—Derethil combatió a los Vaciadores durante los días de los Heraldos y los Radiantes —dijo Hoid, los ojos todavía cerrados, la flauta bajo sus labios, la canción resonando en el abismo como si acompañara sus palabras—. Cuando por fin hubo paz, descubrió que no estaba contento. Sus ojos siempre se volvían al oeste, hacia el gran mar abierto. Mandó construir el barco más hermoso que los hombres habían conocido jamás, un majestuoso bajel que haría lo que ninguno se había atrevido a hacer jamás: surcar los mares durante una alta tormenta.
Los ecos se apagaron, y Hoid empezó a tocar de nuevo, como alternándose con un compañero invisible. El humo giraba, alzándose en el aire, retorciéndose en el viento del aliento de Hoid. Y Kaladin casi pensó que podía ver un enorme barco en un astillero, con una vela tan grande como un edificio, asegurada a una quilla como una flecha. La melodía se volvió rápida y entrecortada, como para imitar los sonidos de los martillos resonando y las sierras deslizándose.
—El objetivo de Derethil —dijo Hoid tras detenerse— era buscar el origen de los Vaciadores, el lugar donde habían sido engendrados. Muchos lo llamaron necio, pero no pudieron disuadirlo. Llamó al navío
Vela Errante
y reunió una tripulación de los más valientes marineros. Luego, un día que se avecinaba una alta tormenta, el barco zarpó. Enfiló hacia el océano, la vela desplegada, como brazos abiertos a los vientos…
Hoid se llevó la flauta a los labios en un segundo y agitó el fuego lanzando con el pie un trozo de concha de rocapullo. Chispas llameantes se alzaron al aire y el humo aumentó, girando mientras Hoid bajaba la cabeza y apuntaba al humo con los agujeros de la flauta. La canción se volvió violenta, tempestuosa, las notas caían inesperadamente y trepidaban con rápidas ondulaciones. Las escalas llegaron a lo más agudo, donde se extendieron en el aire.
Y Kaladin lo vio en su mente. El enorme barco empequeñecido de pronto ante el espantoso poder de la alta tormenta. Sacudido, lanzado al mar infinito. ¿Qué deseaba o esperaba encontrar Derethil? Una alta tormenta en tierra era ya terrible. ¿Pero en el mar?
Los sonidos rebotaron en las paredes de abajo. Kaladin se encogió, contemplando el humo que giraba y las llamas que se alzaban. Veía el diminuto navío capturado y atrapado dentro de un furioso remolino.
Al cabo de un rato, la música de Hoid se hizo más lenta, y los violentos ecos se difuminaron, dejando lugar a una canción mucho más suave. Como olas lamiendo.
—El
Vela Errante
casi fue destruido al encallar, pero Derethil y la mayoría de sus marineros sobrevivieron. Se encontraron en un anillo de pequeñas islas que rodeaban un enorme remolino, donde, se dice, se vacía el océano. Derethil y sus hombres fueron recibidos por un extraño pueblo de largos cuerpos flexibles que llevaban ropas de un solo color y conchas en el pelo como no hay ninguna otra en Roshar.
»Este pueblo recogió a los supervivientes, les dio de comer, y los cuidó hasta que recuperaron la salud. Durante sus semanas de convalecencia, Derethil estudió a esas extrañas gentes, que se llamaban a sí mismas los uvara, el pueblo del Gran Abismo. Llevaban vidas curiosas. Contrariamente a los demás pueblos de Roshar, que pelean continuamente, los uvara siempre parecían ponerse de acuerdo. Desde la infancia, no había preguntas. Todos cumplían con su deber.
Hoid comenzó a tocar de nuevo, dejando que el humo se alzara libremente. A Kaladin le pareció ver en él gente, industriosa, siempre trabajando. Un edificio se alzaba entre ellos con una figura en una ventana, Derethil, mirando. La música era calmada, curiosa.
