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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (16 page)

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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—Te sigo amando —le dije.

—¿Qué haces aquí? —preguntó ella con aire de alarma.

—He venido a comprar caballos. Ahora soy soldado. Bueno… escudero.

—Tienes que irte. Que no nos vean juntos.

—¿Ya no me quieres?

—No es eso. Mi padre te matará. Me dio una enorme paliza aquella noche. Si vuelve a verte, nos matará a los dos.

Me hirvió la sangre al escuchar que aquel animal había golpeado a mi amada, pero yo tenía la solución para esos males:

—¡Ven conmigo! ¡Huyamos! Dejaré la mesnada como antes dejé el convento. Si vienes conmigo, lo dejaré todo. Solos tú y yo. En Mena. ¡En nuestras propias tierras!

—Mi padre nos perseguirá —objetó ella.

—No lo hará. Si nos apresuramos, no sabrá lo que ha pasado.

—¡No puedo! —gimió Deva—. No puedo dejar mi casa.

A mí se me estaba yendo la cabeza por momentos. Acerqué una mano a la suya, hasta rozar sus dedos. Reaccioné:

—¿Y si vuelvo convertido en caballero? ¿Entonces tu padre me aceptará?

Un áspero vozarrón cerró nuestra charla: «¡Deva! ¡Deva!». Era Asur que la llamaba. Deva salió corriendo y yo permanecí allí, en el tenducho de los abalorios, pensando que la felicidad se me escapaba una vez más. Pero aquella conversación había abierto una perspectiva nueva: volver a Potes como caballero, orgulloso en mi corcel, y pedir la mano de Deva al bestia de Asur. Ante un caballero no podría negarse. Y sería mi venganza.

Lentamente, como flotando, abandoné el mercadillo de la campa. Regresé junto a los hombres de mi mesnada resuelto a convertirme en caballero.

Mi señor Juan estaba intranquilo. Con frecuencia mascullaba palabras para sí y salía a otear el horizonte. Repitió esta operación varias veces. Su inquietud se transmitió al resto de los hombres. Hubo un momento en que uno de ellos le preguntó, zumbón:

—¿Esperas a alguien?

El
miles
Juan meneó la cabeza:

—Dios quiera que me equivoque, pero esta campa me da mala espina. Demasiado abierta, demasiado expuesta. Si nos atacaran, no habría manera de defenderla. Aquí tienes a medio millar de paisanos, todos ellos con oro y mercancías, y varios cientos de caballos. Y para defenderlos, apenas un puñado de hombres. Un botín demasiado fácil. Si yo fuera sarraceno, no dudaría en atacar.

—Son figuraciones tuyas —dijo el otro—. No hay riesgo de ataque. Hace tiempo que los musulmanes no llegan hasta aquí. Además, tenemos hombres en anubda al otro lado: si vieran venir a alguien, avisarían y nos daría tiempo a preparar una defensa. Y qué demonio: aquí a lo menos hay cuatrocientos guerreros, y eso es mucha mesnada.

—Cuatrocientos, sí —aceptó Juan—, pero que ni se conocen ni han combatido juntos nunca. Y con el campo entorpecido por todos esos mercaderes, sus familias y sus tiendas y sus caballos, habrá que ver cómo nos movemos. Te digo que somos presa fácil. Y no me gusta sentirme así.

—Los vigías de la anubda darán la voz de alarma si hay peligro —insistía el otro, que visiblemente solo quería dormir.

—¿Quieres que te recuerde a cuántos vigías enemigos he matado yo con mis propias manos antes de que pudieran decir una palabra? —atajó Juan—. Si los moros quieren atacar, lo harán por mucho centinela que haya en los alrededores. Y si yo fuera ellos, no lo dudaría.

Empezó a caer la noche. Juan quedó pensativo, el rostro iluminado por el fuego. El otro se durmió. Yo debería haber hecho lo mismo, pero las consideraciones de mi señor me habían metido el miedo en el cuerpo. Empecé a temer un ataque musulmán. La vista se me iba a un lado y otro de aquel enorme llano, y en la sombra de las lomas apenas tintada por las últimas luces de la tarde creí ver, aquí y allá, columnas de jinetes hostiles. «Figuraciones mías», pensé, haciendo eco de las palabras del otro soldado. Pero el
miles
Juan permanecía ahí sentado, en tensión, su espada de rojo pomo en las manos, incapaz de dormir, presintiendo el combate. A mí me transmitió su desasosiego. Y en ese momento comenzaron a tomar forma en mi interior los más oscuros presagios: estábamos indefensos, sí; todos, caballos y hombres, y sobre todo Deva. ¡Deva! Era preciso advertir a mi amada del peligro. Sin decir palabra, me escurrí de mi manta y gateé hasta las tiendas de los mercaderes.

No me costó localizar la tienda de Deva a la luz de las antorchas. Me acurruqué junto a la lona. Presté oído. Hasta mí llegaban, nítidos y ásperos, los ronquidos de Asur.

