Se volvió hacia mí y me habló con toda franqueza:
—No tienes una gran reputación por decir las cosas con exactitud, muchacho.
Bayard dejó escapar un suspiro y miró desesperado hacia las velas, que ya estaban chisporroteando.
—Sin embargo, Sir Robert —intervino Bayard con voz ronca—, vuestra hija ha desaparecido y Galen no va tan desencaminado al señalar aquel lugar como el más probable.
El anciano lo confirmó con la cabeza.
Luego, Sir Robert se alejó, e iba diciendo algo relativo a que no le disgustaría deshacerse de mí, remitiéndome a Coastlund en una carreta o en un saco. Saqué los dados del Calantina de mi túnica y abrí la palma de la mano.
Nueve y...
La luz era mala y Sir Robert había tomado la palabra de nuevo. Miré un momento hacia arriba y, luego, no pude ver el otro número.
Nueve y otro. Otro número elevado.
¿Signo de la Comadreja? ¿Signo de la Rata?
¿O algo completamente inesperado?
—Si tengo que encontrar a mi hija, parece como si... se me hubiera impuesto este muchacho del oráculo.
Miró a todos los que estaban a su alrededor, movió la cabeza sorprendido, se sonrojó y se puso de pie con cierta dificultad. Su sombra oscureció la parte sur del salón, donde las velas se habían ahogado. Levantó la espada haciendo el antiguo saludo solámnico y su voz resonó en las vigas más altas del gran salón.
—Reunid a los Caballeros que se hallen todavía en el Castillo di Caela. Que acudan todos los acampados en los entornos y vuelvan aquellos que lleguen a oír el clamor de la trompeta. Esta misma noche nos dirigiremos a Chaktamir. ¡Mil maldiciones caerán sobre el Escorpión cuando allí lo hallemos!
*
*
Mientras los Caballeros aprestaban las armaduras, hice los preparativos para la salida del Castillo di Caela, pues todo intento de escapatoria parecía ahora imposible. Tampoco sentía un interés especial por llevar a cabo una huida de este tipo.
Antes de partir, estuve en mis aposentos en un estado algo contemplativo, intentando volver a pensar en la suerte del Calantina, en aquella que me había salido en el salón en penumbras hacía escasamente una hora. Puesto de rodillas como un apostador infortunado, los tiré una y otra vez con la esperanza de ver el mismo signo, pero con la historia sucede lo mismo que con los dados: sólo ocurre una vez. Los lancé sin resultado; me salió la Víbora, el Centauro, el Halcón, la Mangosta, el Dragón alado, pero no el nueve. Cada vez que los tiraba aumentaba la confusión, como es propio de las profecías.
Así pues recogí mis pertenencias y tuve el cuidado de ponerme la mejor túnica que tenía y los guantes repujados que había ocultado durante todo el viaje desde Coastlund.
Me gustó mi nuevo aspecto. Me peiné la cabellera roja, pasando los dedos humedecidos por ella. Cuando el agua de la jofaina se asentó, me miré el rostro en ella.
Perfecto. Nunca se sabe quién va a mirarlo a uno.
Preparado, acicalado e incluso un tanto resplandeciente, si se tienen en cuenta los guantes, me apresuré a bajar al patio del Castillo di Caela, donde unos doce escuderos estaban ya ensillando los caballos, empaquetando víveres y cuidando de todo para aquella marcha hacia el este.
Nos apresuramos para tener los últimos preparativos a punto: ensillamos y pusimos el bocal a
Valorous
y a la yegua negra de Sir Robert,
Estrella,
y también a los caballos de los demás Caballeros y a los de mis hermanos. Trajeron tres mulas de las casas de labranza y aquella misma noche fueron cargadas con víveres, ropa y armas. Con todo el peso que llevaban y mojadas por la lluvia, aquellas tres bestias parecían los animales más tristes que había visto en toda mi vida.
Nuestra yegua de carga también vendría con nosotros, aunque dejaba claro que lo hacía con desgana, pues no se estaba quieta y costó colocarle las riendas. Intentó morder al fornido mozo de cuadra que, con habilidad y sin amabilidad —para mi satisfacción—, le atizó un buen golpe en la quijada. Así se estuvo quieta y en silencio hasta que acabó de ponerle el arnés, la silla y la carga.
Tendría que ir montado en ella, y Bayard pensó que me podría mantener sin caerme a pesar del terreno, el mal tiempo y mi propia inhabilidad.
La pobre bestia, con el sobrepeso de mi persona, salió por las murallas del Castillo di Caela. Mientras, yo me preguntaba si se sentiría más liviana al abandonar aquel lugar, que fue lo que yo sentí al volver la vista atrás y ver la fortaleza en aquella media luz matinal y bajo una espesa lluvia.
Juraría que vi, en medio de aquella cambiante luz grisácea, una luz en la ventana de Lady Enid.
Juraría que vi el grácil y pálido rostro de Dannelle di Caela enmarcado en la luz de la ventana, que, pálida y grácil, me despedía levantando el brazo.
