Transcurren los últimos años del oscuro siglo VIII de nuestra era. El joven protagonista de esta novela, Zonio, hijo de Lebato y Muniadona, atraviesa las montañas cántabras con su familia en busca de un fértil valle que pueda alimentarlos a todos.
Saben que por su audacia pueden acabar muy mal: asesinados en sus nuevas tierras saqueadas por los musulmanes o esclavos en el gran mercado de Córdoba; pero el hambre aprieta y se niegan a seguir viviendo escondidos.
Así comienza la epopeya de la Reconquista. Y así la ha novelado José Javier Esparza. Zonio y sus pioneros labradores, monjes y guerreros verán muchas veces destruida su obra y tendrán que comenzar desde cero. Habrá mucha sangre y mucha muerte durante estos años de oro y hierro y precisarán de una fe a toda prueba y una fuerza titánica para continuar adelante.
Esta pudo ser su historia.
Una novela épica y amena ambientada en una época que podría ser el de nuestro ciclo artúrico.
José Javier Esparza
El caballero del jabalí blanco
La novela de los pioneros de La Reconquista
ePUB v1.0
AlexAinhoa17.09.12
Título original:
El caballero del jabalí blanco
José Javier Esparza, 2012.
Traducción: José Javier Esparza
La Esfera de los Libros, S.L., 2012
ISBN: 978-84-9970-358-9
Editor original: AlexAinhoa (v1.0)
ePub base v2.0
A las mujeres de la Reconquista.
Y a la mía, por supuesto.
En los últimos años del siglo VIII, pequeños grupos de campesinos de Asturias, Cantabria y Vizcaya comenzaron a cruzar las montañas en dirección al sur y ocuparon tierras al otro lado de la cordillera, cara a los grandes valles del Duero y el Ebro. La mayor parte de la península Ibérica estaba entonces bajo control musulmán. Los colonos cristianos sabían que su aventura podía terminar de muy mala manera: esclavos en el gran mercado de Córdoba o muertos sobre sus tierras saqueadas. Pero aquella gente estaba dispuesta a desafiar al mayor poder de su tiempo. Los pioneros, familias enteras, sin otro respaldo que su propia voluntad y su propia fe, roturaron campos, construyeron molinos, levantaron iglesias, fundaron aldeas… El mismo fenómeno empezaba a producirse, más lentamente, en el Pirineo. Así empezó la Reconquista. ¿Quiénes eran aquellos osados? ¿Qué les movía? ¿Qué buscaban?
Esta historia reconstruye aquellos primeros años de la Reconquista, cuando los reinos cristianos de España se parecían más a primitivas aglomeraciones tribales que a entidades políticas desarrolladas, y algunos clanes campesinos decidieron probar suerte en una tierra peligrosa, sí, pero que consideraban suya. La mayor parte de las circunstancias referidas en este relato son ciertas, es decir, que ocurrieron realmente. Sabemos que a finales del sigloVIII hubo un importante tránsito desde los valles cántabros y vizcaínos hacia el sur, hacia los valles de Mena, Losa y Tobalina, entre Burgos y Álava. Sabemos que en los primeros años del siglo siguiente ya había aquí aldeas bien organizadas y pequeñas comunidades monásticas. Sabemos que en una de ellas se escribió por primera vez el nombre de Castilla. Sabemos los nombres de sus fundadores: el matrimonio formado por Lebato y Muniadona, colonos del valle de Mena, con sus hijos Vítulo y Ervigio. Sabemos que lo hicieron solos, sin un ejército que protegiera a los colonos. Sabemos también que durante todo ese periodo se sucedieron las expediciones musulmanas de castigo —las temidas «aceifas»— en busca de esclavos y tierras para saquear. Sabemos que, pese a todo, aquella gente permaneció allí. Sabemos que muy pronto los colonos se extendieron hacia el este, por Valpuesta, y hacia el oeste por Espinosa de los Monteros y, al fin, la montaña de Palencia, y que aquí nació el primer municipio español: Brañosera. Todo eso pasó de verdad. Es Historia.
¿Cómo sería la vida de esa gente? ¿Cuáles serían sus convicciones, sus afanes, sus sufrimientos, sus esperanzas? ¿Cómo pudieron afrontar una aventura en la que los riesgos eran muy superiores a los posibles beneficios? El cine nos ha familiarizado con la formidable aventura de los colonos en el oeste norteamericano. Pues bien, esta epopeya de nuestros colonos cristianos en las tierras del norte es todavía más impresionante, porque el enemigo al que tenían que enfrentarse no era una barahúnda de tribus primitivas, sino un poder tan evolucionado como el del emirato de Córdoba, y porque nunca hubo un Séptimo de Caballería para proteger su avance, sino que ellos, los colonos, eran al mismo tiempo labradores y soldados y monjes. Se precisaba una fe a toda prueba y una fuerza titánica para acometer una empresa semejante. Hubo en el trance mucha sangre y mucha muerte. Nuestros colonos vieron muchas veces destruida su obra, pero volvieron a comenzar desde cero. Y al final, ganaron.
Para contar esta historia hemos escogido a un personaje real: un tal Zonio cuyo nombre aparece entre los firmantes del fuero de Brañosera, en el año 824. Nada más se sabe de él sino esa rúbrica en aquel documento. Junto a Zonio comparecerán aquí otros muchos personajes que también existieron realmente: los primeros colonos. Una vez más, de ellos apenas conocemos otra cosa que el nombre. Pero sus ignotas vidas nos van a servir de hilo conductor para reconstruir todo lo que pasó en el norte de España en el medio siglo que va desde el año 780 hasta el 830. Unos años en los que el reino de Asturias se debatía violentamente entre el pacto con el moro y la resistencia a ultranza. Unos años decisivos en los que la Iglesia de Asturias se separó de la obediencia de Toledo en medio de un enorme escándalo doctrinal y político que llegó a oídos del mismísimo Carlomagno. Unos años en los que Córdoba enviaba a sus bereberes para capturar muchachas rubias y venderlas como esclavas. Unos años en los que apareció la tumba del apóstol Santiago en Compostela. Unos años de oro y hierro en los que los pioneros de Asturias, Cantabria y Vizcaya escribieron con sus manos y sus pies el primer capítulo de la Reconquista. Esta pudo ser su historia.
