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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (12 page)

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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—Mi querida dama Creusa —habló Beato, untuoso—. Me alegra encontraros con tan buen aspecto. Pero veo que la pequeña Creusa ha crecido hasta ser casi tan bella como su madre. Os saludo a las dos y os doy mi bendición. ¿Cómo se encuentra hoy el rey nuestro señor?

La dama mayor, Creusa madre, abrió los brazos mostrando las palmas de las manos en un gesto que me pareció teatral.

—¡Ay, queridísimo Beato! —gimió—. Mucho me temo que el rey nuestro señor, mi augusto marido, no vive sus mejores días. Hace dos semanas que está en cama. Apenas si se levanta. Cuando lo hace, la vista se le nubla y las piernas le flaquean. Se queja de fuertes dolores por todas partes. Siete días atrás se sintió tan mal que te hizo llamar. No ha mejorado desde entonces. Te espera. Le aliviará saber que estás aquí.

Creusa madre, sollozando, acompañó a Beato a la portezuela flanqueada por los dos cofres. Por ella desaparecieron. Yo quedé solo en la cámara, frente a la pequeña Creusa hija. Entonces descubrí por qué las dos mujeres me habían llamado la atención: eran sus ojos. Las dos, madre e hija, tenían los mismos ojos. Unos ojos de azul violáceo. Y esos ojos eran los mismos que los de la bruja del bosque, o al menos así me lo parecieron. No podía alejar mi mirada de aquellos dos luceros violetas, y cuanto más los contemplaba, más me recordaban a la misteriosa hechicera de los extraños conjuros. La niña rompió la magia con un comentario banal:

—¿Eres el criado de Beato? No te conocía.

—No soy su criado —contesté con un punto de bobo orgullo—. Soy su aprendiz. Él es mi maestro. Y yo le acompaño y le sirvo en cuanto pueda necesitar.

—Mi padre también tiene criados —dijo la pequeña Creusa—, pero no aprendices.

Mis entrañas aún no se habían repuesto del estremecimiento provocado por los ojos de aquella chiquilla, pero su simpatía fue deshaciendo poco a poco cualquier recelo. Rompió a hablarme de todo un poco, y todo a la vez: el palacio, su vida, su madre, sus compañeros de juegos, sus perros… La pequeña Creusa tenía un enorme encanto: hablaba con una voz cantarina y limpia, como arroyo de montaña, y la ingenuidad de sus comentarios me arrancaba sonrisas que en algún momento temí irrespetuosas. Pasado un rato, la madre regresó junto a nosotros.

—Hemos de esperar. Beato está confesando al rey. ¿Cómo te llamas, muchacho?

—Zonio, mi señora. De Mena.

—¿Mena? —interrogó sorprendida—. ¿Dónde queda eso? Nunca he oído hablar de tal paraje.

—Es un valle al sur de Cantabria y al oeste de Álava, mi señora. Allí vivía yo con mis padres antes de ingresar en San Martín de Turieno, en la Liébana.

—Liébana sí la conozco —comentó la dama—. Bonito lugar.

Un denso silencio se adueñó de la cámara. Creusa madre tomó asiento. La hija, antes tan habladora, enmudeció. Yo permanecí de pie, haciendo coro al silencio. Volvieron a mí, como alucinaciones, las estampas de los ojos de la bruja y la irracional convicción de que las dos Creusas, madre e hija, tenían su misma expresión y su mismo color. Para apartar tan inconvenientes pensamientos concentré mi atención en los ricos vestidos de las dos damas: hermosas túnicas de vivos colores, con profusión de cintas y adornos, aderezadas con brillantes fíbulas para abrochar los ropajes. Las dos eran muy bellas: los mismos cabellos negros, el mismo rostro afirmativo… ¡y sí, los mismos ojos hechiceros de azul violáceo!

Beato tardó mucho en salir de la cámara del rey. Cuando lo hizo, le noté sobrecogido. Sin mediar palabra, se inclinó ante las damas, que besaron su mano, y abandonó el lugar. Yo, detrás. Inmediatamente ganamos nuestro carruaje. Mi maestro guardó un inusual silencio durante todo el trayecto de vuelta. Solo rezó. Rezó mucho. Una oración detrás de otra. Yo recé con él.

