Si se acercara un animal grande, no me perjudicaría estar en silencio, y empecé a hacer todo lo posible para que Alfric se hiciera notar.
—¿Cómo lo conseguiste? —empecé a decir, sin susurrarlo pero en voz bastante baja.
—Conseguiste ¿qué? —preguntó mi hermano con una voz de bocina en medio de la oscuridad del pantano.
Algo, justo enfrente de mí, se escurrió presa del pánico, dejando tras de sí una estela de ruidos agudos.
Bien, mi hermano hablaría en voz alta y atraería a los carnívoros.
—Bueno, ¿cómo escapaste, Alfric? No hay forma de evadirse de la casa del foso sin que Padre se dé cuenta. Me gustaría saber cómo te las arreglaste.
—Una hora más o menos después de tu partida —Alfric empezó su relato, confiado, y su manaza no soltaba mi hombro— pensé en la situación y me di cuenta de que era hora de cobrarme algunas deudas. Como bien puedes pensar, hermanito, no eres el único que tiene deudas pendientes.
Rió, rió con una risa que las viejas historias clasificarían de
una risa histérica in crescendo.
Y doy fe de que es tan angustiosa como la que más, y sobre todo cuando uno está solo en un pantano con alguien que lo hace. Estaba seguro de que otra vez iba a ser separado de mi compañía. Continué andando con mucho cuidado para saber dónde ponía los pies.
Luego, Alfric dejó de reírse tan repentinamente como había comenzado. No dijo nada más durante un rato. Seguimos caminando acompañados únicamente por hirientes ruidos producidos por los grillos, que se fueron haciendo cada vez menos perceptibles según se iba haciendo más intenso el aire húmedo de la noche.
—Apenas había pasado una hora desde que te fuiste cuando crucé el puente levadizo y me interné a campo traviesa. Pues, créeme, Padre se sentía un poco apenado por mi suerte al perder la escudería y todo lo demás, y no me vigilaba tanto como solía hacerlo al principio. O sea, que estaba detrás de ti casi antes de que te perdieras de vista y fui siguiendo las huellas de vuestros caballos hasta que llegué a un punto del camino en el que se cruzaron con otras diferentes...
—Centauros —interrumpí y recibí un fuerte tirón de orejas por la información.
—¡Ya lo sé, Comadreja! ¿Cómo
te se
ocurre pensar que me encontraba tan lejos cuando el viejo
Molasses
la palmó? Pude cogerte entonces, pero pensé hacerlo cuando estuvieras solo, y no estaba muy seguro de lo que iba a ocurrir. O sea, cuando te llevaron a aquel claro y te juzgaron, no estaba muy lejos, y cuando os emboscaron y mi santo hermano mediano llegó para salvaros y complicar las cosas, allí estaba para verlo, también. Sí, sí, todo eso he visto —dijo, en tono amenazador, y me dio un empellón. Me detuve.
—Alfric, hay algo delante de nosotros que puede ser peligroso.
Al detenerme, Alfric no lo hizo. El pesado peto me golpeó la nuca. Resonó el metal, al igual que mis oídos.
—¿Qué es?
—Oigo algo que se mueve por allí. Algo que borbotea. ¡Los dioses nos protejan!
—Sigue, Galen.
—No. Es cierto lo que digo.
—¡Y yo digo que continúes! —Y me empujó hacia donde venía el ruido. Me detuve, di un paso y luego me eché hacia atrás.
Mi querido hermano volvió a empujarme, hacia las arenas movedizas, hacia la lava, hacia un pozo de culebras..., a él le daba lo mismo.
—Ya me has oído. ¡Adelante! No te preocupes. Yo te protegeré. Por lo menos hasta que encontremos a Bayard.
Aquello no era una garantía. Lo mismo les ocurre a los gorriones legendarios que los gnomos llevan consigo a las minas. Cuando el pájaro cae muerto en su jaula, los enanos saben entonces que el aire del túnel está muy viciado, no es sano y se apresuran a abandonar el lugar.
Me resistí a dar un paso más, aguantando los empujones de la armadura por detrás, hasta que al empujón lo acompañó la hoja del puñal en mi cuello.
—De acuerdo, Alfric. Seguiré andando. Voy hacia adelante, hacia lo desconocido y posiblemente hacia la muerte. Serás responsable de todo lo que pueda ocurrir, no lo dudes.
Mi hermano se ahogó con una risotada.
—¡Bien, Galen! —bramó—, espero poder seguir viviendo con ese peso.
* * *
Tenía la esperanza de que fuera una ciénaga, una charca como las que habíamos dejado atrás y que vimos con la luz del día, más peligrosa en la oscuridad simplemente porque no sabía dónde empezaba ni dónde acababa. El primer paso que di allí dentro confirmó mis temores: el borboteo, el sentir algo que estiraba mis botas hacia abajo. Era peligroso, podía cubrirle a uno los tobillos, la cintura, todo el cuerpo, dependiendo de lo profundo que fuera.
Rápidamente, me agaché un poco liberando mi hombro de la mano de Alfric y salí corriendo por en medio del fango, confiando en que sólo fuera una charca un poco más grande que las que habíamos visto antes.
