El pájaro ladeó la cabeza de una forma extraña y burlona.
—Pues... es historia, señor. Allí fue donde los solámnicos mantuvieron a los de Neraka. Allí fue donde Padre luchó.
—Pero hay muchas más cosas —dijo el cuervo secamente—. Los lugares significan cosas diferentes para miradas diferentes. Lo mismo pasa con la historia, muchacho.
—¿La historia?
—Por ejemplo, la historia de Benedict di Caela.
Cuando mencionó el nombre, las tres velas finas chisporrotearon y se apagaron, sumiendo la habitación en una oscuridad aún más intensa. A continuación sentí unos arañazos en los hombros, el cosquilleo de unas garras, como si tuviera una rata encima. Hice lo que pude para quitarme aquello de encima pero advertí que no podía moverme.
Luego sentí una pluma pasándome por el pecho, olor a agua de colonia y, bajo aquel olor, otro más viejo que empezara ya a heder.
Y entonces la voz prosiguió:
—¿Has oído la historia de Benedict di Caela? Escúchala de nuevo, pequeño Galen; esta vez tal como ocurrió de verdad, pues la historia es una telaraña, un laberinto, y quienes la recuerdan, sólo recuerdan los senderos que les sacaron de ella.
—Ya lo sabía —murmuré, y el pájaro, ahora posado en mi hombro, se rió fría y viciosamente.
—Sabías... ¿qué? —preguntó con tono sarcástico.
—¡Que erais Benedict di Calea! ¡Que el Escorpión y Sir Gabriel Androctus, los dos, vos y él, erais Benedict di Caela!
—
Son
Benedict di Caela —siseó el cuervo—. No es una deducción como para extrañarse, Comadreja. Vuelvo aquí con bastante frecuencia, te lo aseguro. Pero lo hago porque este castillo es mío, como las propiedades y el mismísimo título.
»
Hace cuatro siglos morí dos veces. Una vez en el este, en Chaktamir, que es más que un monumento a la rápida habilidad del sable solámnico; algo más que el desfiladero donde Enric Stormhold cayera.
—Creía que fuisteis vencido en el Barranco de Throtyl, cerca de Estwilde.
—Sí, según la versión de la familia, caí allí. Se dice que sólo había viajado hasta ese punto del este, reuniendo un ejército de rebeldes por el camino. Pero la verdad, Comadreja, es que fui perseguido como un delincuente común, así se me consideraba. A medida que me retiraba hacia el este de Neraka, solo y desconsolado, cuando iba donde consideraba que me hallaría seguro por fin, una banda de siete se me echó encima y mi hermano Gabriel me asesinó allí mismo: la cabeza me cayó rodando al suelo.
»
Pero para entonces ya estaba muerto, de todas maneras. Esto es una forma de decirlo, ya que mi hermano Gabriel me había declarado muerto por aquel entonces, en este gran salón donde he cenado esta noche. Me declaró muerto para hacer pasar su título y propiedades a mi hermano menor, mi asesino, a quien Padre siempre había favorecido.
—Señor, siento ser un... perfeccionista, pero ese pequeño detalle de la muerte de vuestro hermano mayor, Duncan, parecía tener relación con vuestra mezcla de venenos en la torre del castillo. Al fin y al cabo, los padres no suelen declarar fallecidos a sus hijos sin alguna razón.
—Pues no había razón alguna, Galen. Ahora ya conoces a los Gabrieles de esta historia: sabes que son despiadados con todos sus enemigos, sus rivales.
»
Eso es lo que era yo para ellos, adversario y rival. Los venenos eran para las ratas. Nadie debe creer las monstruosidades que se imaginaron.
—Me resulta difícil dar crédito a lo que me contáis, señor.
Me hundió las garras en los hombros. Di un brinco y ahogué un grito; un olor hediondo me envolvió de nuevo.
