokar estaba sentado al otro lado de Dalinar, ataviado con su armadura esquirlada. Cada vez la usaba más y más, convencido de que los asesinos ansiaban quitarle la vida. Juntos veían a los hombres combatir en duelos abajo, en el fondo de un pequeño cráter que Elhokar había nombrado zona de duelos de los campamentos. Los rincones rocosos que rodeaban el interior de la pared de tres metros de altura componían unas excelentes plataformas en las que sentarse.

El duelo de Adolin no había empezado todavía, y los hombres que luchaban ahora eran ojos claros, pero no portadores de esquirlada. Sus espadas romas estaban recubiertas de una sustancia blanca, como tiza. Cuando uno lograba alcanzar la armadura acolchada del otro, dejaba una marca visible.

—Espera un momento —le dijo Sadeas—. Ese hombre que escribió el libro…

—Nohadon es su nombre sagrado. Otros lo llaman Bajerden, aunque no estamos seguros de si era su nombre auténtico o no.

—¿Decidió ir caminando de dónde hasta adonde?

—De Amabamar hasta Uriziru —respondió Dalinar—. Creo que debía de ser una gran distancia, por la forma en que cuenta la historia.

—¿Era rey?

—Sí.

—¿Pero por qué…?

—Es confuso —dijo Dalinar—. Pero espera. Ya lo verás. —Se aclaró la garganta y continuó—: «Caminé solo esta importante distancia, y prohibí tener ningún séquito. No tenía más corcel que mis gastadas sandalias, más compañero que un recio bastón que me ofrecía conversación con sus golpes contra la piedra. Mi boca era mi monedero, no lleno de gemas, sino de canciones. Cuando cantar para el sustento me fallaba, mis brazos trabajaban para limpiar un suelo o una pocilga, y a menudo me ganaban una satisfactoria recompensa.»

«Aquellos que me querían temieron por mi seguridad y, quizá, mi cordura. Los reyes, explicaron, no caminan como mendigos durante cientos de kilómetros. Mi respuesta fue que si un mendigo podía lograr la hazaña ¿entonces por qué no un rey? ¿Me consideraban menos capaz que un mendigo?

»A veces pienso que lo soy. El mendigo sabe muchas cosas que el rey solo puede imaginar. ¿Y sin embargo quién dicta los códigos que regulan la mendicidad? A menudo me pregunto qué me ha dado la experiencia en la vida (mi vida fácil tras la Desolación, y mi actual nivel de comodidad) que sirva de verdadera experiencia para dictar leyes. Si tuviéramos que basarnos en lo que sé, los reyes solo serían útiles para crear leyes referidas a cómo calentar debidamente el té y cómo mullir los cojines del trono».

Sadeas frunció el ceño ante estas palabras. Delante de ellos, los dos espadachines continuaban su duelo; Elhokar los observaba con interés. Traer arena para recubrir el suelo de este coso había sido una de sus primeras acciones en las Llanuras Quebradas.

—«De todas formas —dijo Dalinar, todavía citando
El camino de los reyes
—, hice el viaje y, como el lector astuto ya habrá deducido, sobreviví. Las historias de sus peripecias mancharán una página diferente en esta narración, pues primero debo explicar mi propósito al recorrer este extraño camino. Aunque estuve dispuesto a aceptar que mi familia me considerara loco, no quiero dejar que eso se asocie a mi nombre en los vientos de la historia.

»Mi familia viajó hasta Uriziru por el método directo, y llevaba semanas esperándome cuando llegué. No me reconocieron en las puertas, pues mi melena había crecido robusta sin cuchilla para domarla. Cuando me descubrí, me llevaron, acicalaron, alimentaron, atendieron y reprendieron exactamente en ese orden. Solo después de que todo esto terminara me preguntaron por fin el propósito de mi excursión. ¿No podía haber seguido la ruta sencilla, fácil y común hasta la ciudad santa?»

—Exactamente —intervino Sadeas—. ¡Al menos podría haber ido a caballo!

—«Por respuesta —citó Dalipar—, me quité las sandalias y mostré mis callosos pies. Se sentían cómodos sobre la mesa junto a mi bandeja de uvas a medio consumir. En este punto, las expresiones de mis compañeros proclamaron que me creían loco, así que se lo expliqué relatando las historias de mi viaje. Una tras otra, como sacos apilados de grano, almacenados para el invierno. Haría pan ácimo con ellos pronto, y luego lo guardaría entre estas páginas.

»Sí, podría haber viajado rápidamente. Pero todos los hombres tienen el mismo destino final. Encontremos nuestro fin en un sepulcro hueco o en la zanja de un pobre, todos menos los Heraldos mismos deben cenar con la Vigilante Nocturna.

