No pude verlo con claridad debido a la altura y la oscuridad. Andaba con paso largo y seguro, pudiendo advertirse que incluso los Caballeros de mejor aspecto se apartaban con timidez a medida que iba acercándoseles.
Tras un gesto de Sir Robert, todos los que todavía permanecían sentados se levantaron respetuosamente alzando las copas de vino hacia aquella figura de ropaje oscuro.
Sir Gabriel se detuvo para cuadrarse ante la mesa de Sir Robert, las manos, con guantes, a la espalda. Aunque apenas podía verlo por la poca luz del gran comedor de los di Caela, tenía un rostro pálido, cejas oscuras y parecía bastante atractivo. No era ni mucho menos demasiado viejo para un torneo nupcial, a diferencia de los demás Caballeros presentes, que, en caso de haber sido agraciados en la lucha, se hubieran sentido avergonzados ante una representación que no correspondía a su edad.
Daba la impresión de que Sir Gabriel sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Sus movimientos en la ceremonia del banquete eran adecuados, como los de un maestro de danza nacido para la pompa y el ritual.
Era joven, agraciado y tenía estilo. Sabía cuidar bien de sí mismo; el triunfo en este torneo lo demostraba.
Sir Robert permanecía frente a él con la copa levantada.
—Salud y larga vida para Gabriel Androctus, Caballero Solámnico de la Espada, a quien entregaremos nuestras mejores joyas después de esta gran noche ceremoniosa.
—Salud y larga vida a Sir Robert di Caela, Señor de la Casa di Caela —empezó a responder Sir Gabriel Androctus, pero debo confesar que no oí nada más. Había quedado aturdido por la venenosa dulzura familiar de aquella voz. Una voz que reconocí inmediatamente, puesto que la había oído ya en la casa del foso y en el pantano.
El novio era el Escorpión.
El Cuervo
Había vuelto a la cama antes de que Sir Robert enviara a alguien a buscarme. Cubierto por las mantas, fingí tener fiebre y me quejaba un poco patéticamente a los guardias que habían venido por mí. Los hice volver a donde estaba Sir Robert para que me excusara.
Ahora venía la parte más difícil. Aunque tenía el mapa de los salones en la mente, no tenía la más remota idea de lo que había detrás de la mayoría de las puertas. Una era la habitación del Escorpión, naturalmente; en ella debía de haber alguna clave para descubrir quién era y lo que en realidad quería.
El maleficio ya no tenía efecto en el Castillo di Caela y, según la historia de Bayard, contada en las montañas, estaba seguro de que el viejo Benedict, el Escorpión en persona, andaba de nuevo tramando algo.
Esperé e hice conjeturas inconclusas con el Calantina. Examiné todas mis posibilidades. Fuera, la oscuridad empezó a instalarse en el patio, en las almenas, en las torres y en los más alejados aposentos del Castillo di Caela. En alguna parte encima de mí, quizás en la parte más alta de esta misma torre, donde la enseña de los di Caela ondeaba roja, azul y blanca, en la última hora antes de que un criado de la torre subiera para arriarla al acabar el día, un ruiseñor comenzó a dar su serenata nocturna bajo estrellas y lunas.
Sólo había tres velas en la habitación y las encendí cuando se hizo de noche. Luego me dirigí a la ventana y miré hacia abajo.
La parte exterior de las murallas que veía desde mi ventana estaba en la oscuridad, y dentro de las murallas se movían las sombras de los criados, cada uno con un caballo preparado para cada Caballero que partía. Pronto terminaría el banquete, pues oí cantos escandalosos provenientes del salón, una señal inequívoca de que la velada había pasado del venado al brandy.
Todavía sin ningún plan: la comadreja inmovilizada en su túnel. Estaba muy nervioso. Eché los dados para probar de nuevo.
¿Signo del Dragón? Algo recordé de los versos. Algo sobre «destrucción de una máscara por la inocencia». No pude recordar más, así que lo dejé como estaba por el momento. Volví a la cama y me senté mirando a la chimenea, al fuego encendido por uno de mis hermanos antes de que yo llegara al castillo.
Ahora estaba bajo y, según se iba extinguiendo, dejaba la habitación en una creciente oscuridad.
Había ido a buscar una de las velas cuando oí ruidos en la ventana: arañazos, un rápido aleteo y picotazos contra el grueso cristal.
Me acerqué a la ventana y la abrí de par en par, sabiendo muy bien, por instinto, lo que me aguardaba fuera.
Sigo preguntándome por qué dejé que entrara el cuervo. Sabía de dónde venía y quién lo había enviado, o quizá se había convertido él mismo en cuervo, o había entrado en él como agua en jarra. Nunca supe bien cómo funcionaba el asunto y, aunque todo lo que sabía del Escorpión era brutal y con frecuencia sangriento, abrí la ventana.
