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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (135 page)

BOOK: El camino de los reyes
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Mientras contemplaba la batalla, se concentró en una cosa en particular para distraerse. ¿Cómo trataban los parshendi a sus muertos? Sus acciones parecían irregulares. Los soldados parshendi rara vez molestaban a los muertos después de que cayeran; daban rodeos al atacar para evitar los cadáveres. Y cuando los alezi marchaban sobre los muertos parshendi, creaban momentos de terrible conflicto.

¿Se daban cuenta los alezi? Probablemente, no. Pero él notaba que los parshendi reverenciaban a sus muertos, hasta el punto de que ponían en peligro sus vidas para preservar los cuerpos de los caídos. Kaladin podría usar eso. Lo usaría. De algún modo.

Los alezi acabaron por ganar la batalla. Poco después, Kaladin y su cuadrilla regresaban por la llanura, cargando su puente, con tres heridos atados a lo alto. Solo habían encontrado a esos tres, y en su interior una parte de Kaladin se sentía enferma mientras advertía que otra se alegraba. Ya había rescatado a unos quince hombres de otras cuadrillas, y eso estaba mermando sus recursos para alimentarlos, incluso con el dinero de las bolsas. Su barracón estaba repleto de heridos.

El Puente Cuatro llegó a un abismo, y Kaladin se dispuso a bajar su carga. Ya sabía el proceso de memoria. Bajar el puente, desatar rápidamente a los heridos, empujar el puente sobre el abismo. Kaladin comprobó a los tres heridos. Todos los hombres que rescataba de esta forma parecían divertidos por lo que hacía, aunque llevaba ya semanas en ello. Una vez satisfecho porque estaban bien, se dispuso a adoptar su pose de descanso mientras los soldados cruzaban.

El Puente Cuatro lo rodeó. Cada vez más, se ganaban miradas ceñudas de los soldados que cruzaban, tanto ojos claros como ojos oscuros.

—¿Por qué hacen eso? —preguntó Moash en voz baja mientras un soldado les arrojaba una fruta podrida cuando pasaban. Moash se apartó la pegajosa fruta roja de la cara, suspiró y volvió a adoptar su posición. Kaladin nunca les había pedido que lo imitaran, pero lo hacían siempre.

—Cuando luchaba en el ejército de Amaram —dijo Kaladin—, soñaba con unirme a las tropas de las Llanuras Quebradas. Todo el mundo sabía que los soldados que se quedaban en Alezkar eran los despojos. Imaginábamos a los soldados de verdad que luchaban en la gloriosa guerra para vengarnos de aquellos que habían matado a nuestro rey. Esos soldados tratarían a sus camaradas con justicia. Su disciplina sería firme. Todos serían expertos con la lanza, y no romperían filas en el campo de batalla.

A su lado, Teft bufó en silencio.

Kaladin se volvió hacia Moash.

—¿Por qué nos tratan así, Moash? Porque saben que deberían ser mejores de lo que son. Porque ven disciplina en nosotros, y eso los avergüenza. En vez de mejorar, toman el camino más fácil y se burlan de nosotros.

—Los soldados de Dalinar Kholin no actúan así —dijo Cikatriz desde detrás de Kaladin—. Sus hombres marchan en filas rectas. Hay orden en su campamento. Si están de guardia, no dejan sus guerreras desabrochadas ni holgazanean.

«¿Es que nunca dejaré de oír hablar de ese Dalinar Kholin de la tormenta?», pensó Kaladin.

Hablaban así de Amaram. Qué fácil era ignorar un corazón ennegrecido si lo revestías con un uniforme planchado y una reputación de honestidad.

Varias horas más tarde, el sudoroso y agotado grupo de hombres subió la pendiente hasta el aserradero. Soltaron el puente en su lugar de atraque. Se estaba haciendo tarde; Kaladin tendría que comprar comida inmediatamente si querían tener suministros para el guiso de la noche. Se frotó las manos en su toalla mientras los miembros del Puente Cuatro se alineaban.

