Llegó el gran momento. Apareció el
miles
Juan, que se hacía llamar así para subrayar su cualidad de guerrero. El
miles
Juan gobernaba aquello como rige un rudo pastor a sus cabras: a palos, pero con cuidado de no estropear la mercancía. Todo eran voces y gritos e imprecaciones. Se diría que allí la vida se organizaba según el tono de la voz, y este era generalmente estruendoso. A los mozos nos llevaron en tropel al palenque. Allí nos esperaba el
miles
: un tipo sarmentoso, nervudo, no muy alto, pero fraguado a golpes. Galleaba erguido, los brazos en jarras, con un montón de armas en el suelo, a sus pies. Nos miró uno a uno con aspecto fiero. Al hacerlo enseñaba los dientes, unos dientes grandes y muy sucios. Se fijó en mí. «¡Tú! ¡Ven!», ordenó. Acudí a la carrera. «¡Apestas, chico!», exclamó. Era verdad: apestaba a los excrementos y orines que el bestia de Asur me había arrojado dos días atrás y cuyo hedor permanecía pegado a mis ropas. Luego me miró de arriba abajo. Cogió un arma del suelo y me la tendió con violencia.
—¿Sabes qué es esto? —me gritó.
—Una lanza —contesté.
El
miles
me dio un guantazo en la nuca con la mano abierta. Los demás mozos rieron. Volvió a tenderme el arma, esta vez golpeándome el pecho:
—¡No! ¿Sabes qué es esto?
—Una jabalina —respondí. Nuevo guantazo.
—¡No! ¡Azagaya! ¡Se llama azagaya! ¡Oíd todos! ¡Esto se llama azagaya! ¡Repetid!
—¡Azagaya! —exclamamos todos a coro.
Y luego, dirigiéndose de nuevo a mí, preguntó:
—¿Sabes usar esto?
—Sí —mentí.
—¡Muéstramelo! —ordenó el
miles
Juan—. ¡Atácame!
El
miles
blandió un escudo y lo tercio sobre su cuerpo. Yo ataqué sin mucha convicción. El hierro de mi azagaya chocó blando contra el escudo.
—¡Eso no es atacar! ¡Ataca! —gritó de nuevo Juan.
Irritado, me lancé sobre el escudo. Al instante me vi volando por los aires y caído en tierra. No sé cómo, el miles tenía mi azagaya en su mano.
—¡Apestosa sabandija! ¿Eres un hombre o una damisela?
El
miles
reía. Los mozos reían. A mí se me subió toda la sangre a la cabeza. Me vinieron al ánimo la traición de Braulio, los excrementos de Asur, los sollozos de Deva, la tristeza de Beato, la rabia del fracaso. Embestí como un animal a mi oponente. El
miles
esquivó mi acometida y arrojó al suelo escudo y azagaya. Me quería vencer con las manos desnudas. Embestí de nuevo. Un golpe de Juan me envió a tierra. Yo estaba ciego de furia y volví a atacar. Esta vez pude colocar un cabezazo en el vientre del
miles
. Él acabó sentado en el suelo y yo tumbado, aturdido como si hubiera topado contra una pared. Entonces el
miles
rompió a reír a mandíbula batiente. Se acercó a mí, me levantó tirándome de la camisa y me dio otro guantazo en la nuca.
—¡Hueles mal, pero tienes redaños! —me dijo sin dejar de reír.
Me cargó su escudo a la espalda. Entendí que era un honor. Luego me permitieron por fin lavarme y cambiarme de ropa. Quemé mis viejos andrajos: en la brasa se extinguió mi humillación.
Durante los días siguientes serví como escudero del
miles
Juan. Resultó ser un buen tipo: exigente y adusto, pero justo y llano. La vida del escudero era en realidad muy simple: procurar que las armas estuvieran siempre bien bruñidas, que al caballo no le faltara agua ni pienso, mantener los arreos de la cabalgadura limpios y a punto… Cuando saliera de aquel campo, en unas pocas semanas, estaría preparado para servir como escudero a cualquier caballero del reino.
