El caballero de Solamnia (39 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

BOOK: El caballero de Solamnia
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Me acuerdo de que Bayard me preguntaba: «¿Qué me decías de Benedict di Caela?».

No recuerdo más.

15

Los ópalos

La luz me iluminó el rostro y por un momento creí que me estaba quedando ciego. Deseé no ver la luz, no sufrir el resplandor, pero luego vi, aunque sin mucha claridad, nubes que pasaban sobre mí, acribillándome intermitentemente la visión. Al principio creí que aquellas nubes se estaban moviendo, más tarde sentí que estaba sobre una madera dura que se movía debajo de mí hacia todos los lados, y oí ruido de cascos y respiración de caballos.

Estaba viajando bajo la luz del cielo cubierto por nubes y pájaros que volaban. Veía el rostro de Brithelm encima de mí, también lo oía hablar y oí la voz de Bayard por alguna parte, aunque casi no la podía distinguir en medio del crujir de las ruedas y el canto de la alondra.

Intenté hablar y preguntar lo obvio:
¿Dónde estoy? ¿Qué me ha ocurrido? ¿Por qué tanta preocupación y confusión?
Pero Brithelm me decía algo sobre descansar y relajarme mientras me acariciaba la frente con la mano, fresca y tranquilizadora como la noche. Detrás de él podía oír voces de mujeres y una de ellas parecía la de Enid: una dulce música de pájaros.

Confié ardientemente en que fuera Enid, ya que la voz volvió a traerme su imagen a la memoria. La carreta se perdió de nuevo en las sombras y acabó entrando en una oscuridad más intensa y prolongada.

* * *

Me hallaba ahora en una habitación que me era remotamente familiar. De la pared del fondo pendía un tapiz que veía cada vez con más nitidez, iluminado por un candil. Una cara se materializó sobre mí: otro borrón de sombra y color. Mechas de pelo salvaje y despeinado, tan rojo como sus ropas.

—Se está despertando, Dannelle. Avisa a los Caballeros.

La puerta se cerró con suavidad. Intenté incorporarme. Fue muy penoso y, cuando lo hice, la luz de la habitación titiló como las estrellas.

—Descansa, hermano —me aconsejó Brithelm, fresco y tranquilo—. Si combates contra la fiebre, ésta te vencerá.

»
Además te espera una dura misión. He intentado suavizar el asunto lo más posible, explicarlo todo y lo mucho que lo sientes ante Sir Bayard Brightblade. He discutido con Sir Robert y ese caballero de negro...

¡Caballero de negro!

—... para posponer esa... charla. No quisieron saber nada. Quieren terminar con este asunto ahora, y los tres vienen hacia estos aposentos para escuchar tu historia.

»
Descansa ahora —continuó diciendo Brithelm—. Estás entre amigos.

Cerré los ojos y decidí aparentar el máximo grado de patetismo.

* * *

Debí haberme quedado medio dormido cuando algunas voces sonaron en la habitación, mezclándose, cambiando de tono, de timbre y de modulación de palabras cada vez que conseguía dejar el sueño para oírlas. Al final algo se movió junto a mi cama y abrí los ojos lenta y patéticamente, como si estuvieran llamándome allí mismo, en aquel instante, desde los límites del más allá.

Bayard estaba junto a la cama.

—Brithelm dice que estás mejor.

Lo confirmé con la cabeza, de la forma más débil que pude; intenté parecer animoso pero debilitado.

—Tienes otras visitas. Les he urgido que aguarden hasta que te recuperes, y lo mismo ha hecho tu hermano Brithelm, pero Sir Gabriel insiste en que la boda continúe adelante tal como está programada. Sin embargo, Sir Robert di Caela desea hablarte. Viene acompañado de Sir Gabriel, quien insiste en no haberte visto en su vida y, mucho menos, que haya hecho trato alguno contigo.

»
Galen, puedes estar seguro de que no tengo la más remota idea de si sabes algo, o si estás mintiendo o si has soñado, o si todo es un delirio producido por la fiebre, el vino y el remordimiento.