Asi fue. Sólo que era mayor de lo que me había figurado. Tras correr un trecho, sentí cómo me hundía. Traté de recordar, frenéticamente, lo que sabía acerca de las ciénagas.
No moverse. El movimiento empeora la situación.
Mantenerse quieto, totalmente inmóvil, y esperar ayuda.
Ayuda de un estúpido retrasado vestido con una armadura de cincuenta kilos.
Moví las piernas con rapidez. Aspeé los brazos, con la total esperanza de poder salir de allí.
Dos veces me hundí hasta las rodillas. Otra vez hasta medio muslo, pero iba consiguiendo salir de donde me iba hundiendo.
Durante ese tiempo, Alfric me llamaba desde atrás. Su voz no me llegaba con mucha claridad debido a los borboteos de la charca, pero podía adivinar que profería palabrotas, órdenes, amenazas.
Sería tema interesante para una historia decir que mis pies encontraron suelo seco y sólido en el momento en el que me iba a dar por vencido. Pero fue mucho tiempo después de admitir mi derrota, supongo, cuando descubrí que ya no me estaba hundiendo, que con el barro a la altura de las rodillas había tocado fondo. Había seguido moviéndome por actos reflejos, por puro pánico, incluso después de haberme sentido totalmente derrotado.
Me había sentido derrotado, desconcertado. Estuve pidiendo ayuda a todos: a Bayard, a Agion, a Brithelm, a los sátiros, al Escorpión, a Alfric y a quienquiera que pudiera oír mis gritos. Rogué a los dioses; luego les ofrendé cosas, y prometí pasar el resto de mi vida al servicio de la religión, tras haber donado todas mis posesiones a uno de los templos de Paladine en Solamnia. Los pensamientos que siguieron no fueron tan profundos cuando me pude agarrar a un cedro y fui arañando la corteza con un lenguaje que hubiera ruborizado a los mozos de cuadra. Había llorado, babeado, e incluso se me había escapado
una risa histérica in crescendo.
Agradecí las plegarias, promesas, gritos o juramentos que me sacaron de la ciénaga. No recuerdo muy bien cómo llegué a cubrir los últimos metros hacia mi salvación. Pero me vi sacándome a mí mismo tirando de una liana que estaba por allí, después de habérmela atado a la cintura, hombros y cuello, corriendo el peligro de ahorcarme con mi propio salvavidas.
No sé cómo fue pero alcancé tierra firme, envuelto casi por completo en hojas, como comida de elfo, dando bocanadas. Me quedé escuchando, con mis otros sentidos ya recuperados de los esfuerzos y conmociones. En la oscuridad oí algo a mi espalda, un ruido por encima de los que se agitaban en aquella charca que acababa de pasar.
Eran gritos que pedían ayuda, muy conocidos para entonces, pero que no eran los míos. Eran los gritos de Alfric, conmovedores, sí, pero música para mis oídos.
—¡Galen! ¿Estás ahí? ¿Galen? ¡Ayúdame!
Me senté en una tierra maravillosamente firme y me quité de encima la increíblemente fuerte liana.
—¡Ayúdame! ¡Sé que estás ahí! ¡La armadura de Padre pesa mucho! ¡Me estoy hundiendo!
Hice rápidamente un lazo con la liana.
—¡Galen! Por el amor de Paladine y Majere y Mishakal y Branchala...
Su voz se apagó. Alfric no había sido nunca fuerte en teología. Había acabado con los dioses, como puede verse.
—¿Qué quieres que haga? —grité desde la orilla de la charca.
—Lanza algo para que pueda agarrarme y salir de este fango o tierras movedizas o lo que sea.
—¡Alfric!
—¿Qué, Galen? ¡Apresúrate! Ya no me hundo más pero el barro me llega a la cintura.
—¿Y por qué iba a ayudarte, hermano mayor?
Silencio en la ciénaga.
—Claro que —continué— existe el cariño fraternal, tanto es el aprecio que te tengo...
—Deja de jugar conmigo, maldita Comadreja, y lanza un salvavidas.
—Más respeto..., Alfric. De acuerdo. Tengo una liana preparada que lanzaré hacia donde estás. Pero no sé si podré lanzarla tan lejos o si será tan larga como para que llegue hasta ti, o si podrás verla en la oscuridad. Lo que quiero decir es que una vez que la lance,
tus posibilidades saltarán de la nada más absoluta hasta este lado del lodo. -
-Lancé la liana en dirección a su voz—. Ten fe, hermano. Las cosas crecen con gran rapidez en esta ciénaga, como dijiste antes. Si la liana no llega hasta ti, quizá vaya creciendo. Y si no, asegúrate de que has tocado fondo. No te muevas hasta que alguien pase por aquí.
Me di media vuelta y me alejé en la oscuridad, incierto de la dirección que tomaba pero invadido de un profundo y satisfecho sentido poético.
