El camino de los reyes (141 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

BOOK: El camino de los reyes
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«No puedo marcharme —comprendió—. No importa lo que suceda. Tengo que llegar hasta el final.» Aunque estuviera loco. O, la idea lo preocupaba cada vez más, aunque las visiones fueran reales, pero sus orígenes sospechosos. «Tengo que quedarme. Pero también tengo que planear, tengo que asegurarme de que no destruyo mi casa.»

Una línea peligrosa por la que pisar. Nada claro, todo nublado. Había estado dispuesto a dejarlo porque le gustaba tomar decisiones claras. Bueno, no había nada claro en lo que le estaba pasando. Parecía que, al tomar la decisión de seguir siendo alto príncipe, colocaba una pieza importante para reconstruir los cimientos de quien era.

No abdicaría. Y eso era todo.

—¿Dalinar? —preguntó Elhokar—. ¿Estás…, bien?

Dalinar parpadeó, advirtiendo que había dejado de prestarle atención al rey y a Sadeas. Mirar a la nada de esa forma no ayudaría a su reputación. Se volvió hacia el rey.

—Quieres saber la verdad —dijo—. Sí, si pudiera dar la orden, cogería a los hombres de los diez campamentos y regresaría a Alezkar.

A pesar de lo que dijeran los demás, eso no era cobardía. No, acababa de enfrentarse a la cobardía en su interior y sabía lo que era. Esto era algo diferente.

El rey pareció sorprendido.

—Me marcharía —dijo Dalinar firmemente—. Pero no porque desee huir o porque tema la batalla. Sería porque temo por la estabilidad de Alezkar: dejar esta guerra ayudaría a asegurar nuestra patria y la lealtad de los altos príncipes. Enviaría a más embajadores y eruditos a averiguar por qué los parshendi mataron a Gavilar. Renunciamos a eso con demasiada facilidad. Sigo preguntándome si el asesinato fue potenciado por bellacos o rebeldes dentro de su propio pueblo.

»Descubriría cómo es su cultura…, y, sí, la tienen. Si los rebeldes no fueron la causa del asesinato, seguiría preguntando hasta descubrir por qué lo hicieron. Exigiría una compensación (quizá su propio rey, que nos lo entregaran para ejecutarlo) a cambio de garantizarles la paz. En cuanto a las gemas corazón, hablaría con mis científicas y descubriría un método mejor de conservar este territorio. Tal vez poblando masivamente la zona, asegurando todas las Montañas Irreclamadas, podríamos ampliar nuestras fronteras y reclamar las Llanuras Quebradas. No abandonaría la venganza, majestad. Pero la abordaría, junto con nuestra guerra aquí, con más seso. Ahora mismo sabemos demasiado poco para ser efectivos.

Elhokar pareció sorprendido. Asintió.

—Yo… Tío, eso tiene sentido. ¿Por qué no lo explicaste antes?

Dalinar parpadeó. Hacía solo unas semanas, Elhokar se había mostrado indignado cuando Dalinar simplemente mencionó la idea de dar media vuelta. ¿Qué había cambiado?

«No le doy al muchacho suficiente crédito», comprendió.

—He tenido problemas para explicar mis propios pensamientos últimamente, majestad.

—¡Majestad! —exclamó Sadeas—. ¡Sin duda no estarás considerando de verdad…!

—Este último atentado contra mi vida me tiene inquieto, Sadeas. Dime. ¿Has hecho algún progreso para determinar quién puso las gemas debilitadas en mi armadura?

—Todavía no, majestad.

—Están intentando asesinarme —dijo Elhokar en voz baja, encogiéndose en su armadura—. Me quieren muerto, como mi padre. A veces me pregunto si no estamos persiguiendo aquí a los diez locos. El asesino de blanco…, era shin.

—Los parshendi aceptaron la responsabilidad de haberlo enviado —dijo Sadeas.

—Sí —respondió Elhokar—. Y sin embargo son salvajes, y fácilmente manipulables. Sería una distracción perfecta, echarle la culpa a un grupo de parshmenios. Vamos a la guerra durante años y años, sin advertir nunca a los auténticos responsables, que actúan en silencio en mi propio campamento. Me vigilan. Siempre. Esperando. Veo sus rostros en los espejos. Símbolos, retorcidos, inhumanos…

Dalinar miró a Sadeas, y los dos compartieron una expresión preocupada. ¿Estaba empeorando la paranoia de Elhokar, o siempre había estado oculta? Veía conjuras fantasmas en cada sombra, y ahora, con el atentado a su vida, tenía pruebas que alimentaban esas preocupaciones.

—Retirarse de las Llanuras podría ser una buena idea —dijo Dalinar cuidadosamente—. Pero no si es para empezar otra guerra con otros. Debemos estabilizar y unir a nuestro pueblo.

Elhokar suspiró.

—Perseguir al asesino es solo una idea vana ahora mismo. Tal vez no lo necesitemos. He oído que tus esfuerzos con Sadeas han sido fructíferos.