»
Sólo tengo que añadir que ahora confío en ti.

Puso la mano sobre la espada que llevaba consigo.

—Y puedes tener confianza en mí, Galen Pathwarden. Si lo que afirmas es cierto, aunque lo que digas enoje a ese Gabriel Androctus, a Benedict di Caela o a cualquiera de los nombres que adopte o elija la próxima vez. Te aseguro que mientras Bayard Brightblade respire, el hombre ese no ha de causarte daño alguno.

—Eso me anima, señor, mientras respiréis.

Bayard se rió débilmente, se dio la vuelta y dijo:

—Permite que los visitantes entren, Brithelm.

*

*

Se quedaron a mi alrededor, como si quisieran vigilarme. Sombríos y silenciosos escucharon la historia desde sus comienzos en la casa del foso, pasando por el pantano y las montañas, y mi sorprendente descubrimiento aquí en el Castillo di Caela.

Androctus estaba sospechosamente tranquilo, oyendo mis acusaciones como si fueran producto de mi imaginación a causa del delirio, o como si aquello tuviera que ver con otra persona. Se le vio también afectado cuando conté lo sucedido a Agion en las montañas: tuve que parar mi relato, cortado por la emoción. Eso fue lo que pensé hasta que Gabriel Androctus habló, pues era aquella voz de pesadilla, la que me había perseguido desde la casa del foso: dulce, apacible y vil.

—Este joven ha soportado cosas terribles —dijo cariñosamente—. No es de extrañar que tales pesares hayan... afectado su razón y le hayan hecho ver enemigos donde no existen. Si algo puedo hacer para aliviarlo, lo haré con mucho gusto
después
de la ceremonia.

Sir Robert miró a su futuro yerno; su mirada no contenía aprobación.

—Pero, por supuesto, Sir Gabriel —suspiró—, el problema es esa ceremonia. Porque si hubiera un ápice de verdad en lo que dice este muchacho...

—¿Que yo soy Benedict di Caela? —interrumpió incrédulo Sir Gabriel, dejando escapar una fuerte y terrible carcajada—. Hay demasiada malicia en vos, Sir Robert. Habéis estado herido durante un prolongado tiempo por el maleficio que os infligieron vuestros ancestros.

Sonrió maliciosamente y se apoyó contra el tapiz.

—Pero seamos justos. ¿Tiene ese muchacho alguna prueba palpable aparte de su febril testimonio?

Bayard y Sir Robert me miraron. Mis pensamientos corrían en busca de algo. ¿Prueba? ¿De las montañas? ¿Del pantano? Nada; pero...

—Bayard, por favor, traedme el manto. Está allí, junto a la chimenea.

Bayard hizo lo que le pedí, sin perder de vista a Gabriel Androctus, quien parecía un poco extrañado, y también algo preocupado.

Bayard me pasó el manto, caliente y bastante seco por el calor de la chimenea, pero húmedo en los pliegues debido al gran chaparrón de la noche pasada. El olor de la lana mojada me hizo toser, luego busqué en los bolsillos, entre los dados del Calantina, los guantes...

—¡Aquí están!

Sir Bayard y Sir Robert se inclinaron hacia adelante, Sir Gabriel dio un corto paso hacia la puerta.

—¡Las piedras! —exclamé, abriendo la húmeda bolsa y dejando que cayeran sobre la cama media docena de ópalos. Aparecieron suaves, blancos y hermosos entre aquellas mantas toscas...

—¿Y bien? —preguntó Sir Gabriel rápidamente—. ¿Constituye eso una prueba irrefutable?

—Así lo diría. Son los mismos ópalos con los que me comprasteis cuando todo ese maldito asunto empezó, cuando me pedisteis la armadura de Sir Bayard, allá en la casa del foso, y cuando la tomasteis; los dioses sabrán qué actos atroces cometisteis con ella.