—Un día —dijo Hoid—, mientras Derethil y sus hombres entrenaban para recuperar fuerzas, una joven criada les trajo unos refrescos. Tropezó con una piedra irregular, dejó caer las copas al suelo y las rompió. En un abrir y cerrar de ojos, los otros uvara se lanzaron sobre la desdichada muchacha y la mataron de una forma brutal. Derethil y sus hombres se quedaron tan anonadados que cuando fueron capaces de reaccionar la muchacha ya estaba muerta. Furioso, Derethil exigió saber la causa de tan injustificado asesinato. Una de las otras nativas le explicó: «Nuestro emperador no tolera el fracaso.»
La música empezó de nuevo, lastimera, y Kaladin se estremeció. Fue testigo de cómo la chica era apedreada hasta la muerte, y la orgullosa forma de Derethil alzándose sobre su cuerpo caído.
Kaladin conocía esa pena. La pena del fracaso, de dejar que alguien muriera cuando él debería haber podido hacer algo. Tanta gente que amaba había muerto…
Ahora tenía un motivo para eso. Había atraído la ira de los Heraldos y el Todopoderoso. Tenía que ser eso, ¿no?
Sabía que debería volver al Puente Cuatro. Pero no podía moverse. Se aferró a las palabras del Cuentacuentos.
—A medida que Derethil empezó a prestar más atención —dijo Hoid, su música resonando suavemente para acompañarlo—, vio otros asesinatos. Estos uvara, el pueblo del Gran Abismo, practicaban una crueldad sorprendente. Si uno de sus miembros hacía algo mal, algo ligeramente inconveniente o desfavorable, los demás lo mataban. Cada vez que Derethil preguntaba, su cuidadora le daba la misma respuesta: «Nuestro emperador no tolera el fracaso.»
El eco de la música se desvanecía, pero una vez más Hoid alzó su flauta justo cuando ya era demasiado débil para oírla. La melodía se volvió solemne. Y sin embargo estaba cargada de misterio, ocasionalmente de rápidos estallidos que apuntaban a secretos.
Kaladin frunció el ceño mientras veía el humo girar, formando lo que parecía ser una torre. Alta, fina, con una estructura abierta en la cúspide.
—El emperador, descubrió Derethil, residía en la torre de la costa oriental de la isla más grande de los uvara.
Kaladin sintió un escalofrío. Las imágenes en el humo eran solo producto de su mente que se iban añadiendo a la historia, ¿no?
¿Había visto de verdad una torre antes de que Hoid la mencionara?
—Derethil decidió que tenía que enfrentarse al cruel emperador. ¿Qué clase de monstruo exigiría que un pueblo tan claramente pacífico matara con tanta frecuencia y de manera tan terrible? Derethil reunió a sus marineros, un grupo heroico, y se armaron. Los uvara no trataron de detenerlos, aunque vieron con temor que unos extranjeros asaltaran la torre del emperador.
Hoid guardó silencio, y no volvió a su flauta. Dejó que la música resonara en el abismo. Pareció extenderse esta vez. Largas, siniestras notas.
—Derethil y sus hombres salieron de la torre poco después, llevando un cadáver reseco ataviado con hermosas túnicas y joyas. «¿Es este vuestro emperador? —preguntó Derethil—. Lo encontramos en la habitación más alta, solo.» Parecía que el hombre llevaba años muerto, pero nadie se había atrevido a entrar en su torre. Le tenían demasiado miedo.
«Cuando le mostró el cadáver a los uvara, estos empezaron a gemir y a llorar. La isla entera se hundió en el caos, ya que los uvara empezaron a quemar casas, a alborotar las calles o a caer de rodillas atormentados. Sorprendidos y confusos, Derethil y sus hombres corrieron hacia los astilleros uvara, donde estaban reparando el
Vela Errante
. Su guía y cuidadora se reunió con ellos, y les suplicó poder acompañarlos en su huida. Así fue como Nafti se unió a la tripulación.