—En efecto lo han sido, majestad —dijo Sadeas, orgulloso, tal vez un poco vanidoso—. Aunque Dalinar todavía insiste en usar sus propios puentes, tan lentos. A veces, mis fuerzas son casi aniquiladas antes de que llegue. Esto funcionaría mejor si Dalinar usara las tácticas modernas con los puentes.

—La pérdida de vidas… —dijo Dalinar.

—Es aceptable —dijo Sadeas—. Son casi todos esclavos, Dalinar. Para ellos es un honor tener una oportunidad de participar de algún modo.

«Dudo que lo vean de esa forma.»

—Desearía que lo intentaras a mi modo —continuó Sadeas—. Lo que hemos estado haciendo hasta ahora ha funcionado, pero me preocupa que los parshendi continúen enviando dos ejércitos contra nosotros. No me gusta la idea de tener que combatir contra ambos antes de que llegues.

Dalinar titubeó. Eso sería un problema. ¿Pero renunciar a los puentes de asedio?

—Bueno, ¿por qué no llegar a un compromiso? —propuso Elhokar—. El siguiente ataque, tío, deja que los hombres de los puentes de Sadeas te ayuden en la marcha inicial a la meseta en liza. Sadeas tiene cuadrillas de sobra que puede prestarte. Podría adelantarse una vez más con un ejército más pequeño, pero tú lo seguirías más rápido que hasta ahora, usando sus cuadrillas.

—Eso sería lo mismo que usar mis propias cuadrillas —dijo Dalinar.

—No necesariamente —repuso Elhokar—. Has dicho que los parshendi rara vez pueden dispararos cuando Sadeas se enfrenta a ellos. Sus hombres pueden empezar el ataque como de costumbre, y tú puedes unirte cuando haya asegurado una posición para ti.

—Sí… —dijo Sadeas, pensativo—. Los hombres de los puentes que utilices estarán a salvo, y no costará ninguna vida adicional. Pero llegarás a la meseta para ayudarme el doble de rápido.

—¿Y si no puedes distraer a los parshendi lo suficiente? —preguntó Dalinar—. ¿Y si siguen emplazando arqueros que disparen a mis hombres cuando crucen?

—Entonces nos retiraremos —dijo Sadeas con un suspiro—. Y lo consideraremos un experimento fallido. Pero al menos lo habremos intentado. Así es como se adelanta uno a los acontecimientos, viejo amigo. Se prueban cosas nuevas.

Dalinar se rascó la barbilla, pensativo.

—Oh, vamos, Dalinar —dijo Elhokar—. Él aceptó tu sugerencia de atacar juntos. Inténtalo por una vez a su modo.

—Muy bien —aceptó Dalinar—. Veremos cómo funciona.

—Excelente —dijo Elhokar, poniéndose en pie—. Y ahora, creo que voy a ir a felicitar a tu hijo. ¡Ese duelo ha sido excitante!

A Dalinar no le había parecido particularmente excitante: el oponente de Adolin jamás había tenido la menor oportunidad. Pero era el mejor tipo de batalla. Dalinar no creía en los argumentos que consideraban que una «buena» batalla era la que estaba ajustada. Cuando vencías, siempre era mejor ganar rápidamente y con ventaja extrema.

Dalinar y Sadeas se levantaron respetuosos mientras el rey bajaba la escalera formada con salientes de roca hacia el suelo de arena. Dalinar se volvió entonces hacia Sadeas.

—Tengo que marcharme. Envíame una escribana con los detalles de las mesetas donde piensas que deberíamos probar esta maniobra. La próxima vez que haya un ataque en una de ellas, dirigiré mi ejército a tu zona de reunión y partiremos juntos. Tú y el grupo más rápido y pequeño podéis ir delante, y nosotros os alcanzaremos cuando estéis en posición.

Sadeas asintió.

Dalinar se volvió para subir las escaleras hacia la rampa de salida. —Dalinar —lo llamó Sadeas.

Dalinar se volvió a mirar al otro alto príncipe. El pañuelo de Sadeas ondeaba al viento, los brazos cruzados, el bordado dorado metálico brillante.

—Envíame también una de tus escribanas. Con un ejemplar de ese libro de Gavilar. Puede que me divierta escuchar sus otras historias.

Dalinar sonrió.

—Así lo haré, Sadeas.

«Cuelgo sobre el vacío final, los amigos atrás, los amigos delante. El brindis que debo beber se aferra a sus rostros, y las palabras que debo hablar chispean en mi mente. Los antiguos juramentos serán pronunciados de nuevo.»

Fechado Betabanan, 1173, 45 segundos antes de la muerte. Sujeto: un niño ojos claros de cinco años. La dicción mejoró notablemente al dar la muestra.