Los ejércitos de Asturias no eran como los de Córdoba ni como las legiones romanas. En el reino no había una fuerza militar permanente. Lo que había era una suma de huestes diversas, cada una dependiente de su propio señor. El magnate que podía procurarse una mesnada, lo hacía: eso aumentaba su poder y protegía su posición personal y la de su linaje. A esas mesnadas acudían los guerreros a cambio de manutención o tierras, y a veces de ambas cosas. Junto a tales huestes, el rey mantenía su propia mesnada, generalmente escogida de entre lo mejor del reino. Los más próximos al rey formaban su séquito personal, los
fideles regis
, como los que yo había visto en el palacio de Mauregato: guerreros que juraban dar su vida en defensa de su señor. Gadaxara, el patrón de este campo, era uno de esos
fideles regis
. Y el
miles
Juan brillaba como uno de sus mejores capitanes. Por eso se le había encomendado la selección de los escuderos.
En la hueste del
miles
Juan aprendí a distinguir unas armas de otras. Primero, por supuesto, la azagaya, aquella que me valió tres guantazos: una lanza de asta corta y hoja gruesa y larga, que era la preferida de nuestro jefe porque podía usarse tanto de cerca como de lejos, en el cuerpo a cuerpo y como arma arrojadiza. La lanza propiamente dicha era de asta larga y hoja más pequeña y muy puntiaguda, y en la mesnada la usaban sobre todo los jinetes al cargar. La jabalina era ligera y delgada, pensada para ser arrojada sobre el enemigo, y algunos de nuestros guerreros llevaban hasta tres o cuatro de reserva. A la jabalina también la llamaban dardo. Aprendí asimismo a distinguir los tipos de hacha y a valorar en particular la llamada «francisca», que recibía ese nombre porque la introdujeron los francos. En la hueste había también unos cuantos arqueros. Y luego estaban las espadas, que eran el arma preferida de los caballeros, pero que escaseaban, porque fabricar una buena espada resultaba costoso y exigía conocimientos que no estaban al alcance de cualquiera.
Nuestros guerreros usaban espadas largas y rectas, de hoja afilada en ambos lados y punta sólida y aguda. Los moros también tenían sus espadas: las que llamaban «jinetas», rectas como las nuestras, pero más finas, y las que decían «cimitarras», sables de hoja curva afilada en el lado que hacía hoz. La mayoría de los enemigos usaban sobre todo jinetas, pero en los últimos años habían empezado a traer cimitarras porque, al atacar a caballo, eran mucho más prácticas: la cimitarra no se clavaba, sino que segaba, de manera que no se perdía tiempo sacando el arma del cuerpo del enemigo. Todo eso me lo enseñó el miles Juan. Era asombrosa la capacidad de la cimitarra para cortar cualquier objeto; uno de la hueste había perdido una oreja precisamente en un lance así. Frente a las cimitarras, los nuestros preferían la espada recta, la del país, porque el sable moro les parecía frágil y poco seguro en el cuerpo a cuerpo. El problema radicaba en que una buena espada, ya os lo he dicho, era costosa y difícil de fabricar. ¿Por qué? Por el acero.
He de decir que aquí me apunté mi primera victoria en este nuevo mundo. La cuestión del acero me hizo subir mucho en la estima de mi jefe. Ocurrió que un día tuve que acompañar al
miles
Juan a la herrería de Evencia para verificar la entrega de algunas armas. Juan me hizo un comentario suspicaz sobre el herrero: los hombres se quejaban de que las espadas se mellaban demasiado rápido. ¿Por qué? Yo lo sabía. O creía saberlo. Y me atreví a explicárselo a mi jefe.
En Mena yo había aprendido, de labios del herrero Ramiro, algunos secretos sobre la forja. En concreto, Ramiro me había explicado cómo se obtiene el acero, asunto este que en la guerra era de importancia vital: una espada de hierro valía mucho, pero una de acero valía todavía más. ¿Sería yo capaz de forjar un arma de acero? No. Para eso había que poseer informaciones muy precisas sobre proporciones y procedimientos de forjado, y yo ignoraba tales cosas; ese secreto lo guardaba Ramiro para transmitírselo a su aprendiz. Pero lo que yo sabía bastaba para deslumbrar al
miles
Juan, que era un maestro en el arte de usar el acero, pero que carecía de la menor noción sobre cómo se fabricaba.
Yo había visto a Ramiro fabricar instrumentos de acero. Era una tarea que tenía algo de mágico. El herrero escogía una barra simple de hierro y la introducía en una pequeña cuña de acero previamente reservada. Al fuego soldaba los materiales y luego los mezclaba retorciendo la pieza sobre sí y golpeándola con el martillo hasta obtener una única materia. El secreto decisivo estaba en la operación final: había que calentar la pieza en un fuego de carbón. Era en este momento cuando, por arte de alquimia, la barra de hierro salía convertida en durísimo acero. De ese acero podría separarse después una mínima cantidad para repetir la operación con otra barra de hierro. Y así sucesivamente. Los mejores maestros eran capaces de medir los tiempos de forja y las cantidades de carbón con la exactitud precisa para que aquel acero fuera invencible. Ramiro era uno de esos maestros, pero resultaba evidente que los herreros de Evencia estaban lejos de tal destreza.