—¡Deva! ¡Deva! —susurré.

Insistí hasta que oí movimiento dentro de la tienda. Y después su inconfundible, dulce, bendita voz:

—¿Quién me llama?

Temí que la respuesta despertara a su padre, pero Asur seguía roncando. Hablé en la voz más baja que pude:

—Soy yo, Zonio. Tengo que hablarte.

Enseguida apareció la adorable cabeza de la muchacha entre la abertura de la tienda. Tenía el pavor pintado en el rostro.

—¡Estás loco! ¡Mi padre nos va a matar!

—No, escucha —objeté—, es importante: corremos peligro. Los moros van a atacar. Es preciso que salgáis de aquí cuanto antes, al alba.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Deva con unos ojos desorbitados por el estupor.

—Me lo ha dicho mi señor —contesté—. Él sabe de estas cosas. Desde hace horas teme un ataque musulmán. Yo he de quedarme aquí con él para organizar la defensa, pero vosotros debéis huir con vuestras pertenencias y vuestros caballos.

Deva estaba paralizada. Sin poder evitarlo, cogí sus manos entre las mías e imploré:

—¡Sálvate, mi amor! ¡Sálvate! ¡No podría vivir temiendo que algo malo te haya ocurrido!

En ese momento Asur roncó más fuerte, tosió, gruñó, pronunció algunas palabras medio dormido… Deva apretó mis manos, enseguida las soltó y desapareció de nuevo dentro de la tienda.

Yo quedé allí algún tiempo aspirando el aroma que Deva había dejado sobre mis dedos. Después volví a la hoguera de mi grupo. El
miles
Juan seguía despierto, tenso, la espada en la mano, esa espada de pomo rojo, y los ojos clavados en el fuego, como queriendo conjurar al destino entre las llamas. Yo en las llamas solo veía a Deva. Con esa imagen me dormí.

8. La catástrofe

—¡Los moros! ¡Que vienen los moros!

El grito había sonado desgarrador en el silencio del alba. Nos atacaban. Un tropel de jinetes sarracenos acababa de aparecer por la izquierda, tras la loma que llaman de Salces. Un hombre corría ante ellos. De pronto la silueta del hombre se desplomó: habían acabado con él.

Así pues y para nuestro pesar, mi señor tenía razón. Su olfato no le había engañado: los sarracenos, al olor del botín, habían liquidado a los vigías y, apostados en las proximidades, habían cruzado el río Híjar para atacar nuestra campa. Entre ellos y su objetivo solo nos interponíamos nosotros: los hombres de las distintas huestes allí reunidas.

Nos pusimos en pie como activados por un resorte. A toda prisa echamos mano de nuestras armas y aviamos las cabalgaduras. Abajo, en la campa, todo era caos y confusión. El enemigo se acercaba a endiablada velocidad en sus ligerísimos corceles. Cargaba directamente sobre nuestra línea. Un numeroso grupo de los nuestros se dispuso a hacerle frente: caballeros y peones, todos a una, se lanzaron a su vez sobre la acometida musulmana. Pero el
miles
Juan permaneció quieto.

Todos le miramos, desconcertados: ¿por qué nuestro jefe no atacaba? ¿A qué estaba esperando?

—¡Quietos aquí, conmigo! ¡Ese no es el ataque principal! —aulló de repente.

En una confusión fenomenal, medio centenar de hombres permanecimos junto a mi señor. Y en ese preciso instante, otro destacamento de jinetes enemigos apareció al otro lado de la loma, por la derecha, surgido de la nada, para atacar directamente la campa donde se apiñaban, indefensos, paisanos y caballos. Esa era la añagaza mora: mientras unos neutralizaban a la tropa defensora, los otros saquearían el campo. Era una tenaza. Juan la había intuido.

Los mercaderes estaban perdidos. Su única posibilidad era salir del llano y ganar las montañas antes de que los moros les dieran alcance. Pero para eso había que frenar al enemigo. El
miles
hizo una fea mueca, mostró sus sucios dientes de lobo viejo, se persignó, masculló una maldición y gritó: «¡A muerte! ¡Por Cristo!». Y se lanzó al galope. Todos los que allí estábamos nos volcamos sobre este nuevo frente. Juan y otra docena de guerreros cargaban a caballo. Los demás corríamos detrás a pie, blandiendo nuestras armas y gritando enloquecidos. Yo rezaba a todos los santos para que los paisanos pudieran ponerse a salvo. ¡Si Deva hubiera huido como yo le imploré! Pero ahora era tarde para lamentaciones.

