»Acababa Mauregato de llegar al trono, desplazando al legítimo Alfonso, cuando el obispo Elipando convocó al sínodo en Sevilla. Y allí Elipando hizo una declaración que le condenará directamente al infierno, porque sostuvo que Jesús no era Dios, sino un hombre adoptado como hijo de Dios. Aquella declaración fue enviada a toda la cristiandad española. Llegó también, por supuesto, a nuestro monasterio de San Martín. ¡Herejía! ¡Blasfemia! Pero eso era lo que estaban deseando oír todos cuantos suspiraban por transigir con los ismaelitas, los nuevos amos. Semejante afirmación era gravísima. Sus repercusiones podían ser catastróficas: para empezar, significaba tanto como arruinar el esfuerzo del linaje de Pelayo y la libertad de nuestro reino, tan trabajosamente conseguida. Y aquí es donde el padre Eterio de Osma y yo decidimos pasar al acto.
»Confieso que, cuando me enteré de la traición de Elipando, me hirvió la sangre, y que Nuestro Señor me perdone si en algún momento me cegó la ira. El hecho es que me dirigí al scriptorium y escribí una carta a todos los obispos y abades de España. Y en ella, con firme apoyo en las Escrituras, declaré herético al obispo Elipando. Porque el obispo, a sabiendas, había tergiversado el término «adopción» que aparece en las Escrituras: es transparente que esa adopción se refiere al hecho de que Dios adopta la naturaleza humana a través de la Encarnación, y nunca, y de ningún modo, que Dios adopte a un hombre llamado Jesús. Sometí el escrito al padre Eterio. Este dio su aprobación. Y me aseguré de que un mensajero llevara el documento hasta Toledo, para que Elipando lo leyera.
»El taimado Elipando no me contestó, sino que hizo algo más retorcido: redactó una nueva declaración ratificándose en sus herejías y se la entregó a uno de sus partidarios en Asturias, un tal Fidelio. ¿Para qué? Para que este se la entregara en mano al rey Mauregato. Nunca olvidaré aquel momento. Fue el día en que la reina viuda Adosinda profesó monja en la iglesia de Santianes de Pravia. Allí estábamos el padre Eterio y yo para dar testimonio de los votos. En plena ceremonia irrumpió Fidelio con el mensaje del obispo. Mauregato no sabe leer, de manera que me cedió el papel para que yo mismo lo leyera en voz alta. Y así tuve que leer cómo Elipando me declaraba herético, a mí, al pobre hermano Beato de Liébana, por negar la humanidad de Jesucristo. ¡Aquello sí que era retorcer las cosas!
»En aquel momento Mauregato podía haberme mandado a la mazmorra. Ese era el designio que se leía en los ojos de muchos de los allí presentes, sin duda partidarios de Elipando y de la sumisión. Pero el rey, que es un hombre prudente, prefirió no enredarse en un problema de fe. Se dio por enterado, despachó a Fidelio, se guardó el mensaje del toledano y ordenó seguir con la ceremonia de Adosinda, que le interesaba mucho más que nuestras disputas doctrinales. Concluido el ritual, Eterio y yo salimos a toda prisa de Pravia. Y a lo largo del camino de vuelta fuimos concibiendo la idea de dar a Elipando una respuesta que estuviera a la altura de la provocación.
»Fue así como, gracias al talento de mi hermano y padre Eterio de Osma, escribí mi
Comentario apologético
. Poco nos importaba el debate con Elipando: ese hombre había decidido traicionar la fe recibida y nada iba a cambiar su voluntad. Pero nosotros debíamos preservar, o al menos intentarlo, la fe de nuestros hermanos. Por eso el
Comentario apologético
se orienta sobre todo a edificar y reforzar la fe verdadera. Elipando, testículo del Anticristo, no puede triunfar. «Fetidísimo Beato» me llamó el infame toledano. Lo mismo da. Más salivazos tuvo que soportar Jesús. Lo importante era y es mantener el tesoro recibido de manos de nuestros padres, el tesoro revelado por Jesucristo en la cruz. Nuestra mayor alegría fue que el propio papa Adriano, conmovido por el suceso, envió una carta a los obispos españoles condenando a Elipando. Por supuesto, nos ocupamos de que Mauregato la conociera al instante: no era una victoria de estos dos pobres monjes en su pugna con el hereje, sino que era un espaldarazo del heredero de San Pedro a la voluntad de resistencia del reino de Asturias. Y convenía que el rey lo supiera, por si le flaqueaba el ánimo.