—Basta, Galen —me advirtió Bayard—. Has demostrado lo que querías. ¿Os convence esto, Sir Robert?

—No, a no ser que sea más estúpido de lo que creo que es —se apresuró a hablar Sir Gabriel mientras Sir Robert se acercó a la cama, tomó uno de los ópalos y lo miró a trasluz—. ¿En cuántos lugares pudo un muchacho de las... tendencias de Galen Pathwarden haber «descubierto» una bolsa llena de piedras semipreciosas?

—¿Qué significa eso de ser «más estúpido de lo que creéis que soy», Androctus? —inquirió Sir Robert enérgicamente, rojo de cólera—. Decidme qué tipo de imbécil creéis que soy, vos, ¡enlutada
prima donna! -
-estalló mientras Bayard saltó en medio de ambos y los separó.

Androctus dio otro paso hacia la puerta.

—No habéis interpretado bien mis palabras, señor —dijo en tono apaciguador—. Sólo quise decir que el muchacho puede haber encontrado las piedras en cualquier lugar y el mero hecho de que las tuviera no nos debe llevar a sacar la conclusión de que lo soborné con ellas.

Sir Robert recuperó la calma y la dignidad. Habló seca y directamente:

—Estas piedras no son ópalos vulgares, Sir Gabriel. Son de Estwilde, sólo se encuentran en Estwilde, se extraen de las minas que hay junto al Barranco de Throtyl.

—¡Donde cayó Benedict di Caela! —exclamó Bayard.

—Bueno, no exactamente —intervine—. ¡Benedict di Caela cayó en el desfiladero de Chaktamir!

—¿Cómo sabes eso? —preguntó extrañado Sir Robert, volviéndose hacia mí con tanta rapidez que perdió el equilibrio. Fue a parar sobre la cama echando los ópalos al suelo—. Eso pertenece a la historia...

—¿Es algo ocultado por los di Caela? —inquirió Androctus, con ojos brillantes de furia, aunque con la voz súbitamente recuperada, casi reposada—. ¿Y por qué ocultáis esa parte de la historia, Sir Robert? ¿Por qué? Porque toda la historia está rebosante de bribones, ¿no es así? Y no es sólo a Benedict a quien se le tacha de maldades, ¿verdad?

Se volvió poco a poco y con el dedo señaló hacia un margen del tapiz. Era una bella escena de caza, cinco Caballeros a caballo, cada uno de ellos mostrando el inconfundible perfil de los di Caela.

Dio un paso rápido hacia el tapiz, señalando la figura que estaba al frente de ese grupo a caballo. Dijo:

—Gabriel di Caela, el hijo mayor desheredado que, por derecho, tendría que haber sido el di Caela de la generación que siguió.

La figura del tapiz empezó a arder lentamente, sin hacer humo. Sorprendidos y enmudecidos, pensábamos qué podríamos hacer. Sir Robert avanzó hacia Gabriel, luego se echó hacia atrás. Bayard tenía la mano apoyada en la espada, esperando que Gabriel diese el primer paso.

Como si en lugar de un tapiz se tratase de un mapa, como si estuviera dando una lección de historia, Gabriel señaló al jinete de la parte superior.

—Luego Gabriel di Caela el Joven reunió un ejército en contra de su desheredado hermano, lo derrotó en la batalla del Barranco de Throtyl y lo persiguió hacia el oeste, más allá de los páramos de Neraka. Cuando ambos llegaron a Chaktamir, el elevado desfiladero, allí...

La figura de Gabriel el Joven empezó a arder de la misma forma.

—¡Basta ya! —gritó Sir Robert di Caela. Luego siguió hablando más tranquilo—. ¿Cómo sabéis esta historia, Sir Gabriel?

—Conocimientos generales —dijo Sir Gabriel sonriendo—. Además, las gemas son corrientes, a pesar de que sean ópalos raros de Estwilde. Quiero decir que los dados del muchacho también son de Estwilde y ningún ratero...