—Podéis retiraros el resto de la tarde —dijo—. Tenemos servicio de abismo mañana temprano. Las prácticas con el puente tendrán que pasar a la tarde.

Los hombres asintieron, y entonces Moash alzó una mano. Como un solo hombre, los hombres del puente levantaron sus manos y las cruzaron, las muñecas juntas, los puños cerrados. Tenía el aspecto de haber sido ensayado. Después de eso, se marcharon corriendo.

Mientras se guardaba la toalla en el cinturón, Kaladin alzó una ceja. Teft se quedó rezagado, sonriente.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Kaladin.

—Los hombres querían un saludo —respondió Teft—. No podemos usar el saludo militar normal…, no con los lanceros pensando que ya nos lo tenemos demasiado creído. Así que les enseñé el saludo de mi antiguo pelotón.

—¿Cuándo?

—Esta mañana. Cuando tú estabas recibiendo las órdenes del día de parte de Hashal.

Kaladin sonrió. Era extraño que todavía fuera capaz de hacerlo. Cerca, las otras quince cuadrillas que habían corrido hoy soltaron sus puentes, uno a uno. ¿El Puente Cuatro había sido alguna vez como ellos, con aquellas barbas hirsutas y esas expresiones acosadas? No hablaban entre ellos. Algunos miraron a Kaladin al pasar, pero bajaron la cabeza al ver que los estaba mirando. Habían dejado de tratar al Puente Cuatro con el desprecio de antes. Curiosamente, ahora parecían considerar a la cuadrilla de Kaladin como hacía todo el mundo en el campamento: como gente superior. Se apresuraron para evitar que los mirara.

«Pobres necios agotados», pensó Kaladin. ¿Podría persuadir a Hashal para que le dejara aceptar unos cuantos en el Puente Cuatro? Le vendría bien utilizar a nuevos hombres, y ver aquellas figuras encogidas le encogía el corazón.

—Conozco esa mirada, muchacho —dijo Teft—. ¿Por qué siempre tienes que ayudar a todo el mundo?

—Bah —dijo Kaladin—. Ni siquiera puedo proteger el Puente Cuatro. Trae, deja que te mire ese brazo.

—No es nada.

Kaladin le agarró el brazo de todas formas y retiró el vendaje manchado de sangre reseca. El corte era largo, pero poco profundo.

—Necesitamos antiséptico —dijo Kaladin, advirtiendo unos cuantos putrispren rojos reptando sobre la herida—. Probablemente debería coserlo.

—¡No es nada!

—Me da igual —dijo Kaladin, indicando a Teft que lo siguiera mientras se acercaba a uno de los barriles de lluvia que había en el aserradero. La herida era lo bastante poco profunda para que mañana, durante el servicio en el abismo, Teft pudiera mostrar a los demás a practicar golpes y paradas con la lanza. Pero eso no era ninguna excusa para dejar que se infectara.

En el barril, Kaladin lavó la herida, y luego llamó a Lopen, que estaba a la sombra tras el barracón, para que trajera su equipo médico. El herdaziano le dirigió de nuevo aquel saludo, aunque lo hizo con un solo brazo, y se marchó corriendo en busca del equipo.

—Bien, muchacho —dijo Teft—. ¿Cómo te sientes? ¿Alguna experiencia extraña últimamente?

Kaladin frunció el ceño y lo miró.

—¡Tormenta, Teft! Es la quinta vez en dos días que me preguntas lo mismo. ¿Adónde quieres ir a parar?

—¡No es nada, no es nada!

—Es algo. ¿Qué estás buscando, Teft? Yo…

—Gancho —dijo Lopen, acercándose con la mochila del equipo médico al hombro—. Aquí tienes.

Kaladin lo miró y aceptó reacio la mochila. Abrió los cordones.

—Tendremos que…

Un rápido movimiento por parte de Teft. Como si descargara un puñetazo.

Kaladin se movió por reflejo, inspirando profundamente y moviéndose a una pose defensiva, los brazos en alto, un puño cerrado, el otro atrás para bloquear.