6. El amor

El rey Mauregato murió pocos días después de nuestra visita. Un mensajero de la corte vino a San Martín a contarlo. En el mismo mensaje se decía que el nuevo rey era Bermudo, hijo del guerrero Fruela Pérez y, por tanto, primo del monarca difunto. A este Bermudo le llamaban el Diácono porque pertenecía a ese estado clerical: órdenes menores, un escalón por debajo del sacerdote, sin voto de celibato. El mensajero transmitió también un recado de la viuda Creusa: requería la presencia de Beato y Eterio para acudir a las exequias fúnebres. Así mis dos maestros partieron de nuevo hacia Pravia y yo quedé solo en el scriptorium, sin otra vigilancia que la del hermano iluminador.

Mi copia de San Braulio estaba casi terminada. Me entretuve leyendo el
Comentario apologético
de Beato, que tanto había conmocionado a los espíritus más preclaros de la cristiandad. Pero confieso que, conociendo como conocía el fondo del asunto, su lectura me aburrió. Me interesaba mucho más saber qué sería ahora del reino con el diácono Bermudo en el trono. ¿Por qué los magnates no habían acudido al joven Alfonso, el derrocado, que seguía oculto en tierras de Álava? ¿Acaso había triunfado definitivamente el partido de los que buscaban un pacto con Córdoba? Nadie en San Martín podía contestar a mis preguntas. Solo Beato. Pero Beato no estaba allí.

Pasaban los días, mi maestro no volvía y yo empezaba a sentirme incómodo en mi cuerpo. Afuera estallaba la primavera. Me sobraban los hábitos y me irritaba la rígida regla de San Benito. Por razones que solo puedo achacar a la acción de algún mal espíritu, mi mente se vació de cualquier buen propósito y en su lugar apareció una sola cosa: las trenzas doradas de Deva, la hija de Asur. En otras condiciones habría podido recordar la admonición de mi hermano Vítulo: «Nada de tontear con las mozas del pueblo». Pero tan poseído estaba por la huella de Deva, que la advertencia ni siquiera vino a mi recuerdo. Entonces caí.

Me obsesioné con la idea de salir del monasterio y encontrarme con Deva. De día y de noche mi pensamiento imaginaba mil estratagemas para forzar aquel encuentro. Y no eran solo pensamientos: me ofrecí voluntario para apacentar a las ovejas del monasterio en el prado cercano, para pescar en el río, para acarrear tales o cuales cosas desde la aldea cada vez que era menester… Todo con el único propósito de ver a mi dama soñada.

En cada uno de estos trabajos, aprovechaba las salidas para dar una vuelta por la aldea, acercarme a la casa de Asur y fisgar en busca de la muchacha de las trenzas doradas. Un día y otro, con paciencia de cazador y ofuscación de enamorado. Empecé a faltar a los oficios. Con frecuencia pedía a mi compañero Braulio, aquel al que ofrecí mi mula en la subida a San Martín, que cubriera mi ausencia. Después de todo, me debía una. Braulio, dócil, hizo honor a su deuda. O eso quería pensar yo.

Un día conseguí mi propósito: la vi. Fue en la orilla del río. Yo sabía que Deva, con otras mozas del pueblo, acudía allí a lavar la ropa. Varias veces había acechado en torno a aquel lugar. Esa mañana las mozas aparecieron en ruidoso tropel. Entre ellas, Deva: su cesta apoyada en la cadera, su risa ganando en belleza al trino de los pájaros, su rubia cabellera coronándolo todo.

Fingí un paseo casual. Me acerqué a las lavanderas.

—Buenos días, muchachas.

Me respondió un coro de risas sofocadas.

—¿Laváis la ropa?

Nuevas risas.

—Estoy recogiendo cangrejos para el convento —expliqué yo, señalando mi morral.

Ahora las risas se mezclaron con un rumor que me pareció procaz. Deva permanecía indiferente, entregada a su lavado.

—Tú eres Deva, ¿no es así? ¿No te acuerdas de mí? —intenté atacar.

Las risas subieron entonces de tono. Ella me miró, el cielo en sus ojos.

—¿Y tú quién eres, mozo? —El tono de su pregunta era una acusación de impertinencia. No supe qué contestar. Ella completó, flagelando—: ¡Ah, sí! Ya me acuerdo de ti: el criado del monje iluminador, ese atolondrado…

—No soy criado. Soy aprendiz —contesté, herido.

Las mozas cambiaron sus risas por un silencio que me pareció hostil. Turbado, me despedí como pude.

Aquel encuentro debería haberme disuadido, pero, al contrario, solo despertó en mí nuevos deseos de acercarme a Deva. Su imagen venía una y otra vez a mi cabeza y entonces era como si el corazón se me quisiera escapar del pecho. En los días sucesivos insistí en mi obsesión, pero ahora mi propósito era encontrarla a solas. La abordé en la cañada del río, en la vega de los huertos, en la vereda del molino, en el camino del horno… Siempre fingiendo encuentros casuales que a ella, evidentemente, no la engañaban. Hasta que un día Deva accedió a hablarme.