Hasta el más mínimo temor se materializó ante mí al ir hacia la ventana. Pensé en las amenazas hechas en la casa del foso y en el Pantano del Guarda, en las cabras misteriosamente transformadas y en Agion muerto en las Montañas Vingaard, con las afiladas huellas de un tridente profundamente marcadas en su llorado pecho. Había pensado tanto en ello durante aquella corta distancia entre la cama y la ventana que cuando el cuervo entró volando en la habitación, me sentí aliviado por un segundo aunque también un poco decepcionado, habiendo pensado que se trataba de algún monstruo.
Me clavó su mirada sin demora, como pudieran hacerlo un hombre o un caballo, sin ladear la cabeza, sin mirarme con un ojo reluciente, como hubiera hecho un pájaro normal. Por otra parte, la voz no era nada natural, aunque me resultara familiar y amenazadora.
—Otra vez la Comadreja. Tus estúpidos hermanos estaban hablando de tu llegada en el gran salón esta noche. En efecto has provocado cierta curiosidad en el viejo di Caela. Tiene que preguntarte muchas cosas.
—¿A mí? Sólo soy un insignificante escudero. Ex escudero, a decir verdad —dije, sintiendo la mente alborotada.
—Bien —rechinó el cuervo—, no puede evitar sentirse un poco... triste por Bayard, que hizo todo ese largo camino con una profecía en la mano, y fue descalificado por pura mala suerte. —El cuervo sofocó una risa al decir esto, puedo jurarlo—. Sólo tú y yo sabemos que
tú
fuiste la suerte, amigo. Tú causaste el retraso. Sir Robert sospecha otro tanto, pero sólo tú y yo lo sabemos.
—Aunque... —intenté establecer una estratagema—, de verdad, siento lo ocurrido a Bayard —contesté, intentando aparecer lo más normal, apenado—. El que no pudiera ganar la mano de Enid di Caela no tiene que significar que vaya a partir sin recompensa alguna. Tengo la certeza, dada vuestra buena suerte, de que tendréis una pizca de compasión por él.
—¿Mi buena suerte? —la voz surgió irritada y enojada, como un graznido brutal en aquella garganta frágil del pájaro. El cuervo voló de la chimenea a la cama en un alborotado círculo alrededor de la habitación—. ¿Llamas a cuatrocientos años de lucha infructuosa, y de planes infructuosos, buena suerte?
El cuervo voló hasta la ventana, señalando al cielo con la pata amarillenta, a algún lugar sobre la gran torre del castillo. Más allá del tejado cónico con el mástil ahora desnudo, por encima de unos jirones de nubes, pude ver dónde se unían las constelaciones combatientes, dónde la mandíbula de Paladine daba dentelladas a la cola de Takhisis, allí, en el extremo más oriental del firmamento. Alrededor de aquel inmortal y perpetuo conflicto, las estrellas de menos renombre brillaban como miles de joyas incrustadas.
—No, amigo —continuó la voz, sacando una pata macilenta y huesuda de entre las plumas, con ojos rojos y brillantes que luego se volvieron de color naranja y, finalmente, amarillos—. Bayard se apresura a cumplir profecías escritas hace cientos de años. Profecías que aseguran la caída de Benedict di Caela y de sus descendientes.
Asentí como un imbécil, como un escolar dándole la razón al maestro en una lección de la que no se ha enterado de nada.
—Profecías tomadas por hombres que recibieron... una visión, quizás. Una visión recibida quizás en un momento cegador de luz o perspicacia. Pero luego, una vez pasada la visión y cuando les preguntaron por el sentido de aquel caos de palabras, nombres y acontecimientos señalados, que no habían sucedido pero que sucederían, ¿quién puede decir que entendieron lo que recibieron?
»
¿Quién puede afirmar que Bayard la haya entendido? Permite que te diga que hay más de una lectura para su profecía.
El pájaro se posó en la ventana y me dirigió una mirada deslumbrante y cruel. Entonces fue cuando advertí que tenía las plumas mates sin brillo, y que estaba perdiendo el plumaje alrededor del cuello, como si estuviera afectado por alguna extraña enfermedad.
Oí unos suaves golpes contra el cristal de la ventana. Me di la vuelta para ver de qué se trataba esta vez, sin perder de vista al pájaro como medida de precaución.
Estaba nevando en el patio. Nieve de principios de otoño: no era normal, era extraño. Y según nevaba, el cuervo seguía hablando.
—¿Sabes la historia de Enric Stormhold?
No la sabía, por lo que dije que no con la cabeza sin decir palabra.
—Enric Stormhold, que fue Caballero de la Espada como Bayard, mis tarde fue Caballero de la Corona. Porfiaba por llegar a ser un Caballero de la Rosa, no tanto por todas las buenas acciones que podría llevar a término cumpliendo con la Orden, no, no, sino por las galas de honor y de gloria que le pudiera reportar la Orden.
—Oh, sí, sé que un Caballero puede esforzarse por ambas cosas, puede desear equitativa y sobradamente la gloria para la Orden y por el bien común. Tengo conocimiento de que no hay nada malo en tal equilibrio de deseos.