—¿Qué dados son ésos, Sir Gabriel? —preguntó Bayard impaciente—. ¿Cómo es posible que negando haberos visto antes con Galen estéis tan al corriente del contenido de sus bolsillos?

Androctus permaneció inmóvil. Me miró a los ojos.

En las pupilas negras de aquellos ojos brilló un fuego rojo, contenido pero, sin lugar a duda, lleno de maldad y perversas intenciones. El fuego ardió lentamente, se hizo negro, y el Caballero de negro se volvió hacia Bayard.

—Su hermano —explicó Androctus—, ése, ¿quién es...?, ¿Alfric Pathwarden?, me habló de las supersticiones de Galen anoche cuando se atiborraba de comida en el banquete. Despreciable e insignificante personaje, ése.

—Esa prueba es poco convincente, Sir Gabriel —dijo Sir Robert secamente—. No satisface nuestras preguntas. Parece que no nos queda alternativa. Retrasaremos la boda otra semana. Siento las molestias que pueda ocasionar a los invitados que hayan decidido asistir a ella, pero el retraso es inevitable, ya que queremos que resplandezca la verdad en este asunto tan confuso.

—¿La verdad? —preguntó contrariado Sir Gabriel—. ¿Qué sabéis vos de la verdad? —Se volvió dando la espalda al tapiz, cruzó los brazos sobre su pecho y miró fijamente a Sir Robert.

—La verdad, si os soy sincero, es que no sois de mi agrado, Sir Gabriel Androctus —profirió Sir Robert, encendido bajo su bigote y su barba—. Y, como sigo vivo y soy el señor de este castillo, pasaré este señorío a quien me venga en gana. Puede que tenga que soportar algunas críticas por esto, pero merecerá la pena si es que sois Benedict di Caela. Aunque no lo seáis, ¡será mejor que no cumpla con mi palabra si eso representa no veros más!

Un viento frío barrió la habitación, del suelo se levantó una bruma y el tapiz se movió en la pared. Sir Gabriel parecía más alto junto a Bayard y Sir Robert. Éstos, asombrados, se apartaron del extraño, de aquella transformación que tenían ante su vista...

Habló a grandes voces que destrozaron el cristal de la ventana, que cayó hecho añicos sobre la cama.

Allí, en la oscuridad, oí pasos que se arrastraban, el sonido de tela rasgada y rotura de cristales que hacía temblar y, sobre todo, la voz resonante del Escorpión.

—La verdad, Sir Robert, es que ¡estáis negándome de nuevo el derecho de primogenitura! ¡Después de haber seguido y cumplido las reglas del juego! ¡Después de haber luchado limpiamente y avanzar en las listas de todos esos príncipes y pisaverdes, levantando la visera y dando lances al toque de una trompeta solámnica!

»
Sí, vuestros Caballeros están enamorados del sonido del honor, los dichos y pasos de la vieja escuela, pero con todas esas posturas afectadas me arrebatáis lo que por derecho me pertenece.

»
¡Daño incalculable me habéis producido, Robert di Caela! —gritó y oí algo que se rompía en mil pedazos.

»
Pero nada...

El tono de su voz bajó hasta que adquirió tranquilidad, y volvió a ser alegre; un tono normal que fue mucho más aterrador que los gritos que profirió unos momentos antes.

—Pero nada comparable al daño que haré.

Sir Robert gritó con rabia. Oí cómo se caía el mobiliario. Quise salir de las mantas en busca de luz. Miré con cuidado y, cuando levanté un poco las mantas, el Escorpión se apartó rápidamente de Sir Robert, que lo estaba atacando, luego emprendió carrera hacia la puerta, bloqueada por mi hermano Brithelm. A medio camino se detuvo, se dio media vuelta y velozmente, con un paso extraño y raro, como si fuera un ave de presa abatida, se dirigió hacia la ventana rota y saltó, momento en que se le enganchó la capa, rasgándosela con un trozo de cristal de la base de la ventana que estaba roto.

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