El colono, el monje y el escudero
Con esa azagaya que ahora descansa sobre el muro maté por primera vez a un hombre.
Apenas tendría yo dieciséis años, novato escudero en la hueste del gran Gadaxara. Los moros estaban doblegando nuestra defensa. En el fragor de la batalla quedé lejos de mi gente, aislado en una demencial nube de polvo y gritos y lamentos y furia. Vi entonces a un sarraceno que se precipitaba sobre mí enarbolando su cimitarra con grandes alaridos. Aterrado, eché a correr peñas arriba. Cada vez sentía más cerca la llegada de la hora final. Yo nunca antes había peleado a muerte contra un hombre. Sentí en la espalda el latigazo frío del metal rasgándome la camisa. Entonces tropecé. Traté de revolverme. Solo recuerdo que una inmensa mole cayó sobre mí y un golpe seco me privó del sentido.
Cuando desperté, no sabía si estaba muerto o vivo. Aún tardé en identificar aquel líquido caliente y viscoso que caía sobre mi frente. Así descubrí que el moro había ido a desplomarse encima de mi azagaya y que ahora yacía allí, sobre mí, atravesado de parte a parte, expulsando por la boca su sangre de difunto. De repente me faltó el aire. Con un chillido de miedo y de ira me zafé del cadáver. Me puse en pie. Miré alrededor. No había nada, salvo muerte.
Recogí la cimitarra del moro. Saqué de su cuerpo mi azagaya. Tembloroso, mareado, asustado, me escabullí del campo tan rápidamente como mis maltrechas piernas me lo permitieron. El cobijo de unas matas me dio la oportunidad de recobrar el resuello. Escuché gritos a lo lejos. A gatas me acerqué al lugar. El poblado ardía. Las llamas de las techumbres de paja dibujaban un anticipo del infierno. Allí vi con horror el macabro ritual de la victoria musulmana: las cabezas de mis hermanos de armas, separadas de los cuerpos, formaban un sanguinolento túmulo. Los almuecines habían subido a la pirámide de cabezas y desde lo alto gritaban a su Alá. Entre sollozos, no pude sino dar gracias a Dios por haberme librado de la matanza. Pero entonces vi algo peor: apiñados en una informe muchedumbre, como un rebaño de ovejas, estaban las mujeres y los niños de la aldea, golpeados y vejados y escupidos. Su suerte estaba echada: la suerte del esclavo. Una lanza invisible atravesó mi pecho cuando descubrí que allí, entre las ovejas sin pastor, a merced de los lobos, estaba ella: Deva. Sus trenzas doradas eran ahora una madeja sucia de hollín y miedo. Alguien pagaría por ella una buena cantidad en Córdoba. Ciego de ira y de dolor, escapé.
Anduve errabundo hasta que el sol se puso. Era ya noche cerrada cuando un rumor atrajo mi atención. Ese rumor hablaba mi lengua. Seguí la guía de mi oído. Vi entonces, tras un peñasco, un tenue resplandor. Me acerqué con cautela. Era una hoguera. Grité: «¡En el nombre de Cristo!». Una multitud de sombras se agitó en torno al fuego. Vi sus caras. Era mi gente. Los guerreros vencidos de Asturias me recibieron con una mezcla de alivio y angustia. La fatiga y la muerte habían esculpido atrocidades en aquellos rostros. Uno vio mi cimitarra, la que capturé al moro. La señaló con su dedo. Después palpó la sangre seca que cubría mis ropas y mi cuerpo: la sangre del enemigo. «¡Bravo, rapaz!», me dijo. Ese día dejé de ser escudero. Ese día me convertí en guerrero del rey. Desde ese día guardo esta azagaya.
De todo eso hace ya mucho tiempo, más del que quiero recordar. Ahora los años han pasado sobre mis espaldas, mi brazo ha empezado a temblar, mi vista se ha rendido, pocos dientes quedan en mi boca, el vientre se ha hecho perezoso y la orina blanda. Por eso he venido aquí, entre estos muros. Mis padres construyeron esta iglesia con sus manos. Cuando se sintieron viejos, se retiraron aquí a morir. Yo ahora sigo sus pasos.
Os hablaré de mis padres. Se llamaban Lebato y Muniadona. Fueron los primeros cristianos en volver a estas tierras cuando Dios nos libró del yugo sarraceno. Ellos araron de nuevo los campos y limpiaron los molinos derruidos. Levantaron una casa y pusieron nombre a los ríos y a las veredas. Lebato y Muniadona tuvieron nueve hijos: García, destinado a heredar las tierras; Vítulo, que fue abad; Adosinda, que casó en Galicia; Ervigio, que también abrazó los hábitos; Tello, que desapareció cautivo en tierra de moros; Munia, que casó en Mena; Esteban, que murió niño; Bartolomé, muerto al nacer, y yo. Mis padres conquistaron un mundo para nosotros. Desafiaron al hambre y al moro, a las nieves y a las bestias. Sabe Dios cuántos sufrimientos flagelarían sus almas para llevarnos a la boca un pedazo de pan. Pero en sus últimos años, cuando sus cuerpos se inclinaban ya doblados hacia el suelo, pudieron ver con orgullo cómo su linaje se prolongaba sobre una tierra libre.