El caballero del jabalí blanco (18 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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La fuerza del rey Bermudo esperó a la morisma hasta que la vanguardia sarracena se dejó ver en la calzada, allá donde las montañas se abren al llano. Con el propósito de encajonar al enemigo, la fuerza cristiana cargó. El visir Yusuf reaccionó con rapidez, desplegó hacia los flancos a su caballería, que ganó con presteza la llanura, y en el centro de la vanguardia colocó a los peones, dispuestos a frenar nuestra acometida. La hueste de Asturias entró con valentía y violencia: la caballería primero, cosiendo a lanzadas a los peones moros, y detrás nuestra gente de a pie, cortando miembros y quebrando huesos. Los primeros compases de la batalla parecían prometedores: la fuerza mora se fundía a nuestro paso como un bloque de manteca. Pero era una falsa ilusión.

Después de la primera línea mora de peones vino otra, y luego otra. Nuestra acometida, ya cansados los hombres, quedó frenada. ¡Dentro de las montañas! Mientras tanto los jinetes de Yusuf habían rodeado a nuestra hueste y nos acosaban ahora desde todos los puntos. El centro de nuestra ofensiva había pasado de atacar a defenderse. El flanco izquierdo, desprotegido, se hundió hasta apelotonarse con el centro. Solo el flanco derecho resistía: el de Gadaxara.

Mi señor, en el trance del ataque, había tomado la providencia de no entrar en las montañas, sino atajar el despliegue de la caballería sarracena por su flanco. Estábamos en un punto crucial: los jinetes moros tratando de ganar la planicie, los caballeros de Gadaxara trabando su marcha y nosotros, los peones, aupados en las peñas cercanas, hostigando a la morisma con flechas, jabalinas, piedras y todo lo que teníamos a mano. Nuestros caballeros acometían a los jinetes enemigos por delante y nosotros lo hacíamos por detrás. Hubo mucha sangre y mucha muerte, pero la maniobra funcionó: aquel ala del despliegue moro quedó deshecha. Y así, mientras en el centro de la batalla la cruz se hundía, la fuerza de Gadaxara mantuvo su línea.

Frustrado el despliegue sarraceno en nuestro flanco, mi señor dio orden de sumarnos al centro para reforzar al núcleo de nuestras tropas, muy apurado bajo la presión sarracena. Cargamos como jabalíes furiosos gritando venganza. Logramos enlazar con la vanguardia. Allá, en el centro, veíamos al rey protegido por sus caballeros. Bermudo corría peligro. Yo me sumergí en la multitud con la azagaya en una mano y la cimitarra en la otra. Maté a muchos, como empujado por una fuerza demencial: era el recuerdo de Deva el que movía mis brazos. Por un momento pareció que podríamos dar la vuelta a la batalla, pero…

La batalla de río Burbia fue una auténtica catástrofe. Todos los temores de Gadaxara se vieron confirmados. Ni toda la furia del mundo puede invertir el curso de una batalla cuando te has colocado en mala posición y el enemigo te triplica en número. El visir Yusuf había movido a sus tropas muy sabiamente. Nosotros, por el contrario, habíamos escogido la peor de las opciones. La hueste mora terminó por rodearnos. Solo el flanco de Gadaxara permanecía a salvo. Mi jefe, viendo la batalla perdida, no lo dudó:

—¡Al rey! ¡Al rey! —gritó.

Había que salvar al rey Bermudo, sacarle de aquella trampa en la que en cualquier momento podía ser alcanzado por las armas enemigas. A fuerza de puro brazo abrimos un pasillo para que Bermudo huyera. El caballo del rey cruzó velozmente entre nuestras líneas. Después, línea tras línea, todos los que pudimos salvar la vida fuimos retirándonos hacia las montañas. Fue una pesadilla. Tratábamos de no perder la cara al enemigo, no darle la espalda, porque eso habría supuesto la total aniquilación en una desbandada letal. Había que retroceder cuesta arriba y, al mismo tiempo, detener la pretensión mora de alancearnos en la retirada. El empuje sarraceno no cedió hasta que los primeros fugitivos estuvieron en posición de arrojar rocas desde las peñas. Más de una se llevó a hombres de nuestro bando, pero el recurso frenó en seco la persecución. No más de un centenar de guerreros de Asturias pudimos salir vivos de allí.

