Sir Robert se inclinó a buscarlo en Estwilde, después de que hubiera visto los ópalos aquella tarde. Hecha su declaración, consideró que el asunto estaba zanjado.
Sir Ramiro pensó que era muy obvia aquella opinión, que alguien tan sutil como el Escorpión no se dejaría llevar por ese impulso tan simple. Señaló que se debería buscar en las Montañas Garnet, al sur del castillo, pues allá hacía frío y el aire en aquellas alturas era fino. Era el lugar más desagradable de aquellos contornos y, según la lógica de Sir Ramiro, un sitio ideal para esconderse el Escorpión. Los dos ancianos comenzaron a discutir agriamente, y no me habría extrañado que, de no ser porque Bayard se interpuso entre los dos, hubieran llegado a las manos.
Bayard propuso las Montañas Vingaard, ya que comprobó que donde el Escorpión se mostró más poderoso fue allí, y ¿qué duda podía caber de que lo mágico adquiere más fuerza allí donde nació?
Ninguno de los caballeros era un experto en el tema de la magia. Todos dirigieron sus miradas hacia Bayard, quien se sonrió como ausente y encogió los hombros.
—Poco sé acerca de la magia que posee el Escorpión, Caballeros —pronunció disculpándose—. Las nubes y los pájaros parlantes escapan a mis poderes.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó impaciente Sir Ramiro— ¿Dispersarnos y peinar el continente palmo a palmo? Eso nos llevaría años.
—Y el Escorpión, como lo llamáis, no me parece que sea muy paciente —comentó Sir Ledyard. Su acento del este resonó por las paredes del gran salón.
De haber continuado las cosas por estos derroteros jamás hubiéramos llegado a ninguna conclusión. Los Caballeros habrían fanfarroneado y parloteado durante horas, y yo habría seguido sentado intentando recordar lo que debía recordar: aquello que el Escorpión me había revelado la noche anterior, en la oscuridad, antes de que Brithelm entrara en la habitación.
Pero después de hablar Sir Ledyard, oímos un ruido desgarrador y un grito que procedía de los aposentos superiores. Los Caballeros se levantaron, desenvainaron las espadas y yo, seguro de que el Escorpión había regresado, me metí debajo de la silla como uno de los lebreles del gran salón de Padre.
Alfric apareció en el marco del ventanal, colgado de una cortina, maldiciendo a grandes voces y moviendo sus rechonchas piernas de Pathwarden en el aire.
No fui el único que había descubierto que aquél era un lugar ventajoso para esconderse. Según supimos más tarde, Alfric había estado escondido allí afuera mientras se discutía sobre dónde empezar la búsqueda. Se había asomado para oír mejor lo que se decía y si estaría él implicado o no, pero al dar un paso hacia lo que creía que era una pequeña extensión del ventanal, cayó en el vacío y tuvo que agarrarse de la cortina para no matarse.
Abajo se hallaban varios caballeros formidables que se preguntaban qué estaba haciendo allí mi hermano, mientras yo rogaba: «¡Paladine, que se caiga y se rompa el cuello!». No era un lugar muy apropiado para ello. Cayó con suavidad al suelo del salón y buscó rápidamente una salida.
Sir Robert tomó a Alfric por el brazo y lo puso contra una mesa antes de que sus temblorosos pies hubieran tocado tierra o de que Bayard pudiera intervenir.
—Admito que he recibido a un par de invitados de cuidado estos días. ¡Uno secuestra a mi hija y otro me espía en mis propias narices! ¡Consultaré al anciano Benedict antes de volver a ofrecer hospitalidad a nadie!
Alfric se encogió de miedo en medio de platos destrozados, sobre un mantel de delicado bordado. Bayard se puso entre Sir Robert y mi acorralado hermano, quien se dirigió a mí en tono acusador.
—De nuevo se reúne el consejo de valientes, y se invita a todos menos al viejo Alfric. Les dijiste que no me convocaran, Comadreja, de forma que no pudiera participar en el rescate de Enid ni, por tanto, ganar su mano.
—¡Por Huma, muchacho! —comenzó a decir Sir Robert—. ¡Guarda tu cortesía un momento!
Era propio de Alfric lanzar a todo el mundo contra mí y acusarme de haber organizado un cónclave de Caballeros con el propósito exclusivo de excluirlo de esta aventura. Pensé en aquella extraña y psicótica creencia que tuvo cuando fuimos creciendo en la casa del foso: se imaginaba ser un hermano mayor amable, que era atacado incesantemente por sus hermanos menores.
Era increíble que existiera alguien que pudiera interpretar el pasado de aquella forma tan errónea.
Un estandarte se movió un poco con una corriente de aire. Un cuco metálico chirrió en los aposentos de arriba, en alguna parte cerca del ventanal ahora desnudo.
Malinterpretó el pasado.
Recordé la oscuridad, el roce de un ala. Olí a perfume y a podrido. La sala se emborronó por un momento. Volví en mí. Las luces brillaban con más intensidad y los colores eran más fuertes.
Aquel recuerdo llegó en el momento apropiado.