El choque fue brutal. Vi al
miles
Juan arrojando su lanza sobre un moro, cargando luego espada en mano, primero a caballo y después, derribado, a pie, repartiendo tajos aquí y allá. Los sarracenos golpeaban con sus espadas curvas, de un solo filo, que segaban limpiamente el cuerpo del rival. Los cristianos luchaban con sus espadas de filo doble y sus lanzas y azagayas, tratando de derribar a los jinetes mahometanos. Enseguida el caos se apoderó de todo el campo. El polvo tapaba la vista y los gritos aturdían los sentidos. Yo choqué de bruces contra un moro que cayó al suelo, resulté pateado por un caballo no sé si amigo o enemigo, me revolví como pude esquivando golpes y embistiendo con mi azagaya a todo cuanto se movía a mi alrededor. Perdí de vista al
miles
Juan. Pude capturar el escudo de un moro caído y con él me protegí. Lo único que tenía en la cabeza era la necesidad de cerrar el camino a los moros: que los mercaderes y los ganaderos pudieran ganar las montañas. ¡Que Deva pudiera ponerse a salvo!

En torno a mí solo veía caballos y moros, polvo y sangre. Con la azagaya herí a un par de monturas en las corvas. Habíamos logrado interponernos entre los musulmanes y los mercaderes, cerca de la línea donde el llano se encrespa en monte, pero los moros eran muchos y nosotros muy pocos. ¡Aguantar un poco más y que los mercaderes pudieran escapar por las peñas! Esa era toda nuestra obsesión. Y la mía: ¡que Deva escapara! A mi lado otros cristianos luchaban con la energía de la desesperación. Vi caer a uno. Después a otro. Al fin yo mismo me encontré dentro de la turbamulta sarracena, aislado de mis compañeros. Me invadió el pánico y me retiré unos pasos. Agarré la cruz que colgaba de mi cuello, la misma que me dejó Beato de Liébana como último mensaje de perdón. Me encomendé a Dios y a todos los santos. Volví a entrar en el torbellino de la lucha tratando de encontrar al
miles
Juan. Lo que encontré fue enemigos.

Un moro se me vino encima dando grandes voces, agitando su espada curva como una hoz. Yo eché a correr hacia las peñas. El moro corría menos, pero me había elegido como presa y no me iba a soltar. Me soltó un golpe con su sable. Sentí un latigazo en la espalda y mi camisa rasgada por el frío metal. Solo me había rozado. Seguí corriendo hasta tropezar con unas rocas. El moro se abalanzó sobre mí. Me di la vuelta como pude. Luego, un fuerte golpe. Después, oscuridad.

Cuando desperté, creí estar en los infiernos. Frente a mis ojos, a menos de un palmo de mi cara, estaba el rostro del moro, desfigurado en una espantosa mueca de dolor. Un hilo de sangre goteaba aún desde su boca, tiñendo de rojo mi cuello y mi pecho. Traté de zafarme del cadáver. Vi que el sarraceno, en su última acometida, había ido a ensartarse en mi azagaya. Le entró por el pecho y le salió por la espalda. El muerto pesaba horriblemente. Fuera de mí, con los nervios deshechos, empujé hasta que conseguí dar la vuelta al moro. Después, a tirones, saqué la azagaya de su cuerpo. Al lado del muerto estaba su cimitarra. La recogí; ahora era mía. El olor de la muerte me embriagaba y hasta me pareció que la visión se me emborronaba en rojo. Aturdido, dando tumbos, me alejé de allí.

Tardé en recobrar enteramente los sentidos. Cuando al fin lo conseguí, reparé en mi posición: en mi huida del moro me había alejado del campo de batalla para terminar cayendo en una torrentera. El moro cayó detrás. Alrededor ya no había polvo ni ruido de lucha: todo había terminado. ¿Cuándo? Imposible saberlo. Miré el sol: atardecía. Los musulmanes habían atacado al alba. Por consiguiente, debí de haber permanecido inconsciente muchas horas. ¡Deva! Fue lo primero que vino a mi cabeza cuando recuperé el dominio de mí. ¡Había que salvar a Deva! A saltos, de mata en mata y de peña en peña, traté de volver a la campa de los mercaderes.

Escuché gritos. Me acerqué con precaución. El infierno estaba allí: todo ardía. El campamento de los mercaderes era ahora una gigantesca hoguera. El poblado cercano ardía igualmente. En la campa ya no había más que cadáveres. Era en el poblado donde se percibía movimiento humano. Sin abandonar la protección de las lomas corrí hacia él. Se me heló la sangre cuando vi el ritual de la victoria musulmana. Los moros habían decapitado los cadáveres de los vencidos para construir con las cabezas un sangriento túmulo. Desde lo alto de la pirámide de cabezas, los almuecines gritaban la gloria de Alá. Salí corriendo, espantado, pero fue para dar en algo aún peor.

A la salida del pueblo los moros habían reunido su botín. Los caballos, por supuesto. Pero también las mujeres y los niños, hacinados en un montón, azotados sin cesar. Su destino iba a ser la esclavitud. No puedo describir el dolor y la rabia que se apoderaron de mí cuando descubrí, entre el rebaño de los esclavos, la cabellera rubia de Deva, sus trenzas doradas deshechas ahora en un ovillo de suciedad y espanto. Por un instante me vino al alma el impulso de lanzarme a por ella. El instinto de supervivencia fue más fuerte. Llorando de desesperación me interné de nuevo en las boscosas montañas.

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