Me sentí algo sofocado y, con un gesto instintivo, me alisé el pelo.
Lo noté húmedo y aplastado en la cabeza como la piel de un repulsivo animal ahogado. Me puse la capucha, disimulando no haberla visto y miré hacia el este.
Antes de que acabaran de cerrarse las puertas, miré hacia atrás tan heroica y románticamente como pude, pues iba a lomos de una bestia de carga. Desde aquel ángulo de la carretera y en medio de las sombras de la mañana y de la lluvia, su ventana no era más que un borrón de luz que se desvaneció con rapidez, y Dannelle había desaparecido por completo.
Vadeando el Vingaard
La carretera que nos llevaba al sur estaba inundada por la lluvia. La tromba de agua había dejado a los árboles sin las pocas hojas amarillas o rojas que les quedaban. Ahora el campo presentaba un aspecto desolado, gris y yermo. El invierno anunciado por los cielos había llegado por fin.
Éramos un total de veinte, de los cuales sólo seis eran Caballeros. Sir Robert habría podido traer con él a los guardias del castillo pero, como hombre práctico que era, había desechado la idea de dejar el Castillo di Caela indefenso. Podría haberse hecho acompañar por parte de su escolta, pero como Caballero Solámnico rechazó «enviar todo un ejército para llevar a cabo el cometido de un Caballero». Así que no vino con él.
A pesar de todo, yo era del parecer que eran tiempos para que los ejércitos intervinieran en aquel asunto, pertrechados de catapultas, ballestas e ingenios de guerra, todo lo que pudiera disuadir al Escorpión. Pero aquella empresa empezó con veinte y nada más que veinte hombres.
Bayard iba a la cabeza montado sobre
Valorous.
Sir Robert cerraba la marcha sobre
Estrella,
y yo tenía la impresión de que si estaba en esa posición era para impedir la huida de cualquier Pathwarden. Yo iba en medio, entre mis dos hermanos, empapado por deprimentes chaparrones.
La melancolía de Alfric era contagiosa. Encima de su caballo, envuelto en un manto inmenso y con el rostro cubierto por la capucha, tenía el aspecto de ser una enorme y viviente bolsa de mojada ropa sucia. Hasta su caballo, sin ser el retrato del animal brioso, meneaba la cabeza mustiamente en medio de la lluvia fría de la mañana.
Se sentía timado, volvió a decir en las puertas del Castillo di Caela.
—¿Por qué está todo el mundo tan seguro de que Enid se casará con Bayard si la rescatamos? Creo que eso se ha decidido con un poco de anticipación —dijo, para caer después en un silencio melancólico.
Pero si su melancolía era contagiosa, Brithelm seguía totalmente inmune, pensando en algo muy alejado de esta carretera y de este país, sentado con beatitud y sin capucha, haciendo caso omiso de aquella lluvia horrible; embebido en sus pensamientos, estaba como ausente, y su caballo seguía a mi mula sin ofrecer problemas.
Cabalgamos sin descanso hasta media mañana. Debía de ser una idea solámnica, supongo, el que uno viaja más lejos y con más eficacia si lo hace en condiciones tan penosas que hasta la emboscada de un ogro o de un monstruo pueda ser considerada como un cambio agradable que rompe la monotonía.
Para terminar de hacer las cosas más desagradables, ninguno de mis hermanos hablaba, ni a mí, ni entre ellos, ni a nadie. Brithelm, detrás de mí, seguía perdido en sus pensamientos con la vista puesta en el horizonte del este, y Alfric, delante, sospechando de todo, mohíno y, sin duda alguna, intentando saber lo que yo le tenía reservado, lo que les habría contado a los Caballeros.
Me quedé varias veces dormido y me despertaba sacudido por los tirones que daba la bestia al subir alguna cuesta o al resbalarse o meterse en el barro. De vez en cuando, un retumbar de truenos de otoño me sacaba del sueño y, no pocas veces, me asusté al sentir la lluvia resbalándome por el rostro hasta el interior de mi túnica.
En una ocasión, me desperté sobresaltado por Bayard. Tras hacer aminorar la marcha a
Valorous
y dejar que pasaran los demás, se puso a mi altura y me ofreció un pañuelo de algodón grande y burdo.
—Algunos desasosiegos te han anclado en el castillo y no has podido deshacerte de ellos todavía, pues puedo oír tus sollozos desde la cabeza de la columna.
—Quién lo hubiera podido pensar, Sir Bayard.
—¿Cómo dices?
—No habéis cesado de mofaros de los dados que llevo conmigo. Y ahora todos vamos armados y dispuestos a resolver un problema, empapados de lluvia y siguiendo las indicaciones de una profecía que es tan oscura y tiene tantas caras como lecturas tiene el Calantina. ¿Dónde está la diferencia?
—Explicaste bien la profecía, para ser una persona tan escéptica.
—Pero no habéis contestado a mi pregunta. ¿Cuál es la diferencia?
Bayard sonrió y dio con las riendas mojadas unos golpecitos en la cruz de
Valorous.