Algo brotó en el interior de Kaladin. Como un profundo aliento inspirado, como un licor ardiente inyectado directamente en su sangre. Una poderosa oleada corrió por su cuerpo. Energía, fuerza, consciencia. Era como la alerta natural del cuerpo al peligro, solo que cien veces más intenso.

Kaladin detuvo el puño de Teft, moviéndose cegadoramente rápido. Teft se quedó inmóvil.

—¿Qué haces? —preguntó Kaladin.

Teft sonreía. Dio un paso atrás y liberó el puño.

—¡Kelek! —dijo, sacudiendo la mano—. Vaya fuerza que tienes.

—¿Por qué has intentado golpearme?

—Quería ver una cosa. Verás, tienes esa bolsa de esferas que te ha dado Lopen, y tu propia bolsa con lo que hemos recogido últimamente. Más luz tormentosa de la que probablemente has llevado jamás encima, al menos recientemente.

—¿Y qué tiene eso que ver con nada? —preguntó Kaladin. ¿Qué era ese calor en su interior, ese fuego en sus venas?

—Gancho —dijo Lopen con voz asombrada—. Estás brillando.

Kaladin frunció el ceño. «¿Qué está di…?»

Y entonces lo advirtió. Era muy leve, pero estaba allí, hilillos de humo luminiscente que brotaban de su piel. Como vapor surgiendo de un cuenco de agua caliente en una fría noche de invierno.

Temblando, Kaladin dejó la mochila médica en el amplio borde del barril de agua. Sintió un momento de frialdad en la piel. ¿Qué era eso? Aturdido, alzó la otra mano y contempló los hilillos de luz que brotaban de allí.

—¿Qué me has hecho? —preguntó Kaladin, mirando a Teft. El otro hombre sonreía todavía—. ¡Respóndeme! —dijo, dando un paso adelante y agarrándolo por la pechera.

«¡Padre Tormenta, sí que me siento fuerte!»

—No he hecho nada, muchacho —respondió Teft—. Llevas así algún tiempo. Te vi filtrando luz tormentosa cuando estuviste enfermo.

Luz tormentosa. Kaladin soltó rápidamente a Teft y sacó la bolsita de esferas que guardaba en el bolsillo. La soltó y la abrió.

El interior estaba oscuro. Las cinco gemas se habían agotado. La luz blanca que brotaba de la piel de Kaladin iluminaba el interior de la bolsa.

—Eso sí que es curioso —dijo Lopen a un lado. Kaladin se volvió y encontró al herdaziano agachado y mirando la mochila médica. ¿Por qué era eso tan importante?

Entonces lo vio. Creía haber dejado la mochila en el borde del barril, pero en su prisa la había dejado en un lado. La mochila estaba pegada a la madera, colgando como de un gancho invisible. Filtrando levemente luz, igual que Kaladin. Mientras miraban, la luz se desvaneció, y la mochila se soltó y cayó al suelo.

Kaladin se llevó una mano a la frente, pasando la mirada del sorprendido Lopen al curioso Teft. Acto seguido miró frenético alrededor. No había nadie más; a la luz del sol, los vapores era demasiado débiles para poder verlos desde lejos.

«Padre Tormenta…, qué…, cómo…»

Vio una forma familiar en lo alto. Syl se movía como una hoja soplada por el viento, a un lado y a otro, caprichosamente, ligera.

«¡Es cosa de ella! —pensó Kaladin—. ¿Qué me ha hecho?»

Se apartó de Lopen y Teft y corrió hacia Syl. Sus piernas lo impulsaron con demasiada velocidad.

—¡Syl! —gritó, deteniéndose bajo ella.

Syl se detuvo y flotó encima de él, cambiando de forma a joven de pie en el aire.

—¿Sí?

Kaladin miró alrededor.

—Ven conmigo —dijo, corriendo hacia uno de los callejones entre los barracones. Se apretó contra una pared, a la sombra, inspirando y espirando. Aquí no podía verlo nadie.