—¿No tienes aún tonsura? —me preguntó.

Era una forma de marcar distancia: el día que me practicaran la tonsura en los cabellos, ese día ya sería monje. Pero no, yo aún no era más que un meritorio en la hospedería. Ni siquiera había alcanzado el grado de novicio. Y me esforcé por hacérselo ver a mi amada: yo era libre, y mi única voluntad era perder mi libertad en el amor de aquellos ojos del color del cielo. Omitiré detalles que no servirían más que para lastimar mi memoria. Solo diré que después de aquel encuentro vino otro, y después otro y aun otro más. Mi maestro Beato seguía lejos, en Pravia o quizás en Oviedo, resolviendo no sé qué asuntos relativos a su pleito con Elipando, y en el convento mi amigo Braulio mantenía su palabra y cubría mis cada vez más prolongadas ausencias. Yo ya solo vivía para Deva.

Deva me habló de sí misma. Muy niña había quedado huérfana de madre. Ella atendía la casa desde mucho tiempo atrás. Una bonita casa, por cierto: grande y bien construida, con buenas vigas. Su padre, el comerciante Asur, podía pagarse un servicio doméstico, pero era enormemente tacaño. Deva tenía dos hermanos varones, pero se hallaban siempre lejos de casa, cubriendo las rutas que su padre había trazado a lo largo y ancho del reino. Asur era un buen hombre —me dijo—, pero con un carácter terrible. Su temprana viudez le había amargado, y ella, Deva, era con frecuencia el objeto de sus reproches. Para mi amada su hogar era una cárcel. Yo recibí aquellas confesiones como el mandato de una misión: yo, Zonio de Mena, liberaría a Deva de su encierro.

Mi amor por aquella mujer alcanzó el grado de lo incandescente. Todo en ella me resultaba arrebatador: la gracia infinita de sus gestos, sus ojos de mirada candorosa, su sonrisa espontánea, su piel rosada de aurora, su manera de caminar como si flotara en el aire, la curva de su cuerpo, el amor de madre que ponía en cualquier tarea por áspera que fuera, incluso los mohines desdeñosos que alguna vez arrojaba sobre mí, como queriendo probar la solidez de mis sentimientos. Era el lenguaje del amor.

Una mañana salí del convento con la firme determinación de dar el paso decisivo. Había concertado con Deva un encuentro en la era, lejos de la aldea. Allí se lo dije: «Huyamos juntos». Yo tenía tierras: el valle de Mena era una enorme extensión de tierra libre a disposición de quien supiera hundir el arado. Podía mantener a una familia. Mis padres y hermanos forzosamente habían de acoger de buen grado a una muchacha tan llena de encantos y virtudes como ella. Deva se estremeció. Objetó el pecado. Pero no había riesgo de tal: yo tenía dos hermanos sacerdotes que consagrarían nuestra unión. Nos esperaba una vida larga y feliz en la tierra más rica que cabía imaginar. Lejos de Asur y sus amarguras. Lejos de Potes y sus habladurías. Solo ella y yo.

Esa mañana ocurrió. Acaricié su cuerpo. Besé sus labios. Bebí su aroma. Me envolví en su cabello. Huiríamos juntos.

Todo se vino abajo de repente y sin que yo supiera bien cómo. Creía tenerlo bien planeado: salir del convento con mi mula, recoger a Deva en su casa aprovechando cualquier ausencia de su padre y marchar juntos hacia nuestra felicidad. Pero nada salió bien.

La principal causa de mi desgracia fue Braulio, mi compañero, al que yo había confiado el secreto de mis ausencias. Una tarde, después de los oficios de sexta, a los huéspedes se nos permitió un rato de asueto. Yo me aislé en mis ensoñaciones. Entonces Braulio, dirigiéndose a los otros mozos, pero señalándome con el dedo, gritó:

—¡Ja, ja, ja! ¡Zonio se ha enamorado de una furcia hija de un buhonero!

Me revolví como un gato. La sangre me hervía.

—¡Retira eso que has dicho! —grité a Braulio. Los otros novicios se acercaron al calor del jaleo.

—¡No lo retiro! —porfió Braulio—. ¡Ella es una furcia y tú eres un imbécil! ¡Y un pecador!

Me cegué.

—¡Rata desagradecida! —rugí.

Me abalancé sobre él como una furia. Le derribé de un puñetazo. Él quiso replicar.

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