El enorme corcel protestó y se encaminó a paso rápido hacia la cabeza de la columna, mientras Bayard me decía:
—Quizá no haya diferencia.
* * *
Hacia media mañana del día siguiente llegamos a la gran bifurcación oriental del río Vingaard.
No había tiempo para meditaciones ni para pensar en misterios. Al mirar al frente y ver cómo corrían crecidas las grises aguas del río, pude darme cuenta de que el Vingaard se había desbordado. Vadearlo sería peligroso, hasta tal punto que nuestras vidas podían correr un gran riesgo.
—Casi ha llegado la época de las crecidas, muchachos —gritó Ramiro. La obvia primicia nos llegó por encima del ruido producido por la lluvia y las aguas del río—. El otoño es la época de las crecidas y hemos llegado a destiempo...
Miró a Bayard sin disimular su enfado. Cascadas de agua chorreaban por las espesas cejas.
—Quizá nos hayamos equivocado también de lugar.
Las cosas que nos rodeaban tomaron un aspecto todavía más ominoso y desalentador, pues no paraba de llover a mares y el río seguía creciendo; no había esperanzas de que el tiempo pudiera mejorar. A las orillas del Vingaard, parecía como si tuviéramos todo contra nosotros: al astuto enemigo, el comienzo de la noche y el clima infame. También el terreno nos había traicionado.
Desde los lomos de la bestia de carga veía las cosas todavía más negras. No sabía cómo podríamos alcanzar la otra orilla.
—¿Empezamos a vadearlo, joven? —Una voz elegante atronó mis oídos y me sobresalté al ver a Sir Robert di Caela a mi lado. Pude oír que se acercaban más caballos y, sin esperar mucho, Sir Ledyard y Brithelm se unieron a nosotros—. Bien, Galen —insistió Sir Robert, ciñéndose el manto aún más, ya que la lluvia era cada vez más fuerte.
—¿Galen? —inquirió también Bayard, inclinándose hacia delante y dando palmadas en el cuello de
Valorous,
que había entrado entre la gran yegua de Ledyard,
Balena,
y
Estrella,
más pequeña y graciosa.
—No lo sé —murmuré dentro de la capucha. Me encogí e intenté parecerme a una pieza de equipaje sobre una bestia de carga.
—¡Habla claro, muchacho! ¡Mis oídos tienen su edad y la lluvia es fuerte!
—No..., es que no creo que esta bestia mía pueda pasar esta corriente. No la visteis en el pantano ni en los senderos de la montaña, Sir Robert. Es más... ansiosa y terca de lo que realmente aparenta ser en terreno llano o en una cantera ancha.
—Todos estamos un poco nerviosos en este lugar difícil —declaró Sir Ramiro, que había llegado hasta nosotros en su enorme y tranquilo percherón. La capa de lana gris le chorreaba como manantiales que descendieran desde un lago de montaña—. Haz lo que necesitamos hacer —dijo sonriéndome pícaramente—. Yo me encargaré... de animar a la yegua.
Bayard apuntó a un lugar donde el río se estrechaba, con las orillas casi desbordadas. Sir Robert estuvo de acuerdo y se fue al galope para informar al resto de la compañía.
Podría haber estado dudando durante horas sobre si cruzar o no, empantanado en pensamiento tras pensamiento hasta estar totalmente confundido, como solía decir Gileandos. Pero no tenía tiempo de pensar mucho. Mis compañeros empezaron a atar con la misma cuerda a la yegua y a las mulas. Los Caballeros se levantaron los mantos por encima de las rodillas para que no se les enredaran con la fuerza de la corriente.
Y Sir Ramiro, con fuerza, azotó a mi yegua con la palma de la mano. Ésta dio un brinco y saltó al agua.
Estábamos vadeando el Vingaard.
El agua que tocaba mis tobillos era fría como el hielo. Saqué los pies de los estribos, me lo pensé mejor y desafié la fuerte corriente aferrándome a la yegua para mantener el equilibrio.
La yegua protestó pero se enfrentó a la corriente. Por la derecha de todos los escuderos, el caballo de Brithelm empezó a navegar por las aguas. A su derecha se hallaba Sir Robert con
Estrella
y, más atrás, Alfric. Luego otros dos Caballeros, después Ledyard y Ramiro. Bayard estaba al final, como siempre seguro y activo sobre
Valorous.
Alfric, que se había enfrentado a la autoridad de Bayard durante el trayecto, ahora sólo deseaba seguir la dirección que tomase su protector.
Pegado a mi derecha iba un monstruoso muchacho rubio de Caergoth, mostrando los dientes separados. Hizo una mueca de odio.
—¡Manten la yegua en la fila! —gritó con voz nasal—. ¿O prefieres que el jinete vaya al agua?
—Esos dientes estarían preciosos masticando algas —respondí, dándole otra vez en el lomo a la yegua. Nos adentramos en la corriente, nos hundimos un poco más en las aguas y, en cuanto dejó de pisar el lecho del río, la yegua empezó a nadar.