»Derethil y sus hombres zarparon, y aunque los vientos eran suaves, consiguieron rodear el remolino, usando el impulso para escapar de las islas. Mucho después de partir, pudieron ver el humo alzándose en aquellas tierras ostensiblemente pacíficas. Se reunieron a contemplarlo en la cubierta, y Derethil le preguntó a Nafti el motivo de aquellas terribles algaradas.
Hoid guardó silencio, dejando que sus palabras se alzaran con el extraño humo, perdidas en la noche.
—¿Y bien? —preguntó Kaladin—. ¿Cuál fue su respuesta?
—Envolviéndose en una manta y contemplando con ojos doloridos sus tierras, ella respondió: «¿No lo ves, Viajero? Si el emperador está muerto, y lleva muerto todos estos años, entonces los asesinatos que cometimos no son responsabilidad suya. Es nuestra responsabilidad.»
Kaladin se echó hacia atrás. El tono burlesco y juguetón que Hoid había empleado antes había desaparecido. No más bromas. No más palabras capciosas con intención de confundir. Esta historia había surgido de dentro de su corazón, y Kaladin descubrió que no podía hablar. Tan solo se quedó allí sentado, pensando en aquella isla y las terribles cosas que se habían hecho.
—Creo… —respondió por fin, lamiéndose los labios resecos—, creo que eso es inteligencia. —Hoid alzó una ceja—. Poder recordar una historia como esa —dijo Kaladin—, y contarla con tanto cuidado.
—Cuidado con lo que dices —respondió Hoid, sonriendo—, si lo que necesitas para describir la inteligencia es una buena historia, entonces me quedaré sin trabajo.
—¿No has dicho que te habías quedado sin trabajo?
—Cierto. El rey se ha quedado sin sagaz. Me pregunto qué será de él.
—Um… ¿Estará «desagazado»?
—Le diré que lo has dicho tú —advirtió Hoid, los ojos chispeando—. Pero creo que es inadecuado. Puedes tener un sagaz, pero no un desagaz. ¿Qué es la sagacidad?
—No lo sé. ¿Una especie de spren en tu cabeza, tal vez, que te hace pensar?
Hoid ladeó la cabeza, luego se echó a reír.
—Bueno, supongo que es una explicación tan buena como cualquier otra.
Se levantó y se puso a sacudirse los oscuros pantalones.
—¿Es verdad esa historia? —preguntó Kaladin, levantándose también.
—Tal vez.
—¿Pero cómo podemos saberlo? ¿Regresaron Derethil y sus hombres?
—Algunas historias dicen que sí.
—¿Pero cómo pudieron hacerlo? Las altas tormentas solo soplan en una dirección.
—Entonces supongo que la historia es mentira.
—No he dicho eso.
—No, lo he dicho yo. Afortunadamente, es el mejor tipo de mentira.
—¿Y qué tipo es ese?
—Bueno, el tipo de las que yo cuento, por supuesto.
Hoid se echó a reír, apagó el fuego a patadas, aplastando las últimas brasas con el talón. No parecía que hubiera suficiente combustible para crear el humo que Kaladin había visto.
—¿Qué le has echado al fuego? —preguntó Kaladin—. Para hacer ese humo especial.
—Nada. Era un fuego corriente.
—Pero vi…
—Lo que viste te pertenece a ti. Una historia no vive hasta que es imaginada en la mente de alguien.
—¿Qué significa la historia, entonces? —preguntó Kaladin.
—Significa lo que tú quieras que signifique —dijo Hoid—. El propósito del cuentacuentos no es decirte cómo pensar, sino plantearte dudas que te hagan reflexionar. Demasiado a menudo, lo olvidamos.
Kaladin frunció el ceño y miró al oeste, hacia los campamentos. Ahora estaban iluminados con esferas, linternas y velas.