»En cuanto a Mauregato, sé que la gente dice cosas muy desagradables sobre él: que si es feo, que si es deforme, que si es sucio y malvado, que si es medio moro por parte de su madre… Verás: la madre de Mauregato fue la dama Sisalda, que vino aquí musulmana, sí, pero cuya sangre era tan cristiana como la tuya y la mía. Ocurrió que, en una de sus expediciones de limpieza en la frontera, el primer rey Alfonso se trajo una cuerda de rehenes. En ella se hallaba esta dama. Sisalda había sido capturada tiempo atrás, siendo muy niña, en los viejos Campos Góticos. La islamizaron a la fuerza, pero conservaba el recuerdo de su idioma. Cuando Alfonso reparó en ella, le habló. Sisalda contestó en nuestra lengua y contó su historia. El rey, que ya había enviudado, se prendó de ella. La llevó a vivir consigo y de ese amor nació Mauregato, que se crió en la corte como los demás hijos del rey.
»Nunca fue un hombre bien parecido ni dotado para las armas, tampoco para la elocuencia, pero a cambio es hombre inteligente y prudente. Su reinado no ha sido fácil. Ha tenido que sofocar revueltas de nobles en Galicia y alguna aceifa mora. Sé que dicen de él que ordenó pagar un tributo de cien doncellas a los moros. Me consta que no es verdad. Pero muchas veces la lengua del pueblo corre como un torrente imparable. Se cuentan cosas horribles por ahí, pero yo debo aconsejarte que no prestes oídos a las habladurías. Después de todo, Mauregato no ha puesto obstáculos a nuestra pugna contra Elipando. Bien es cierto, por otro lado, que Mauregato no pocas veces ha cedido a la presión de quienes buscan un pacto con Córdoba.
»Y bien, así están las cosas. Ya lo sabes todo. O casi todo. Te lo cuento porque necesitaré de tus ojos y tus oídos cuando estemos en la corte. Ahora Mauregato reina en Pravia y, por lo que parece, le queda poco tiempo de vida. Pronto le veremos, si Dios nos da fuerzas para acabar este viaje.
La larga explicación de Beato me permitió entender plenamente las palabras del viejo monje de Laredo: «Satanás tienta a los poderosos. Hay muchos en la corte que verían bien un pacto con los musulmanes. Ríos de sangre han corrido por esa causa». Ríos de sangre, sí: la de Vimarano, la de Fruela, quién sabe si también la de Aurelio… Lo que me costaba entender era la razón que podía mover a tantos magnates, y tan poderosos, a buscar un pacto con Córdoba. Pero en ese momento me vino a la memoria la confesión de mi padre, Lebato, después de mi encuentro con los moros en la Peña de Mena: muchos fueron los cristianos que en su día se convirtieron a la fe de Mahoma para conservar su poder. Sin duda lo mismo estaba ocurriendo ahora en el propio corazón de Asturias, el solar de don Pelayo.
La llegada a Pravia se conserva en mi memoria como un acontecimiento apoteósico. El palacio del rey Mauregato era un sólido edificio enteramente construido en piedra y con trabajadas techumbres de madera; algo destartalado, sí, pero grande como tres monasterios de San Martín. Una severa empalizada protegía el acceso al lugar y por todas partes circulaban soldados lanza en mano. Cuando llegamos ante el portón principal, uno de esos soldados se nos acercó para inquirir nuestra identidad. Beato, por toda respuesta y sin apearse del carruaje, sacó de su zurrón un pergamino. El soldado desapareció y al instante regresó con un caballero de airosa traza. El caballero se inclinó reverente, besó la mano de Beato y nos franqueó el paso. Nuestro carro se detuvo en un ancho patio bien empedrado. Allí Beato me hizo descender. Ayudé a mi maestro a tocar de nuevo el suelo.
Un guardia nos acompañó hasta la entrada principal, un hermoso arco guarnecido por dos portalones de gruesa madera con clavos. Allí, a su vez, velaban otros dos guardias, y aún había más en el interior: eran los
fideles regis
, los fieles del rey, el séquito militar de Mauregato. Seguramente el monarca temía la mano asesina del puñal.
Franqueamos la puerta. Enfilamos un largo pasillo alfombrado con austeridad. Antorchas aplicadas en la pared aliviaban la oscuridad de aquel corredor. A un lado y a otro, gruesos cortinajes permitían adivinar el acceso a misteriosas cámaras. No habríamos recorrido diez pasos cuando uno de esos cortinajes se entreabrió a nuestro lado. Por el hueco asomó, primero, una mano, después un brazo, al fin medio tronco y la cabeza de un noble personaje.
—Beato, debo hablarte —musitó a media voz el aparecido.
Mi maestro se detuvo, miró en derredor, clavó luego sus vivísimos ojos en aquel hombre y asintió con la cabeza. Con un gesto me ordenó sujetar la pesada cortina. El hombre me apuntó con el mentón y lanzó una mirada inquisitiva al monje.
—Todo lo que yo tenga que decirte puede oírlo este muchacho —le tranquilizó Beato.
