El camino a Lisboa fue tenso. Los que estábamos en el secreto procurábamos hablar lo menos posible, para no traicionar la discreción jurada al rey. «¿Adónde vamos?», preguntaban de vez en cuando los hombres. Y unos contestaban que a limpiar la desembocadura del Duero, y otros que a ayudar a los rebeldes de Mérida o a reconquistar Zamora. Astorga estaba casi vacía: en la ciudad, o más bien aldea, había una pequeña guarnición berebere que huyó a uña de caballo cuando nos vio aparecer. No podíamos perder tiempo persiguiendo a los fugitivos, de manera que optamos por seguir adelante. Para ir de Astorga a Braga hay dos caminos paralelos: uno al norte, que arranca de un brazo de la calzada a Lugo, y otro al sur. Escogimos el del norte porque atraviesa tierras mejor controladas. Aun así, fue la etapa más áspera del camino, con abundantes regiones montuosas y rampas y pendientes que entorpecían la marcha.
Todo cambió cuando desde Braga salimos al camino de la costa. Hicimos una breve escala en un poblacho de pescadores llamado Porto, cuyas calles olían a pescado en salazón como aquel que me mareó en Laredo. Fue preciso proveerse de barcazas para atravesar el Duero. Eso nos llevó toda una jornada. Cuando cruzamos a la orilla sur, al fin pudimos decir a los hombres cuál era nuestro verdadero destino: la conquista de Lisboa. Un aullido de euforia recorrió la hueste. Después la calzada conduce en suave trazo hasta Coimbra, donde se cruza el río Mondego, y desde aquí el camino apenas presenta obstáculos hasta la mismísima Lisboa, aparte de un largo paraje de lomas que a nosotros, acostumbrados a las inclementes cimas de Asturias, nos parecieron tachuelas.
Durante todo este trayecto, que nos llevó unas tres semanas, el rey Alfonso apenas si habló, apenas si bebió, apenas si comió. Todo su ser parecía enteramente concentrado en la tarea que tenía por delante. La disciplina de marcha impuesta a los hombres fue extremadamente exigente. Yo nunca había vivido nada parecido. Bajo un sol abrasador de verano, apenas atemperado por el aire del mar, la hueste caminó a paso vertiginoso durante más de doce horas al día, desde antes de salir el sol hasta el límite del ocaso. Comíamos sobre nuestros caballos o, cuando estos daban signos de fatiga, andando, sin detenernos. Solo parábamos al anochecer para oír misa, cenar y dormir unas pocas horas. Se hizo preciso abandonar algunas monturas, reventadas por el esfuerzo. «¡No importa: en Lisboa hay más!», gritaba el rey. También hubo que improvisar un grupo de retaguardia para acoger a los hombres que se iban quebrando, los pies deshechos. A estos no se los apartó, sino que se les dio por misión conducir los carros que transportaban nuestro avituallamiento. Cuando atravesábamos alguna zona poblada, sin descansar jamás, los lugareños corrían despavoridos o nos miraban espantados, como quien ve pasar a un ejército sobrenatural. Así llegamos a las colinas que resguardan Lisboa.
Se dio la orden de detener la marcha un caluroso día de julio, a media mañana, todavía a tres o cuatro leguas de la ciudad. Alfonso ordenó acantonar a las tropas: que los hombres descansaran. Al mismo tiempo se dispuso enviar exploradores en todas direcciones para cerciorarnos de que nadie daría la voz de alarma. Se prohibió encender fuego y hacer ruido. En un silencio sepulcral, los hombres repusieron sus maltrechos cuerpos. Fue la hora de aprestar las armas y arreglar las últimas cuentas con Dios. El combate era inminente.
Teudano y yo cabalgamos junto al propio rey hasta una cercana loma desde la que se dominaba el paisaje. Allí estaban los muros de Lisboa. Una extraña luz se apoderó de los ojos del rey Alfonso cuando divisó el objetivo. Lisboa era una colina entre otras dos colinas, a este y oeste. Al sur, la desembocadura inmensa del Tajo; al norte, más colinas: las que ahora nos servían de parapeto. La muralla encerraba la ciudad hacia la ribera del gran río. La puerta principal se elevaba sobre unos difíciles riscos; allí emergía la silueta del alcázar. Pero había otras entradas, puertas menores, que violaban el secreto de Lisboa: el barrio mozárabe, extramuros, en la parte más baja de la ciudad, daba paso a una de ellas. Y aún había otra puerta que por el lado contrario salía al barrio de los pescadores, al borde de las aguas. Allí Alfonso concibió su plan:
—Es exactamente como me lo habían descrito. Tres puertas: una, la del alcázar y la mezquita, muy bien defendida, separada del resto de la ciudad por otra muralla interior; dos, la de los mozárabes, en la parte baja; tres, la de los pescadores, junto al río. Dividiremos a la hueste en tres grupos, uno para cada puerta. Actuaremos así: al amanecer, no más tarde, medio centenar de jinetes y todos los peones se dirigirán contra la puerta del alcázar. Los centinelas moros llevarán sus defensas allí y dejarán menos protegidas las otras dos entradas. Entonces un segundo grupo de jinetes forzará la puerta de los mozárabes y un tercer grupo, al mismo tiempo, hará lo propio en la del río. Hay que actuar rápido, sin dar tiempo a que los enemigos despierten. Cuando estemos dentro, la guarnición mora, agrupada en la puerta principal, habrá quedado atrapada en su propio refugio. Entonces el grupo de la puerta del alcázar se dividirá: los arqueros permanecerán en la línea lanzando una lluvia de fuego sobre la guarnición y un grupo de peones vigilará esa puerta para que nadie salga, mientras que los demás penetrarán en la ciudad por las otras dos vías abiertas. Tarde o temprano, la guarnición saldrá. Pero para entonces la ciudad ya será nuestra.