El
miles
Juan prestó la máxima atención a cuanto le dije. Musitó algo parecido a «diablo de muchacho». Cuando entró en la herrería, lo hizo con la seguridad de quien domina el oficio. No sé qué palabras intercambió con el herrero, porque me ordenó permanecer fuera, pero debió de hacer una verdadera exhibición. Cuando salió parecía el hombre más satisfecho del mundo. Y a mí esa noche me obsequió con un trozo suplementario de cecina.
La vida en la mesnada empezó a gustarme. Con frecuencia el
miles
nos imponía ejercicios que él mismo dirigía y que parecían pensados para aniquilarnos: largas marchas por la montaña, duelos con palos, peleas a golpes… «¡Sois damiselas y tenéis que ser escuderos!», gritaba. Esto era entre sesión y sesión de limpieza de armas. La jornada resultaba agotadora. Pero creo que agradecí no tener ni un minuto para pensar.
La disciplina en el campo era severa. Los revoltosos o mal dispuestos terminaban invariablemente con unos cuantos azotes en la espalda. El propio
miles
Juan los dispensaba con un zurriago de cuero. A cambio de eso, la comida era abundante, o al menos eso me pareció en comparación con las rígidas reglas de San Martín. Aquí, en el campo de Gadaxara, tampoco se olvidaba la asistencia espiritual: todos los días venía un clérigo de Evencia para cantar misa. El
miles
iba a ella como todos los demás. Sin duda, a su tosca manera, a aquel curtido guerrero también le animaba una profunda fe.
Un día apareció Gadaxara. Era un hombre joven, de planta impresionante, ese tipo de individuo que parece nacido para mandar. Peinaba su larga cabellera hacia atrás, sujeta con una tosca cinta, y mostraba su mentón y su bigote enteramente afeitados, lo cual no era muy común entre las gentes de su oficio. Vestía un peto de cuero con aspecto de coraza y largas perneras que se hundían en los zancajos de los zapatos. Toscas muñequeras cubrían sus brazos. Cruzaba sobre el pecho un tahalí del que colgaba su espada, un hermoso ejemplar con gemas en el pomo. El único lujo que se permitía su figura era precisamente ese: la espada.
Nadie sabía exactamente de dónde venía Gadaxara y él cultivaba deliberadamente el misterio. Unos decían que era franco, porque manejaba muy bien el hacha francisca, pero su latín sonaba igual que el nuestro. Otros decían que era de origen moro o, al menos, que había estado en el sur mucho tiempo, porque conocía bien a nuestros enemigos y sus maneras de combatir. Y aun otros sostenían que era un noble de origen godo expulsado de su linaje, y que por eso había adoptado el nombre de Gadaxara, un nombre que no quiere decir nada y que no se parece a ningún otro. Sea como fuere, Gadaxara formaba en el séquito personal del rey desde algunos años atrás: lo había hecho con Silo, con Mauregato y ahora seguía haciéndolo con Bermudo el Diácono. Gozaba de un prestigio indiscutible y bastaba verle en el palenque para entender por qué: peleaba como un león y movía la espada con una elegancia y una efectividad extremas.
El
miles
Juan nos agrupó a todos en la arena y nos presentó al caudillo de nuestra mesnada. Gadaxara miró al grupo con ojos inquisitivos. Tenía una mirada franca y agresiva bajo un ceño de pobladas cejas.
—¿Cuántos son? —preguntó a Juan.
—Ocho —contestó el
miles
.
—¿Todos conocen su oficio?
—Todos.
—¿Quieres quedarte con alguno? —ofreció Gadaxara.
El
miles
Juan dudó un momento y me señaló:
—A este: sabe leer y escribir y necesito un mensajero.
—Tuyo es —concedió el caudillo.
A partir de ese momento el grupo se dividió. Cada uno de los mozos marcharía con un señor distinto para servirle como escudero. Iría con él a la guerra y sería su asistente en la paz. Yo me quedaría con Juan. Gadaxara se marchó. No tardaría en volver a verle.