Syl flotaba ante él, las manos a la espalda, mirándolo con atención.

—Estás brillando.

—¿Qué me has hecho?

Ella ladeó la cabeza y luego se encogió de hombros.

—Syl… —dijo él, amenazante, aunque no estaba seguro de qué daño podía hacerle a un spren.

—No lo sé, Kaladin —respondió ella con sinceridad, sentándose, las piernas colgando por el borde de una plataforma invisible—. Yo puedo…, yo solo puedo recordar levemente cosas que antes conocía bien. Este mundo, relacionarme con los hombres…

—Pero hiciste algo.

—Hemos hecho algo. No fui yo. No fuiste tú. Pero juntos… —volvió a encogerse de hombros.

—Eso no sirve de mucha ayuda.

Ella hizo una mueca.

—Lo sé. Lo siento.

Kaladin alzó una mano. A la sombra, la luz que brotaba de él resultaba más evidente. Si alguien pasaba por allí…

—¿Cómo me libro de esto?

—¿Por qué quieres librarte de nada?

—Bueno, porque…, yo… Porque sí.

Syl no respondió.

A Kaladin entonces se le ocurrió algo. Algo, quizá, que tendría que haber preguntado hacía mucho.

—No eres un vientospren ¿verdad?

Ella vaciló, pero luego negó con la cabeza.

—No.

—¿Qué eres, entonces?

—No lo sé. Uno…, cosas.

Une cosas. Cuando gastaba bromas, hacía que las cosas se pegaran entre sí. Zapatos pegados al suelo que hacían tropezar a los hombres. Personas que echaban mano a sus chaquetas colgadas y no podían soltarlas. Kaladin extendió una mano y cogió una piedra del suelo. Era tan grande como su palma, desgastada por los vientos y la lluvia de las altas tormentas. La puso contra la pared del barracón y deseó que su luz pasara a la piedra.

Sintió un escalofrío. La roca empezó a llenarse de vapores luminiscentes. Cuando Kaladin retiró la mano, la piedra permaneció donde estaba, aferrada al lado del edificio.

Kaladin se acercó y observó. Le pareció que podía distinguir diminutos spren, azul oscuro y con forma de pequeñas manchas de tinta, apilados alrededor del lugar donde la piedra conectaba con la pared.

—Unespren —dijo Syl, caminando junto a su cabeza. Seguía de pie en el aire.

—Sujetan la piedra en su sitio.

—Tal vez. O tal vez se sienten atraídos por lo que has hecho al poner la piedra ahí.

—No es así como funciona, ¿no?

—¿Causan los putrispren la enfermedad, o se sienten atraídos por ella? —preguntó ella, abstraída.

—Todo el mundo sabe que la causan.

—¿Y los vientospren causan el viento? ¿Los lluviaspren causan la lluvia? ¿Los llamaspren causan el fuego?

Él vaciló. No, no lo hacían. ¿No?

—Esto no tiene sentido. Tengo que averiguar cómo librarme de esta luz, no estudiarla.

—¿Y por qué tienes que librarte de ella? —repitió Syl—. Kaladin, has oído las historias. Hombres que caminaban por las paredes, hombres que unían a ellos las tormentas. Correvientos. ¿Por qué querrías deshacerte de algo así?

Kaladin se esforzó por definirlo. La curación, la forma en que nunca resultaba herido, correr delante del puente… Sí, sabía que algo extraño estaba pasando. ¿Por qué lo asustaba tanto? ¿Era porque temía quedarse apartado, como estaba siempre su padre como cirujano de Piedralar? ¿O se trataba de algo más grande?

—Estoy haciendo lo que hacían los Radiantes —dijo él.

—Es lo que acabo de decir.

—Me estaba preguntando si tengo mala suerte, o si me he topado con algo parecido a la Antigua Magia. ¡Tal vez eso lo explique! El Todopoderoso maldijo a los Radiantes Perdidos por traicionar a la humanidad. ¿Y si yo también estoy maldito, por lo que estoy haciendo?

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