El noble personaje compuso un gesto de sorpresa: no eran las palabras de Beato las que deseaba preservar de oídos ajenos, sino las suyas propias. Pero rápidamente entendió lo que mi maestro se proponía:
—Lo mismo da. Muchacho —me ordenó—, mantén bien abierta la cortina, porque no tengo nada que ocultar.
A mí me maravilló el aspecto de aquel hombre: su lujosa túnica de verde oscuro adornada con hilos de oro, la sólida espada que colgaba de su cinto, la rica diadema ornada de gemas que sujetaba sus cabellos rojos, la barba bien cortada… Parecía un rey, y sin embargo no lo era. El caballero estaba visiblemente agitado. Inclinó la cabeza hacia Beato y le habló en tono conminatorio:
—¿Cuándo vas a parar esa estúpida guerra con el obispo de Toledo? —le recriminó—. Estás molestando demasiado a mucha gente muy importante. Estás dañando muchos intereses. Aún peor: terminarás provocando que los sarracenos vuelvan a atacar. ¿No ves que desde hace años hemos conseguido mantener la calma en la frontera? Los sarracenos apenas atacan ya, fuera de un par de expediciones menores. Si llegamos a un pacto con ellos, aun con el pago de tributos, la paz estará asegurada.
—¿La paz de quién? —preguntó Beato, ofensivo—. El grano que tú pagas a los moros ha nacido del sudor de otros. Los esclavos que tú vendes a los sarracenos no son tus hijos, sino los hijos de otros. Quizás haya paz para ti y los que son como tú, pero esa paz es dolor para tu pueblo. Esa paz no es de Dios.
—¿Y es de Dios morir a manos del infiel? —reaccionó el caballero—. Ahora al menos podemos vivir. Pero tú y los tuyos estáis poniendo todo eso en peligro. Es una locura.
—Mientes y lo sabes —contestó Beato—. Hay una cosa que se llama dignidad. Y otra que se llama honor. Es indigno entregar la libertad a un invasor extranjero y blasfemo. El pueblo que así obra queda deshonrado y no merece más que la esclavitud. Además, tú no ignoras que si los sarracenos no han atacado es porque tienen otros problemas: las ciudades se les rebelan, como Mérida y Toledo, y sus tropas están demasiado ocupadas manteniendo el orden en el interior. Cuando lo hayan logrado, volverán sus miras hacia nosotros, como siempre han hecho. Volverán a atacar y a saquear. Y entonces vosotros, que ya habéis perdido la dignidad, perderéis además vuestras riquezas y quién sabe si vuestras vidas. Vosotros sois los locos.
—Eso que dices puede que pase o puede que no —atacó el noble—. En cualquier caso, es insólito que un clérigo de tu fama no dé una oportunidad a la paz.
—Eso que tú llamas paz solo es una sucia componenda —contraatacó Beato—. Conservar vuestras riquezas a cambio de entregar la libertad de vuestro pueblo.
—Mejor será eso que la muerte. Y a una muerte segura nos lleva tu obstinación.
El noble estaba realmente irritado; incluso apoyó la mano sobre el pomo de su espada. Pero Beato respondió con el viejo salmo:
—«El Señor revela a las naciones su salvación».
—¡Bah! ¡Palabrería! —se enojó el caballero—. Con tus salmos no cambiarás las cosas. La única oportunidad para el reino es seguir a Elipando y pactar con Córdoba.
—Pues te contestaré con otro salmo —dijo Beato—: «Como la cera se derrite delante del fuego, así perezcan los impíos delante de Dios».
Y diciendo esto, mi maestro me cogió del brazo, me hizo cerrar la gruesa cortina y reanudamos nuestro camino. Tuve que morderme la lengua para no preguntarle quién era ese hombre que con tales maneras le había hablado. Beato se limitó a comentar:
—Verás que, en efecto, debía venir acompañado. En esta casa es importante tener siempre testigos.
Nuestro camino, custodiado en todo momento por un guardia, terminaba en una ancha cámara. «Atento —me dijo Beato—. Entramos en la cámara del rey». Y debo confesar que la regia sala me decepcionó un tanto. Yo nunca había estado antes en tan nobles habitaciones, pero me imaginaba la cámara de un rey como una especie de salón de tesoros cubierto de oro y adornado con las más exquisitas joyas. Por el contrario, la cámara de Mauregato se limitaba a una amplia y fría estancia con un par de alfombras, un tapiz en la pared, una mesa de tosco labrado y dos grandes cofres de aspecto vulgar que flanqueaban una portezuela. Seguramente Mauregato era de ese tipo de hombres que no gusta de mostrar sus trofeos. Con todo, lo más inquietante era esto otro: el rey no estaba allí.
Dos mujeres permanecían en pie en la cámara, una de cierta edad, otra casi una niña. Algo en ellas atrajo mi atención, aunque al principio no fui capaz de percibir la causa. Las dos saludaron a Beato con una breve reverencia que mi maestro contestó a su vez con una respetuosa inclinación. Yo le imité.