—¡Bayard! ¡Rápido! ¿Cuál fue vuestra profecía?
—No es hora de misticismos —bramó Sir Robert—. ¡Por los cuernos de Kiri-Jolith, me colgaré antes de dejar pasar a otro Pathwarden bajo el umbral de mi casa!
Tuve suerte, pues Sir Ramiro detuvo a su anciano amigo y le impidió que se me acercara.
—¡Por favor, Bayard! ¡Estoy seguro de que es de suma importancia!
Tras un silencio, durante el que la habitación iluminada por antorchas apareció más grande, Bayard habló:
—Tal como aprendí en mis años de juventud al explorar la Biblioteca de Palanthas, la profecía decía así:
·
· Muchas generaciones atrás, el maleficio
· aparece en la morada de los di Caela.
· Adversidades múltiples se suceden
· hasta que una doncella es única heredera.
· Cuando la vida llega a su más negro trance,
· a la novia atina la Espada Brillante.
· Las generaciones de la hierba florecen
· y el maleficio resuelven.
·
Dicho lo cual se mantuvo callado, después de haber aireado el futuro y haberlo encontrado confuso. Nos miramos todos, sentados alrededor de una de las largas y elegantes mesas de Sir Robert. Allá en la lejanía un pájaro chirrió y silbó, rompiendo el silencio.
Una expresión de extrañeza apareció en el rostro de cada uno de los Caballeros.
Luego me miraron, como si fuera un observador desinteresado, o alguien que pudiera distinguir las profecías verdaderas de las falsas.
—Señores, la clave está ahí. Estoy seguro.
—Mira, Galen —insistió Bayard—. Puede ser que se me haya olvidado algo, algo tan obvio que lo podría descubrir hasta un niño.
Aquello no me sonó muy halagador, pero volví a escuchar los versos en la mente, repletos de enigmas y de malas rimas. Me senté en la silla de ceremonias de Sir Robert, dejé las piernas colgando por encima del brazo y lance los dados sobre el regazo de la túnica.
Los Caballeros no se movieron, esperando que emitiera mi juicio, mi respuesta al enigma. Me moví y removí en la silla.
—¡Por Huma, muchacho! —volvió a la carga Sir Robert—. ¡Tu protector no está participando en unos juegos florales! Estamos intentando rescatar a mi hija y necesitamos soluciones, no extasiarnos con malas rimas.
—Os lo ruego, señor. Acabo de sobreponerme de una fiebre fatal —comencé a decir, pero Bayard me interrumpió.
—Con todos los respetos, Sir Robert, no creo que el muchacho esté jugando a hacerse el poeta. —Se volvió hacia mí y me urgió amablemente—: Continúa, Galen.
—Eso es lo que dijo el Escorpión, o lo que no dijo. No creo que afirmara nunca que la profecía fuese errónea, sólo afirmó que os habíais confundido, Bayard. Ahora que pienso en ello, creo que..., estoy completamente seguro de que hay más formas de interpretarla.
»
Así que cabe preguntarse no cómo
vos
la habéis estado interpretando todos estos años, sino cómo la ha estado interpretando
el Escorpión.
Siempre había pensado si algo de lo que Gileandos me había enseñado me serviría ahora. Respirando con profundidad y levantándome de la silla, me lancé por los horribles caminos de la conjetura, paseando de un lado a otro de la habitación, delante de los Caballeros.
—Todo está en algo que me dijo sobre su «propia espada brillante». Parece ser que piensa que si Bayard Brightblade no es la espada brillante de la profecía, entonces se trata de una verdadera espada. —Me volví de nuevo hacia Sir Robert—. Como ya os he dicho, señor, esto lo dijo antes de amenazar de muerte a vuestra hija.
—¿Y cuál es la conclusión?
—Que también está intentando eliminar un maleficio. No es de su agrado el estar volviendo desde la muerte a roer vuestro árbol genealógico a cada generación. No creo que tenga otra opción.
—No te entiendo —dijo Sir Robert, volviéndose a sentar en la silla—. No lo invitamos a que vuelva. Después de todo, es
nuestro
maleficio.
—¡Y
vos
sois el
suyo! -
-exclamó Brithelm. Por lo que vi en su mirada pude adivinar que estaba comprendiendo mi punto de vista—. Hay que reconocer que aquellos Gabrieles lejanos en la historia de los di Caela no fueron muy justos con el viejo Benedict. Uno lo desheredó y el otro, sin considerar lo que los di Caela dicen de haberlo matado en batalla, lo venció en el Barranco de Throtyl. Luego lo persiguieron hacia el este, hasta el desfiladero de Chaktamir, donde lo mataron. Sir Robert asintió sin decir palabra. —Bien. Los Pathwarden no se equivocaron al hablar de... la desgracia familiar ocurrida hace cuatro siglos. Es escandaloso, casi diría deshonroso, lo que hicieron Gabriel el Viejo y Gabriel el Joven, pero no creo que sea necesario airear los trapos sucios de la familia.
—¡Porque esos
trapos sucios
salen
motu proprio
a relucir ante la familia una vez cada generación, Sir Robert! —proclamó Sir Ramiro con voz débil.