—Nada... necesariamente. Fue Enric Stormhold quien capitaneó a los Caballeros en contra de los hombres de Neraka en los desfiladeros donde tu padre —y señaló hacia mí— se distinguió por su valor (quién lo diría), y ganó renombre para la familia, ese mismo que tú has arrastrado por el fango y pisoteado en los últimos tristes meses...
—¡Porque vos lo solicitasteis! —exclamé; el cuervo se carcajeó.
—Eso no viene a cuento, pequeña Comadreja. Pero volvamos a Enric Stormhold. Dice la historia que consultó un Calantina. Quizá te sea familiar. Son los sacerdotes del falso dios Gilean, o por lo menos la falsa versión de esa idolatría que se dio en Estwilde. Leen los dados rojos y recitan versos sobre animales, a eso lo llaman «profetizar».
Aquellos diminutos ojos negros brillaron con malicia. Estaban alertas, como los ojos fríos de una víbora.
—Ya sé lo del Calantina. Pero ¿qué hay de Enric?
—Bueno, la defensa de Solamnia estaba en sus manos. Aunque era un Caballero digno y valeroso, aquélla era una gran responsabilidad. No estuvo nunca demasiado seguro de que su estrategia fuera acertada o de que su ánimo fuera lo suficientemente fuerte, así que consultó el Calantina sobre la suerte de la campaña. Si no lo hubiera hecho, si hubiera confiado en lo que le dictaba su magnánimo espíritu y en los caminos y deseos de los dioses, ¿no habríamos tenido más fe en él y habríamos creído más en su propia valía?
—El Calantina, señor, la profecía.
—El Calantina mostró el dos y el diez —afirmó el pájaro, luego echó la cabeza hacia atrás y se rió de forma escandalosa.
Dos y diez. Signo del Cuervo.
—El oráculo en sí era correcto. El Signo del Cuervo es el de las fantasías, muestra una falsa seguridad en una tierra peligrosa, ¿no es así, Galen Pathwarden?
Empecé a tartamudear.
—Ésa no es más que una interpretación, señor.
—Lo mismo que el Calantina —dijo el cuervo ahogándose en risas—. Claro que los Calantines que interpretaron los dados para Enric así lo afirmaron y reafirmaron y dijeron: «El oráculo nos predice, señor, que vuestra defensa de Solamnia contra las fuerzas de Neraka será la última que hagáis, que la paz será contigo y reinará de nuevo en toda Solamnia».
»
Y Enric se regocijó con el oráculo, con aquella promesa de éxito personal y para sus ejércitos. Era una interpretación.
»
Pero otras cosas acontecieron: cosas que Enric no podía imaginar y que no fueron mencionadas por los Calantines, quienes pudieron o no haberlas predicho, y ahora ya ¿qué importancia pueden tener? La paz que llegó a Solamnia fue en verdad la paz resultante de una campaña victoriosa organizada por Enric Stormhold. Éste dejó un destacamento de hombres en el desfiladero de Chaktamir, donde estuvieron rechazando al ejército de Neraka desde el alba hasta el ocaso, permitiendo que los Solámnicos tuvieran un precioso tiempo de coste incalculable.
—Doscientos Caballeros, se dice, defendieron el desfiladero. Pero sólo quince de ellos sobrevivieron para narrar su heroísmo.
—Entre ellos se hallaba tu padre, Galen.
—No habla mucho de ello. Pero, ¿qué le pasó a Enric?
—Enric también tuvo paz, tal como profetizaron los Calantines. Mientras el destacamento de hombres valientes defendía Chaktamir, Enric llevó a sus huestes a otro desfiladero poco conocido y, tal como era de esperar, bien guardado. Fueron rodeando a los de Neraka por el sur hasta llegar detrás de ellos, portando la muerte desde el este. No quedó ni uno de los mil soldados de Neraka que ocupaban el desfiladero.
»
Pero la paz que llegó a Enric fue el sueño de la muerte, causada por una flecha de Neraka cuando la batalla estaba llegando a su fin. Al mostrar la bandera de la victoria de las tropas solámnicas, un arquero herido, tendido en tierra como si estuviera muerto en el centro del desfiladero, se puso de pie y disparó una flecha negra que atravesó la garganta de Enric Stormhold.
—¿Una flecha negra?
—Plumas de cuervo, Galen Pathwarden. Así que los Calantines no erraron y el Signo del Cuervo floreció de tal forma que ningún hombre, ni siquiera los mismos Calantines, pudieron predecir.
—Todo esto es muy interesante, señor, pero confieso que estoy perdido. En esta historia no me encaja lo sucedido a Enric Stormhold. ¿Qué relación tiene ese hecho con que vos os halléis ahora en el Castillo di Caela? ¿Puede pensarse que las profecías signifiquen cosas muy distintas a las que creemos interpretar? Si es así, os aseguro que me aprenderé bien la lección. No es necesario obedecer a las profecías ni a los presagios.
—Ah... Las profecías pueden tener diferentes significados para las distintas miradas. Ello también ocurre con los lugares —graznó el cuervo—. ¿Qué significa Chaktamir para ti?