Se nos despertó en plena noche. La hueste se puso en movimiento a favor de las sombras. Aún no había amanecido cuando vimos dibujarse contra el horizonte la silueta de las murallas. El rey mandó formar a toda la hueste en una larga línea compacta. Cuando los primeros rayos del sol tiñeron de pálido rojo el cielo, esa línea se precipitó sobre Lisboa. Esta vez no hubo trompas ni cuernos ni vítores al rey y a Cristo, ni siquiera los gritos del guerrero que ataca; esta vez solo hubo el estruendo seco de quinientos caballos lanzados al galope y mil hombres corriendo en un silencio estremecedor. Como un trueno que arranca lejano y termina estallando sobre la cabeza, así el fragor de la guerra rompió sobre el amanecer de Lisboa.
El propio rey Alfonso dirigió al cuerpo que se plantó ante la puerta principal. Saetas incendiarias surcaron la aurora. Por la derecha, Teudano marchó con un centenar de jinetes hacia la puerta de los pescadores. Yo hice lo mismo en la puerta de los mozárabes, por la izquierda. Apenas hubo resistencia. Nadie en Lisboa esperaba un ataque. En unos pocos minutos ya estábamos dentro de los muros. La guarnición no pudo reaccionar. Al verse asediada por la lluvia de fuego, la mayor parte de las tropas moras salió del alcázar y corrió hacia la ciudad, pero allí estábamos ya nosotros para cerrarles el paso. Mis diez guerreros y yo cargamos sobre los sarracenos como un cuchillo que corta manteca. Di buen uso a la azagaya reconstruida por Ramiro; comprobé que las innovaciones aumentaban su eficacia. El pañuelo de Creusa, ondeando en el asta, pronto enrojeció de sangre enemiga.
Otros moros intentaron escapar por la puerta principal, pero allí estaban los peones dispuestos por el rey. Alfonso, al ver esa puerta abierta, no lo dudó un instante y ordenó carga general. Los soldados de Asturias se derramaron sobre la ciudadela como una lluvia de lava, entre los penachos de humo de los incendios, los lamentos de los mutilados y los gritos de los vencidos que imploraban piedad. Aún no había terminado de salir el sol cuando por el portón del alcázar apareció el gobernador moro de Lisboa, en camisón, agitando los brazos y gritando en su lengua algo que sonaba a súplica.
Alfonso ordenó encerrar a toda la guarnición en la mezquita mayor de la ciudad. El rey de Oviedo, a lomos de su caballo, penetró en el alcázar. Con rabia clavó su estandarte en la puerta de la mezquita. Nuestros hombres, mientras tanto, se entregaban a un frenético saqueo, operación en la que contaron con la ayuda de los mozárabes y los pescadores locales, así como de los muchos esclavos cristianos del lugar: todos ellos se vengaban ahora de sus opresores. El rey Alfonso dio instrucciones para vaciar el mercado y, una vez vacío, prenderle fuego. Lo mismo dispuso para el palacio del gobernador. Requisamos cuantos carros encontramos disponibles: ahí viajaría nuestro botín. Contemplé el rostro de nuestro rey, crispado, incluso transido, al ver cómo las llamas se elevaban hacia el cielo. Era la venganza por la doble destrucción de Oviedo, por los hombres muertos en las Babias y en el Quirós y en el Soto, por los paisanos capturados como esclavos… Para mí era también la venganza por Deva, y por Tello, y por Gadaxara y por el
miles
Juan.
Hacia el mediodía, todo había terminado ya.
—Os juré que nuestras armas obtendrían venganza por la destrucción de Oviedo —nos dijo Alfonso—. Ya está hecho con la ayuda de Dios.
El rey ordenó que el botín fuera acumulado en los carros y llevado fuera de la ciudad. Así se hizo, pero ello no impidió que muchos de nuestros hombres aparecieran envueltos en lujosas vestiduras o tocados con ricas joyas: era su parte de la caza y nadie se lo recriminó. Después Alfonso mandó ejecutar al gobernador moro. Lo hicieron los propios mozárabes lisboetas. Finalmente, de entre los soldados supervivientes de la guarnición se escogió una cuerda de doscientos cautivos; todos ellos fueron atados con cadenas. Muchos mozárabes pidieron marchar al norte con nosotros, para huir del yugo sarraceno. El rey aceptó.