—Significa aceptar la responsabilidad —dijo—. Los uvara eran felices matando y asesinando, mientras pudieran echarle la culpa al emperador. No mostraron pesar hasta que descubrieron que no había nadie que aceptara la responsabilidad.
—Esa es una interpretación —dijo Hoid—. Bastante buena, por cierto. ¿De qué no quieres aceptar tú la responsabilidad?
Kaladin se sobresaltó.
—¿Qué?
—La gente ve en las historias lo que anda buscando, mi joven amigo. —Hoid buscó detrás de su peñasco, sacó una mochila y se la echó al hombro—. No tengo respuestas para ti. La mayor parte de los días, siento que nunca he tenido ninguna respuesta. Vine a tu tierra buscando a un antiguo conocido, pero en cambio acabo ocultándome de él casi todo el tiempo.
—Has dicho…, sobre la responsabilidad y yo…
—Solo un comentario tonto, nada más. —Le puso una mano en el hombro—. Mis comentarios son a menudo tontos. Nunca puedo conseguir que hagan nada sólido. Si así fuera podría conseguir que mis palabras cargaran piedras. Eso sería digno de ver. —Tendió la flauta de madera oscura—. Toma. La he llevado más tiempo del que podrías creer, si fuera a decirte la verdad. Quédatela.
—¡Pero si no sé cómo tocarla!
—Entonces aprende —dijo Hoid, apretando la flauta en la mano de Kaladin—. Cuando puedas hacer que la música te responda, entonces la habrás dominado. —Se dispuso a marcharse—. Y ten cuidado con ese maldito aprendiz mío. Tendría que haberme hecho saber que sigue vivo todavía. Tal vez temía que viniera a rescatarlo de nuevo.
—¿Aprendiz?
—Dile que lo gradúo —dijo Hoid, sin dejar de caminar—. Ahora es un cantamundos pleno. No dejes que lo maten. He pasado mucho tiempo intentando meter algo de sentido en ese cerebro suyo.
«Sigzil», pensó Kaladin.
—Le daré la flauta —exclamó.
—No, nada de eso —dijo Hoid, volviéndose y caminando de espaldas mientras se alejaba—. Es un regalo para ti, Kaladin Benditormenta. ¡Espero que puedas tocarla conmigo la próxima vez que nos veamos!
Y con eso el cuentacuentos dio media vuelta y echó a correr en dirección a los campamentos. No obstante, no entró en ellos. Su figura en sombras se encaminó al sur, como si pretendiera dejarlos atrás. ¿Adónde se dirigía?
Kaladin miró la flauta en sus manos. Era más pesada de lo que esperaba. ¿Qué clase de madera era esa? La acarició, pensando.
—No me gusta —dijo Syl de pronto, desde atrás—. Es extraño.
Kaladin se volvió y la encontró en el peñasco, sentada en el sitio donde estaba Hoid un momento antes.
—¡Syl! ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Ella se encogió de hombros.
—Estabas contemplando la historia. No quise interrumpir. —Estaba sentada con las manos sobre el regazo, con aspecto incómodo.
—Syl…
—Estoy detrás de lo que te está pasando —dijo ella, en voz baja—. Lo estoy haciendo. —Kaladin frunció el ceño y avanzó un paso—. Somos los dos —agregó ella—. Pero sin mí, nada cambiaría en ti. Estoy…, tomando algo de ti. Y te doy algo a cambio. Así es como solía funcionar, aunque no recuerdo cómo ni cuándo. Solo sé que era.
—Yo…
—Calla. Estoy hablando yo.
—Lo siento.
—Estoy dispuesta a pararlo, si quieres —dijo—. Pero yo volvería a ser lo que era antes. Eso me da miedo. Flotar con el viento, sin recordar nunca nada más que unos minutos. Puedo pensar de nuevo por este lazo que hay entre nosotros, por eso puedo recordar qué y quién soy. Si lo terminamos, perderé eso.
Miró a Kaladin, apesadumbrada.
Él miró aquellos ojos y suspiró profundamente.