Kaladin contemplaba las tres brillantes esferas de topacio que tenía delante de él en el suelo. El barracón estaba oscuro, a excepción de Teft y él mismo. Lopen estaba apoyado en la puerta iluminada por el sol, observándolo con aire casual. Fuera, Roca daba órdenes a los otros hombres del puente. Kaladin los hacía trabajar en formaciones de batalla. Nada sospechoso. Sería interpretado como una práctica para cargar el puente, pero en realidad los estaba entrenando para obedecer órdenes y reagruparse con eficacia.

Las tres pequeñas esferas (solo chips) iluminaban el suelo de piedra a su alrededor con pequeños círculos pardos. Kaladin se concentró en ellas, conteniendo la respiración, deseando que la luz entrara en él.

No sucedió nada.

Lo intentó con más fuerza, mirando sus profundidades. Nada.

Cogió una, la acarició en su palma, alzándola para poder ver la luz y nada más. Podía captar los detalles de la tormenta, el cambiante vórtice de luz. Ordenó, deseó, suplicó.

Nada.

Gimió, apoyado en la roca y miró el techo.

—Tal vez no lo quieres con las suficientes ganas —dijo Teft.

—Lo quiero con todas las ganas que sé. No cede, Teft.

Teft gruñó y cogió una de las esferas.

—Tal vez estamos equivocados respecto a mí —dijo Kaladin. Parecía poéticamente apropiado que, en el momento en que aceptaba esta extraña y aterradora parte de sí mismo, no pudiera hacerla funcionar—. Podría haber sido un truco de la luz del sol.

—Un truco de la luz del sol —repitió Teft llanamente—. Pegar una bolsa al barril fue un truco de la luz.

—Muy bien. Entonces tal vez fue una extraña casualidad, algo que solo sucede una vez.

—Y cuando estuviste herido —dijo Teft—. Y cada vez que en una carga con el puente necesitabas un arrebato nuevo de fuerza o de resistencia.

Kaladin dejó escapar un suspiro de frustración y se golpeó la cabeza contra el suelo de piedra unas cuantas veces.

—Bueno, si soy uno de esos Radiantes de los que no paras de hablar, ¿por qué no puedo hacer nada?

—Imagino que eres como un bebé que hace funcionar sus piernas —dijo el avezado veterano, haciendo rodar la esfera entre sus dedos—. Al principio sucede por casualidad. Lentamente, descubre cómo hacerlas moverse a propósito. Solo necesitas práctica.

—Me he pasado una semana mirando las esferas, Teft. ¿Cuánta práctica hace falta?

—Bueno, más que hasta ahora, obviamente.

Kaladin puso los ojos en blanco y se irguió.

—¿Por qué te hago caso? Has admitido que no sabes más que yo.

—No sé nada de usar la luz tormentosa —dijo Teft, frunciendo el ceño—. Pero sé lo que debería suceder.

—Según historias que se contradicen unas a otras. Me has dicho que los Radiantes podían volar y caminar por las paredes.

Teft asintió.

—Claro que podían. Y hacían que las piedras se fundieran al mirarlas. Y se trasladaban grandes distancias en un solo latido. Y ordenaban la luz del sol. Y…

—¿Y por qué necesitaban caminar por las paredes y volar? ¿Si podían volar, por qué molestarse en correr por las paredes? —Teft no dijo nada—. ¿Y por qué molestarse con ninguna de las dos cosas, si podían «trasladarse grandes distancias en un latido»?

—No estoy seguro —admitió Teft.

—No podemos fiarnos de las historias y las leyendas —dijo Kaladin. Miró a Syl, que había aterrizado junto a una de las esferas, y la miraba con interés infantil—. ¿Quién sabe lo que es verdad y lo que es un invento? Lo único que sabemos con seguridad es esto —cogió una de las esferas y la sostuvo con dos dedos—. El Radiante que está sentado en esta habitación está muy, muy cansado del color marrón.

Teft gruñó.

—No eres un Radiante, muchacho.

—¿No estabas hablando de…?

—Oh, puedes infundir —dijo Teft—. Puedes absorber la tormenta de luz y dominarla. Pero ser un Radiante era más que eso. Era su modo de vida, las cosas que hacían. Las Palabras Inmortales.

—¿Las qué?

Teft volvió a hacer rodar la esfera entre sus dedos, la sostuvo y contempló sus profundidades.

—Vida antes que muerte. Fuerza antes que debilidad. Viaje antes que destino. Ese era su lema, y era el Primer Ideal de las Palabras Inmortales. Había otros cuatro.

Kaladin alzó una ceja.

—¿Y eran…?

—La verdad es que no lo sé —contestó Teft—. Pero las Palabras Inmortales, estos Ideales, guiaban todo lo que hacían. Se decía que los otros cuatro Ideales eran distintos para cada orden de Radiantes. Pero el Primer Ideal era el mismo para todos ellos: Vida antes que muerte. Fuerza antes que debilidad. Viaje antes que destino —vaciló—. O eso me dijeron.

—Sí, bueno, eso me parece un poco obvio —dijo Kaladin—. La vida viene antes que la muerte. Igual que el día viene antes que la noche, o el uno viene antes que el dos. Obvio.

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