Volvimos grupas hacia nuestro hogar con el mayor botín que jamás un ejército cristiano había conseguido en tierra de moros.
El retorno a Oviedo fue un largo paseo triunfal. Una vez cruzado el Duero, ya en tierra cristiana, el rey Alfonso se ocupó de instalar en los pueblos costeros a los mozárabes redimidos en Lisboa: su vida no sería ahora menos menesterosa, pero serían hombres libres en un suelo bendecido por la cruz. A medida que la comitiva avanzaba hacia la capital del reino, las huestes fueron marchando hacia sus hogares. Antes de llegar a Astorga dejaron la columna los señores gallegos y sus mesnadas; con ellos llevaron su parte correspondiente del botín.
Miles de campesinos salieron a vitorearnos a lo largo del camino mientras las campanas de las aldeas festejaban el acontecimiento. La entrada en Oviedo fue una fiesta. Todo el pueblo estaba allí, y con él también los clérigos y hasta los notables de la corte: todo el mundo acudió a saludar al rey victorioso. Alfonso mantenía una pose amable, pero rígida, como si no hubiera obtenido un especial placer con aquel triunfo.
El abad Fromestano se encargó de que aquella tarde corriera el vino y tampoco faltara la carne para el pueblo. Los jefes de hueste nos dedicamos a hacer recuento del botín. Realmente era extraordinario. Separamos la quinta parte, que correspondía al rey, y revisamos minuciosamente el resto distribuyéndolo conforme había sido acumulado en origen. A mí me tocaban dos carros: uno para mí y otro para repartir entre mis diez muchachos. Mi fracción del tesoro era estimable: muchas varas de lienzos y sedas, objetos de oro y plata, vasijas de cobre, una buena provisión de grano y, además, espadas y arcos y flechas con los que armaría a los soldados del castillo de Espinosa. Yo mismo me encargué de arreglar que todo eso se trasladara a Mena sin tardanza.
La celebración fue memorable. Después de los oficios en acción de gracias, el rey Alfonso ofreció una cena para sus más allegados en el jardín de su nuevo palacio. Allí estábamos los capitanes que junto a él habíamos combatido, pero también el personal de palacio y, de manera muy destacada, los condes que ejercían el gobierno. No me extrañó ver a Nepociano. Instintivamente, busqué a Creusa. No la vi. Pero fue ella la que me encontró a mí:
—Vienes hecho un héroe, Zonio —me espetó con su sonrisa burlona—. Ven, alejémonos un poco.
Creusa me tomó de la mano y me condujo hasta un rincón apartado, junto a una bonita fuente: uno de los detalles que el arquitecto Tioda sembraba por todas partes. Miré a la mujer desde los cabellos hasta los pies: resplandecía. Para la ocasión había engalanado sus cabellos con guirnaldas de flores. Cubría su cuerpo con una suave túnica roja, ceñida al talle con un cinturón de brillantes adornos. Era para volverse loco. Desanudé un trapo sucio de mi brazo.
—Este pañuelo es tuyo, ¿lo recuerdas?
—¡Dios mío! —exclamó Creusa con un mohín de repugnancia—. ¡Qué sucio está!
—Es sangre —sentencié. Pretendía asustarla, pero ella jugó fuerte.
—Ah, ¿sí? ¿De quién? —preguntó con indiferencia.
—De un moro que guardaba la puerta del barrio mozárabe en Lisboa.
Creusa tomó el pañuelo en sus manos. Hizo como si lo examinara detenidamente, pero en realidad era a mí a quien miraba. Sus ojos me quemaban. Luego cogió el lienzo y lo sumergió en la fuente. Una sucia nube parduzca enturbió la pileta. Con gesto firme, lo escurrió y volvió a anudarlo en mi brazo. Me miró con ojos de fiera.
—Quiero que vuelvas con más.
—¿Y si no vuelvo?
—Que me traigan al menos tu brazo. Para recuperar el pañuelo.
Embriagado de victoria y de deseo, esa noche cubrí de besos a Creusa.
La victoria de Lisboa nos había hecho ricos a todos. Al rey Alfonso le procuró recursos para acelerar la construcción de su capital, aquella Oviedo esplendorosa que soñaban el monarca y su arquitecto Tioda. Pero el triunfo debía servir además para otra cosa de enorme importancia: mostrar a Carlomagno que aquel pequeño reino de Asturias que pedía su alianza no era una menesterosa tribu de las montañas, sino una potencia capaz de ejecutar auténticas hazañas. De manera que, apenas regresados a casa y disuelta la hueste, Alfonso ordenó que una embajada de la corte marchara al país de los francos para dar noticia de nuestro éxito y poner su fruto a los pies del gran Carlos.