Llegué hasta donde mi señor se encontraba, en lo alto de un cerro. Gadaxara, aún montado en su caballo, contemplaba melancólico la retirada, el lento goteo de hombres heridos que trabajosamente ascendían las peñas para eludir la muerte. Me miró y preguntó:

—¿Dónde está tu escudo?

—No tengo, señor —respondí. Era verdad: nunca había tenido escudo.

Gadaxara me arrojó una rodela de madera cubierta de cuero y tachonada de hierro. Mi primer escudo. Lo tomé como una recompensa a mi esfuerzo en el combate.

Mi jefe encorvaba su cuerpo sobre la montura. Yo sujetaba sus riendas. No podía evitar una sensación de insondable pena. Desde que hube abrazado aquella nueva vida no había parado de combatir, pero sin obtener otra cosa que hiel y amargura. Me pregunté si realmente yo estaba hecho para esto. Me respondí que, en cualquier caso, mientras no consiguiera vengar a Deva no cabía otra existencia para mí.

El rostro de Gadaxara, bañado en sudor y polvo, se crispaba en una expresión de horror y a la vez de orgullo humillado. No cabía imaginar una derrota más severa. En eso llegó hasta él otro jinete. Detuvo su caballo junto al de mi señor. Miré: ¡era el propio rey! Bermudo contemplaba igualmente el lento retorno de los vencidos. Su gesto expresaba una desolación y una tristeza sin límites. Bermudo, el rostro delicado, la barba corta, trataba a duras penas de mantenerse entero. Se había batido con valor, pero observé que ahora sus piernas temblaban de fatiga. Los supervivientes de la hueste, al llegar a nuestra posición, miraban al rey con ojos iracundos y desafiantes. Después de haberse asomado a la muerte, culpaban a nuestro rey de su desdicha. Bermudo no fue capaz de sostenerles la mirada. En un murmullo se dirigió a Gadaxara:

—Di lo que piensas —ordenó.

—Que uno no debe librar una batalla si no sabe cómo ganarla —respondió mi jefe.

—Pero todos estaban de acuerdo en atacar aquí —replicó el rey.

—Y lo han pagado con la vida. La guerra nunca es cuestión de mayorías, mi señor.

El rey suspiró:

—Te debo la vida, Gadaxara.

—Señor —contestó Gadaxara, la vista perdida en el horizonte—, no os he salvado a vos por ser vos, sino por ser rey. Porque era mi deber. Pero ahora el rey debe salvar al reino.

Aún permanecieron ambos jinetes unos minutos en silencio, quietos sobre sus monturas. Luego Bermudo espoleó a su fatigado corcel y se marchó.

9. En busca de un rey

Bermudo, en efecto, salvó al reino de la mejor manera que podía hacerlo: abdicando. Aún no había terminado el verano, pocas semanas después de nuestro retorno, cuando reunió a la corte y dio a conocer su propósito de dejar la corona a quien reuniera mejores virtudes que él.

Hubo una cierta resistencia por parte de la facción que aspiraba a un pacto con Córdoba, pero esta no se hallaba en la mejor de las posiciones. El emir Hisam había golpeado sin piedad al reino de Asturias. Con eso había dejado claras sus intenciones. ¿En nombre de qué podía ahora invocarse la necesidad de un pacto? Solo la cobardía podía inspirar tales pensamientos. Y ahora, con miles de guerreros muertos en toda la extensión de la frontera, con centenares de aldeas saqueadas, con miles de paisanos hechos esclavos, la cobardía era traición. Otros podrían rendirse; Asturias, no. Beato de Liébana tenía razón. Asturias ya había resistido una vez. Ahora volvería a hacerlo.