—Si lo encuentras difícil de creer, eso no me atañe —me espetó el cuervo—. El hermano Duncan murió de algo. ¿Quién sabrá de qué? Pero fuera lo que fuese, no tuve nada que ver en ello.
—¿Y el fuego?
—Admito que lo provoqué. Quemé el cuerpo de mi hermano, sí, y en una de las torres que puedes ver desde aquí. Fue una pira... solámnica, pues Duncan ardió con todas las armas y las manos cruzadas sobre el pecho, sosteniendo el volumen de la Medida.
»
Por supuesto, no dicen que lo despedí como si fuera un héroe, ya que sólo se contentan con respirar el aire de la conspiración y de la conjura. Los di Caela son malos para esto, lo sé, demasiado complicados para su propio bien.
—Pero ¿por qué quemasteis el cuerpo de Duncan? Los clérigos de Mishakal, que estudiaban la muerte a través de las señales del veneno...
—Habrían encontrado lo que Padre les hubiera ordenado que encontraran. Así habría tenido su prueba; el testimonio de aquellos santos varones de la diosa hubiera sido: «Sí, Sir Gabriel, vuestro hijo menor, vuestro elegido, es el heredero con más aptitudes por ahora, mientras que vuestro hijo mediano es un criminal abyecto, como siempre soñasteis e imaginasteis».
»
Pero nunca le hice daño a mi hermano, es más, lo respeté según las normas como hijo segundo que era, hasta que Padre me declaró muerto.
»
Así que por más de cuatro siglos he intentado tomar a la fuerza lo que por ley se me debía, lo que se me arrebató con engaños y emboscadas. Habrás oído hablar, no cabe duda, de ratas, inundaciones, incendios y ogros. A cada generación le he ido provocando alguno que otro desastre natural, y, en cada generación, alguien capaz entre los di Caela ha encontrado la forma de volver a robarme la herencia.
—¿Qué se siente, señor? Al estar muerto, me refiero. Y ¿por qué aguardáis una generación entre las tentativas de naceros con lo que os pertenece?
Hubo una larga pausa, envuelta de oscuridad, absoluto silencio de fragancia de flores demasiado dulces y del batir de las alas.
El pájaro empezó a hablar en voz muy baja:
—Puedo recordar... o creo recordar... que me quemaba en la torre, junto con las ratas que yo mismo había dejado sueltas por el castillo. Recuerdo cómo me ahogaba en las inundaciones; recuerdo todo tipo de fechorías en todo tipo de circunstancias desastrosas. Y cuando recuerdo claramente aquello otra vez, han pasado veinte o treinta años.
»
En esos intervalos se produce una oscuridad caliente, encarnada. Duermo la mayor parte del tiempo. A veces recuerdo algo de las luces: luces escarlatas, como si el mismo humo estuviera quemándose, y de voces, aunque nunca puedo distinguir palabras en medio de todo el torbellino de sonidos que me rodean.
»
En una ocasión, la oscuridad se transformó en una habitación cavernosa, con el suelo como un espejo de ónice pulido. Y, alrededor de ese espejo, se hallaban sentados un gran número de Caballeros. Tenían las espadas rotas y las cabezas inclinadas hacia abajo, mirándose en el espejo, que no reflejaba nada más que estrellas. Sólo sé que soñé con aquellos hombres, con aquel espejo.
»
En otra ocasión, la oscuridad se convirtió en un paisaje desolado lleno de cráteres. La luna que se elevaba en el horizonte era negra como el ónice, aunque radiante. No había nada que viviera en aquel país yermo, pero, en alguna parte de la sombra de las rocas, una criatura se quejaba y hablaba de una forma ininteligible; no sé si estaba herida o echada esperando, no sabría decirlo.
»
Esto fue el principio. Tampoco estoy seguro de si lo soñé.
Hizo una pausa. Un asomo de luz apareció en el marco de la ventana. Solinari estaba saliendo y algunas cosas, las más grandes, empezaron a perfilarse y tomar forma en la habitación. Pude ver la silueta de la cama y la cómoda.