—Muy bien, muy bien. ¿Qué diablos tiene esto que ver con esa vieja profecía? —urgió Sir Robert.
—Los di Caela son el maleficio de Benedict, tanto como él lo es para vos. Y piensa que lo que está haciendo lo liberará de la familia que lo dañó.
Sir Robert se acomodó en la silla y guardó silencio. De nuevo un cuco chirrió en la planta baja del castillo. Fuera sonaban los truenos y el aire anunciaba lluvia.
—¿Podría tener razón el Escorpión? —preguntó por fin Sir Robert, colocándose las manos en la nuca y dirigiendo la mirada hacia el ventanal—. ¿Somos nosotros, y no el Escorpión, el maleficio?
—Tendríamos que volver a Chaktamir para saberlo, señor —respondí.
—¿Chaktamir?
—¿Recordáis lo que dice la profecía? —pregunté—. «Cuando la vida llega a su más negro trance.»
Sir Robert movió la cabeza, afirmando lo que yo decía, aunque estaba distante, pensando en lo que la profecía guardaba para el futuro, en el fin que se anunciaba para los di Caela. Con dificultad abandonó sus meditaciones, se levantó mostrando su porte patricio y paseó impaciente por la habitación.
—No creo que las cosas puedan estar más negras que ahora —declaró.
—Pero aun con todo, puede ser que «las cosas no hayan alcanzado su punto más negro», Sir Robert. Quizá quienquiera que escribió la profecía estuviera pensando en un paso de verdad en montañas de verdad.
Sir Robert se detuvo y consideró aquello. Se oyó tronar en la lejanía.
—Quizá. Pero ¿cómo sabes que se trata de Chaktamir, Galen? ¿Por qué no algún lugar en las Montañas Garnet? ¿O en el Barranco de Throtyl?
—No lo sé, señor, no estoy seguro. Pero es lo más probable, ¿verdad? Para empezar, el paso de Chaktamir está negro, oculto, pues no se usa más que en contadas ocasiones, como después de la batalla de Enric con los hombres de Neraka. Es oscuro, con sangre de Solamnia y de Neraka.
»
Ennegrecido con la sangre de Benedict, si vamos al caso, pues Gabriel el Joven lo alcanzó en el paso de Chaktamir.
»
Finalmente, es oscuro porque vuestra historia lo ha oscurecido. Si corre la historia de que Benedict murió en el Barranco de Throtyl, difícilmente se puede creer que murió en batalla, y no después de haber sido acorralado por los di Caela tras haberle dado caza de forma más que dudosa.
»
Podría casi afirmar que la interpretación menos desacertada sería Chaktamir, Sir Robert. Y creo que allí encontraréis al Escorpión, y también a vuestra hija.
Miré a mi alrededor. Brithelm se sonreía, sentado en una dura silla de alto respaldo, con los pies encima de la mesa. Sir Ledyard y Sir Ramiro estaban, respectivamente, a izquierda y derecha de Sir Robert di Caela. Aquellos dos peculiares Caballeros asentían a todo lo que yo decía. Bayard, con una expresión impasible, no me quitaba ojo de encima.
Alfric jugueteaba con el mantel, acurrucado en una silla, con la mente en blanco.
Sir Robert cruzó los brazos y me miró con curiosidad.
—¿Cómo interpretas «Las generaciones de la hierba», Galen? —me preguntó.
—No lo sé, señor. Alguien más inteligente que yo podría interpretar esta profecía, me imagino.
»
Sobre todo, no sé a quién se refiere la profecía, a Bayard, a vos o al Escorpión, pero en Chaktamir se resolverá el enigma, para bien, para mal o para ambas cosas.
—De eso estoy seguro; espero...
El esbozo de una sonrisa apareció en el rostro de Bayard, que estiró los dedos. Recordé este gesto, que ya había visto en la casa del foso una mañana, aunque parecía haber sucedido hacía muchos años.
Luego su sonrisa se hizo más abierta. Se puso de pie, con la mano en la empuñadura de la espada.
—Entonces, hay que dirigirse a Chaktamir.
*
*
—Estoy de acuerdo con esta decisión, pero sigo pensando que es la menos consecuente que he tomado en mi vida —concluyó Sir Robert di Caela, arrellanándose en la silla en la que estaba sentado desde hacía más de una hora.
Las velas no daban ya mucha luz y las sombras se elevaban en el salón de los banquetes, proyectándose largas y ominosas.
—La decisión menos consecuente —repitió.
»
Hemos de dirigirnos hacia donde sugiere un muchacho de diecisiete años de dudosa honestidad, que admite que intenta solucionar su futuro con los dados rojos de Estwilde, sin llegar nunca a saber lo que predicen.''
»
Seguimos a una sombra que vio este muchacho, sabiendo únicamente que huyó hacia el este, desconociendo si fue muy lejos o cerca, y sin saber si cambió de dirección en cuanto se perdió de vista. Nos guiamos por la evidencia de una profecía que ignoramos si la estamos interpretando correctamente.