»Y, por tanto, ¿importa el destino? ¿O es el camino que emprendemos? Declaro que ningún logro tiene tan gran sustancia como el camino empleado para conseguirlo. No somos criaturas de destinos. Es el viaje el que nos da la forma. Nuestros pies encallecidos, nuestras espaldas fortalecidas por cargar el peso de nuestros viajes, nuestros ojos abiertos con el fresco deleite de las experiencias vividas.

»Al final, debo proclamar que no puede conseguirse ningún bien por falsos medios. Pues la sustancia de nuestra existencia no está en la consecución, sino en el método. El monarca debe comprender esto: no debe centrarse tanto en lo que desea conseguir que desvíe la mirada del camino que debe tomar para alcanzarlo».

Dalinar se echó hacia atrás. La roca en la que se sentaba había sido acolchada y mejorada con reposamanos de madera y apoyos para la espalda. El duelo terminó cuando uno de los ojos claros (vestido de verde, pues era súbdito de Sadeas) descargó un golpe en el peto del otro, dejando una larga marca blanca. Elhokar aplaudió con sus manos forradas de metal, y ambos duelistas saludaron. La victoria del ganador sería registrada por las mujeres que ocupaban los asientos de juezas. También llevaban los libros del código de los duelos, y adjudicaban disputas o infracciones.

—Supongo que ese es el final de tu historia —dijo Sadeas, mientras los dos siguientes duelistas pasaban al coso.

—Así es.

—¿Y has memorizado el párrafo entero?

—Es probable que haya dicho alguna palabra equivocada.

—Conociéndote, eso significa que te habrás olvidado un artículo. —Dalinar frunció el ceño—. Oh, no seas tan envarado, viejo amigo —dijo Sadeas—. Era un cumplido. Más o menos.

—¿Qué te ha parecido la historia? —preguntó Dalinar mientras el nuevo duelo comenzaba.

—Ridícula —dijo Sadeas sinceramente, indicando a un criado que le trajera más vino. Amarillo, ya que todavía era de día—. ¿Caminó toda esa distancia solo para recalcar el argumento de que los reyes deben considerar las consecuencias de sus órdenes?

—No solo para demostrar el argumento —respondió Dalinar—. Yo pensé lo mismo, pero he empezado a comprender. Caminó porque quería experimentar las cosas que hacía su pueblo. Lo usó como metáfora, pero creo que de verdad quería saber lo que era caminar hasta tan lejos.

Sadeas tomó un sorbo de vino y luego miró al sol entornando los ojos.

—¿No podríamos emplazar un toldo o algo por el estilo?

—Me gusta el sol —dijo Elhokar—. Paso demasiado tiempo encerrado en esas cuevas que llamamos edificios.

Sadeas miró a Dalinar, poniendo los ojos en blanco.

—Gran parte de
El camino de los reyes
está organizado como ese párrafo que te he citado —dijo Dalinar—. Una metáfora de la vida de Nohadon: un acontecimiento real convertido en ejemplo. Los llama las cuarenta parábolas.

—¿Y son todas tan ridículas?

—Creo que esta es preciosa —dijo Dalinar en voz baja.

—No lo dudo. Siempre te han gustado las historias sentimentales. —Alzó una mano—. También pretendía ser un cumplido.

—¿Más o menos?

—Exactamente. Dalinar, amigo mío, siempre has sido emocional. Eso te vuelve genuino. También puede interponerse en el pensamiento racional, pero mientras siga impulsándote a salvarme la vida, creo que puedo convivir con ello. —Se rascó la barbilla—. Supongo que, por definición, tiene que ser así, ¿no?

—Supongo.

—Los otros altos príncipes dicen que eres demasiado estirado. Sin duda puedes ver por qué.

—Yo… —¿Qué podía decir?—. No pretendo serlo.

—Bueno, los provocas. Mira, por ejemplo, la forma en que te niegas a reaccionar a sus discusiones o insultos.

—Protestar simplemente atrae la atención sobre el tema —dijo Dalinar—. La mejor defensa del carácter es la acción correcta. Hazte amigo de la virtud y puedes esperar ser tratado adecuadamente por aquellos que te rodean.

—¿Ves? Ahí lo tienes —dijo Sadeas—. ¿Quién habla así?

—Dalinar —respondió Elhokar, aunque seguía contemplando el duelo—. Y mi padre.

—Exactamente —dijo Sadeas—. Dalinar, amigo, los demás simplemente no pueden aceptar que las cosas que dices vayan en serio. Asumen que estás actuando.

—¿Y tú? ¿Qué piensas de mí?

—Puedo ver la verdad.

—¿Y es…?

—Que eres un mojigato estirado —dijo Sadeas de buen humor—. Pero lo haces honestamente.

—Estoy seguro de que eso también es un cumplido.

—Lo cierto es que esta vez intento molestarte. —Sadeas alzó la copa de vino ante Dalinar.

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