—Pero dejando el sueño aparte —continuó el cuervo—, sin tomar en cuenta los gritos, el tormento y el largo sueño, siempre me he despertado con la luz solar. Me ha deslumbrado pero me he hallado de nuevo de pie en Krynn, dispuesto una vez más a recuperar lo que me pertenece.
»
Esta vez, sin embargo, es diferente. Por primera vez en estos cuatrocientos años —por primera vez, insisto—, la herencia de los di Caela pasa a una mujer; pertenece a Lady Enid. Por ello esta vez he decidido seguir las reglas una vez más; esta vez no habrá ratas, ni duendes, ni escorpiones: no asesinaré a nadie ni robaré a nadie.
»
Quizá te preguntaste por qué no me lancé contra Bayard, contra ti, y por qué no os maté, sin más...
—Sí, se me ocurrió pensar en ello, señor. Pero no puse reparos a vuestro descuido, por si se trataba de un descuido.
—Seguí las reglas, no asesinando a nadie.
—La mayoría de las gentes las siguen, señor. En Coastlund, el pasar el día sin matar a nadie es la costumbre. Pero ¿qué me decís de los Caballeros en el torneo?
—Muerte bajo las reglas justas y comúnmente aceptadas del combate solámnico. Lo cual no significa que no disfrutara viendo a Orban de Kern caer destrozado o sintiendo cómo la hoja de mi espada se encajaba en el interior de Sir Próspero Invernó.
—¿Y Jaffa? ¿Qué me decís del campesino?
—Vino hacia mí con una espada, Comadreja. ¿Qué otra cosa podía hacer? Aunque gocé viéndolo caer ya que sabía que la culpa le sería atribuida a Bayard Brightblade.
Me fui tranquilizando y tomé aliento antes de hacerle la siguiente pregunta.
—¿Y Agion?
—¿Agion?
El pájaro tembló en mi hombro mientras volvía a oler algo que hedía bajo el agua de colonia.
—El centauro, ¡maldita sea! Todo aquello del ogro en las Montañas Vingaard fue cosa vuestra. No me podrás decir que...
—¿Que el combate entre Bayard y el ogro no fue limpio? Por supuesto que
puedo
decírtelo. El combate fue entre Caballero y enemigo, y ¿no fue Agion quien... advirtió que entrometerse entre un conflicto de Caballero contra enemigo sería algo... deshonroso? La muerte del centauro es algo lamentable, pero no puedes negarme que recibió su merecido por la transgresión.
No dije nada.
Pero en silencio me hice la promesa, a mí y a Agion, de que haría todo lo que estuviera en mis manos para deshacerme de ese monstruo que ahora tenía en el hombro.
—Pero ¿por qué? ¿Qué vais a sacar si conseguís la herencia de los di Caela?
—Nada. —El ala del pájaro me rozó, y volví a oler el tufo de la vieja decadencia—. Nada. En este lado de la oscuridad las tierras palidecen, las gemas y el oro brillan como madera podrida, pierden su luz natural. Hasta las hijas... palidecen en cuanto dejo de recordarlas.
»
Hago todo esto por destruir, Comadreja, por la simple y sencilla destrucción. Para mí, eso es suficiente.
»
Así que sigo las reglas y me caso con Lady di Caela. Después, siendo la maravillosa luz que es, y aunque pueda sentir la pérdida de tal belleza y resplandor, tendré que matarla, con una «espada brillante» que yo mismo diseñaré. Ya no hay reglas que seguir, pequeño Galen. He heredado lo que me pertenecía: yo mismo soy
el
di Caela y mi palabra es la ley.
Intenté moverme, deshacerme de aquella cosa asquerosa que tenía en el hombro, pero estaba agarrotado, paralizado. Me sentía como una de esas criaturas a las que el escorpión pica antes de arrastrarlas a un lugar retirado y oscuro donde juega con la perdida presa moribunda antes de engullirla.