* * *
No repetiré los insultos que Alfric profirió contra mí. Supuse que merecía aquellos nuevos insultos que iba inventando. Al fin y al cabo confiaba —sin mucha convicción— en que podría salir del atolladero en que lo dejé. Si resultaba que después venían más dificultades de las que había calculado, que la armadura de Padre era más pesada de lo que había pensado..., bueno, mi conciencia estaba tranquila al pensar que la liana y la oscuridad no habían logrado rescatar a Alfric. Si bien merecía insultos más fuertes, era improbable que recibiera mi castigo. Al menos no serían sus manos las que lo administrasen. Anduve confiado en la oscuridad, alejándome de los insultos y gritos de mi hermano y, al final, de sus desesperados aullidos.
La oscuridad, sin embargo, reserva todo tipo de cosas terribles para los confiados. Era una de esas noches que no ofrecen nada al viajero. Una de esas en que se podría dormir de un tirón y esperar a que pasara. Los gritos e insultos de Alfric desaparecieron para ser reemplazados por otros ruidos menos identificables, algo más amenazadores: sonidos de rápidos movimientos de pies, de cosas que no podía ver cómo se zambullían y nadaban en las aguas invisibles para mí; el ruido de esas mismas aguas en movimiento; y de vez en cuando una risa amenazadora de alguno de los pájaros de la ciénaga. Estaba totalmente perdido.
Después de una hora, más o menos, el sendero que había tomado se convirtió tan sólo en una huella de culebra que se metía entre los juncos. Me paré en medio de aquel camino que se iba estrechando. Me pregunté qué clase de criatura habría podido hacer aquel camino y luego, enfrentado con la evidencia de no tener alternativa, continué en la misma dirección aunque, de momento, muy desorientado, e incluso con la sensación de que algo o alguien había pasado por allí momentos antes que yo.
Recordé un consejo que Padre me había dado al dejar la casa del foso, y me agaché para examinar el tronco lleno de musgo de un ciprés. El norte parecía que estaba por doquier.
Un bufido hizo que me irguiera. Agarré la espada y esperé un ataque. —Rodeé el tronco del ciprés como queriendo colocarme detrás del ruido, si podía adivinar dónde era «detrás» de donde había salido aquel sonido.
Esta vez siguió otro bufido más fuerte y un movimiento brusco que parecía venir de mi lado izquierdo y por abajo. Me moví con cuidado hacia la izquierda, preparado a enfrentarme con centauros o sátiros o a las legendarias aves carnívoras que, según algunas creencias, plagaban este pantano. Emprendí mi camino a gatas, arrastrándome hasta el lugar de donde salió el ruido.
Pero no anduve lo suficientemente despacio, como se verá. No me había arrastrado dos metros, cuando el suelo desapareció de debajo de mis manos. Por un momento me quedé en un terraplén mirando hacia un claro todavía más negro, donde algo grande e indefinido resonaba al moverse.
Entonces caí en la cuenta de que no era mi deseo el ir a parar allí abajo, pero que no tenía alternativa, pues iba deslizándome por el barro y el fango y la viscosa hojarasca hacia una depresión encharcada donde algo monstruoso chapoteaba y resoplaba.
Permanecí inmóvil durante un momento, siguiendo los viejos consejos según los cuales los depredadores no dañan si creen que uno está muerto. Deseé con todo mi ser que la fiera pensara que me había matado con la caída.
Durante un infinito minuto me quedé inmóvil, oyendo sólo la respiración y los lentos movimientos de una criatura. Luego sentí un aliento caliente y húmedo en mi cuello, y noté que no se trataba del de un animal dañino. Era como el de un perro o el de un ternero...
O como el de un caballo.
Me puse boca arriba rápidamente y me quedé mirando a la cara de grandes ojos de nuestra bestia de carga.
* * *
Habíamos viajado por algún tiempo, forcejeando y dándonos patadas mutuamente. Intentaba guiar a aquella tozuda bestia por la tupida maraña vegetal. Cargada con mi peso y el de la armadura, estaba empeñada en dejarnos a uno u a otra tirados en el húmedo suelo del pantano. Estaba agarrándome a mi preciada vida cuando por fin la oscuridad empezó a ceder de allí en adelante. Aquello no se parecía en nada a un amanecer normal, para el que además faltaban muchas horas. Tampoco la luz verde que daban los árboles parecía luz solar filtrada entre hojas y agujas de árboles de hoja perenne; ese color fresco habría de recordarlo con añoranza en las horas más negras durante el viaje. En su lugar, el verde era tímido, enfermizo; más tenía de amarillo, de blancuzco; un color que no había visto nunca en la naturaleza. Sólo me recordaba el color del vientre de una serpiente.
El color era el del fósforo. Ahora lo puedo decir, aunque hasta entonces nunca había visto esas luces en los parajes salvajes.
Era lo que los elfos llamaban «fulgor de medianoche», los gases que arden al escapar de los restos de cosas muertas que se corrompen en un pantano. El fósforo libera calor sólo cuando se ha condensado, cuando gotea del tubo del alambique (como el de la biblioteca de Gileandos, en el que rara vez destilaba fósforo, pero que podía usarse para lo que un estudiante con ideas interesantes consideró como su despedida incandescente desde las almenas de la casa del foso).