Bermudo no era la persona indicada para gobernar aquel paisaje, pero fue él mismo quien propuso la vía: si un nuevo monarca debía dirigir los destinos del reino, no podría salir de la camarilla de nobles que hasta ese momento había impuesto su ley, sino que era preciso volver a la legitimidad de la sangre de Pelayo. Un joven rey había sido ya coronado y enseguida depuesto: Alfonso, el hijo de Fruela y Munia, refugiado ahora en tierras vasconas. A él debía volver la corona. Era lo que estaba pidiendo una nutrida facción de la corte, era lo que estaba pidiendo el pueblo y era, también, lo que la Providencia dictaba. Había, pues, que ir a buscar a Alfonso. Bermudo en persona designó al mensajero que debía traer a Alfonso a Oviedo. Ese mensajero sería Gadaxara. Y a mí me cupo el honor de ir con él.

Partimos hacia el este una mañana de verano. No iba a ser un viaje de recreo: era preciso cabalgar sin descanso hasta tierras de Álava, encontrar al rey Alfonso, referirle lo ocurrido y traerle de vuelta a Oviedo. Una misión trascendental.

Ocho hombres componíamos la formación. Recuerdo especialmente a uno de ellos, Teudano, un joven caballero con el que terminaría uniéndome una gran amistad. Gadaxara me hizo el honor de regalarme una cota de malla. Era la primera vez que vestía tal prenda, con sus duros aros de hierro cubriéndome el cuerpo. También me entregó un caballo; por fin pude dejar las mulas. Con todo eso más mi casco de cuero remendado, la cimitarra ganada en Campoo, la rodela obtenida en el Burbia y, por supuesto, mi vieja azagaya, ya parecía un guerrero.

En realidad, Gadaxara no me había armado para darme placer, sino por prevención. Todos cabalgábamos armados hasta los dientes. La prudencia de mi señor estaba justificada: íbamos a dar un giro decisivo a la política del reino. A la ida o a la vuelta podíamos sufrir alguna celada. No cabía descartar que cualquier magnate de la vieja facción, la misma que en su día había exiliado a Alfonso, intentara ahora impedir el retorno del rey.

Cruzamos el reino como una exhalación, de fortaleza en fortaleza, sin descanso, reclamando cambio de caballos en cada etapa. Fuimos de Oviedo a Cangas, de aquí hasta Evencia, después a Somorrostro y Laredo. Yo conocía bien ese camino. Pero había una diferencia sustancial entre andarlo como peregrino, según hice la primera vez, y cruzarlo como guerrero del rey. En Laredo ni siquiera pude acercarme a ver al viejo monje, el primer hombre que me abrió las puertas y también el entendimiento: «El Señor revela a las naciones su salvación».

Una vez en Laredo, el camino se hacía menos seguro. En principio, la vía natural era bajar hasta Carranza. Y aquí vi el cielo abierto, porque semejante trayecto me daba ocasión de ver a mi familia. Desde mi partida, casi tres años atrás, no había tenido noticia de Lebato y Muniadona, de Vítulo y Ervigio. Se lo expuse a Gadaxara:

—Conozco un buen camino que nos llevará hasta las tierras de Álava sin internarnos en las montañas inhóspitas: por Carranza hasta el valle de Mena, donde podremos avituallarnos con mi familia, y desde allí hasta la tierra de Ayala en apenas una jornada.

A Gadaxara le pareció bien.

Confieso que experimenté un placer insano cuando llegamos a Carranza. La vieja aldea tenía un aspecto esplendoroso en este final del verano. Su rústica belleza me pareció casi insultante al recordar todo el horror que yo había vivido en los últimos meses. Como es natural, enfilé directamente hacia la casa de mi hermano García, el primogénito, dueño ahora del antiguo solar familiar, que tan grosero trato me había dispensado en mi anterior visita. Enseguida localicé la casa. A la puerta había una mujer de buena apariencia con un cántaro entre las manos. Esa era, sin duda, la esposa de mi hermano, traída de las salinas.

—A la paz de Dios. ¿Dónde está el dueño? —pregunté.

—¿Quién le busca? —contestó recelosa la mujer, mirando con gesto agrio nuestras armas y bagajes.

—Su hermano Zonio —respondí.

A la mujer se le cayó el cántaro, que se rompió con estrépito, y corrió hacia el interior de la casa. Al rato apareció mi hermano.

—¡Válgame San Celedonio! —exclamó—. ¿Tú eres Zonio? ¿Pero no ibas para cura, como los otros?

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