—No digas ni una palabra de todo esto, Comadreja —me susurró el cuervo al oído—. Ni una palabra, pues Sir Bayard ya está enfadado contigo, y Sir Robert, dolido por la ofensa. Por supuesto, te estoy... eternamente agradecido por la ayuda, pero eso no me impedirá sacarte los ojos y darme un festín, en vez de, ¿cómo te dije una vez en la casa del foso?,
bailar sobre tu piel.
O algo peor, sí, algo mucho peor, te lo puedo asegurar, si osas traicionar mi confianza.
»
Además, joven Galen, estamos unidos por un juramento de compañía, ¿te acuerdas?, y posiblemente tenga que requerirte otros favores.
Nada me dijo de los planes que tenía para mí el entonces Escorpión, ni en qué oscuro lugar veía que podría cumplir yo mi cometido en los días siguientes. Verdad es que me contó más de lo que hubiera sido prudente, si sus intenciones fueran solamente desposar a la joven y dejarme solo.
Brithelm entró entonces en la habitación con una bandeja de comida en la cabeza. El pájaro se echó a volar chocando contra el viejo cristal de la ventana y cayó tendido sobre la repisa, donde permaneció inmóvil bajo la oscura luz oblicua de la luna roja.
Por primera vez en la vida me alegré de que Brithelm no llamara antes de entrar.
—¡La cena, Galen! —cantó alegremente mi espiritual hermano mientras echaba el cuello hacia adelante para mantener la bandeja en equilibrio—. Los guardianes dicen que estás un poco resfriado, que se te está cayendo el plumón.
Me temblaban los brazos, las piernas me flaqueaban y chocaban entre sí con alivio y temor.
—Pero ¿qué haces levantado? El descanso en la cama es lo que te curará, Galen. Y la sopa, y el vino, aunque no sé si se ha de considerar tu minoría de edad. Apuesto a que, una vez que hayas recuperado las fuerzas...
—¡Brithelm!
Mi hermano se quedó quieto y callado en medio de la habitación; la bandeja le oscilaba encima de la melena pelirroja.
—Brithelm, no me encuentro bien.
Me arropó con mantas y me dio la sopa caliente y el vino rancio mientras me contaba su historia.
*
*
—Alfric también se enfrentó a los sátiros contra los que luchamos en las regiones más remotas del pantano —me explicó Brithelm con inocencia—. Eso me dijo. Por aquel entonces no sabía que se trataba de figuraciones. Mató a algunos sátiros, descubrió luego, como nosotros, que no eran más que cabras y, henchido de una noble ira...
—¿Una noble ira, Brithelm? ¿Fueron ésas las palabras de Alfric?
—Sí, y creo que son las adecuadas, ¿no estás de acuerdo? Enfurecido al ver que inocentes animales habían sido utilizados para unos designios tan ladinos, buscó el campamento del ilusionista y, al hallar al bribón no lejos de donde estaban los sátiros, puso en fuga a todos.
»
Esa puede ser la razón por la que tuvimos tan pocas dificultades para hacer salir al felón del pantano cuando más tarde nos las vimos con él.
—Supongo que ésa es la teoría de Alfric, de todas formas.
—Así es. Me sugirió que fue su estratagema la que desbrozó el camino a las heroicidades de Sir Bayard Brightblade. Aun así, Alfric niega humildemente que se le atribuya a él solo el mérito de acabar con la iniquidad del pantano.
—Humildemente —asentí.
Me sentí aún peor. La enfermedad que me había inventado ante los guardianes parecía ahora real, me venían oleadas de desfallecimientos. Tosí y una vez estornudé. Me tapé mejor con las mantas, sacando solamente la mano para poder sostener el tazón de vino rancio y beber. Miré hacia la ventana donde la pequeña forma oscura yacía inmóvil.