Rogué a Bayard que nos detuviéramos para ayudarme a buscar los dados Calantina, pero no quiso saber nada de «tamaña estupidez», añadiendo que había pasado ya la edad de creer en juegos y en falsas profecías.
Estuve inclinado a darle la razón. Ya no tengo necesidad alguna del futuro, aunque mis manos buscan de vez en cuando los dados rojos y las tablas de los versos, que aunque es cierto que no explicaban las cosas que iban a suceder, proporcionaban unas posibilidades en las que podían encajar lo que después sucedía y de esa manera sentirse mejor.
He dejado de preocuparme de profecías, y de momento, de intrigas.
* * *
El amor y las delicias que conlleva brotaron finalmente, como todos esperábamos, entre Bayard y Enid, durante el largo camino de regreso al Castillo di Caela. El odio y sus sinsabores brotaron también entre Sir Ramiro y Alfric. Las bravatas y fanfarronadas de mi hermano no tuvieron buena acogida por parte del anciano Caballero tras tantos kilómetros de viaje. Y así se tuvo que recurrir a la diplomacia de Sir Robert, cuando Sir Ramiro empujó a Alfric del caballo y fue a parar al foso por la única razón de que mi hermano mayor tenía «un rostro que merecía ser tirado al foso».
Y siguió manteniendo que la cara de Alfric estaría mejor clavada en una pica en lo más alto de las almenas.
Alfric se libró de una muerte segura al ser pescado del agua, y en cuanto se secó su armadura, emprendió regreso a Coastlund, recordando muchas cosas, estoy seguro, ante la vista de una pica. Protestó un poco por la perspectiva de volver y presentarse delante de Padre con aquella armadura magullada y con las armas que había rateado en la casa del foso, hecho que hizo, no me cabe la menor duda, que el anciano peinase el país y rastreara el pantano en ausencia de su hijo, temiendo un posible secuestro, o que hubiera perecido ahogado, o que su total ineptitud le hubiese causado la pérdida de un heredero.
Con toda seguridad, el recibimiento no sería nada entusiasta.
Mi alivio al ver partir a Alfric se vio turbado por la tristeza, ya que Brithelm lo acompañaría, con lo que perdía la compañía de mi hermano favorito. Brithelm iba con Alfric hasta el pantano de Coastlund, donde tenía la intención de quedarse y organizar su vida de eremita con la que tanto había soñado durante los días peligrosos que empleamos en dar con el Escorpión.
Cuando mis hermanos hubieron traspasado ya las montañas y bajado a los valles de mi país natal, se encontraron con que las ciénagas habían desaparecido, cosa que no era tan sorprendente.
Los centauros y los campesinos coincidieron en la versión que dieron de este fenómeno: gradualmente, árbol tras árbol, arbusto tras arbusto, la ciénaga había encogido cada vez más hasta quedar únicamente una curiosa choza encima de unos palos, en medio de todo aquello. Este lugar todavía apestaba a cabra, a podrido y, según los centauros, a algo más perturbador que incluso aquellos desagradables olores.
Brithelm acompañó a su hermano mayor hasta la casa del foso y allí se quedaron unos días limando asperezas con Padre, quien, como había yo sospechado, no estuvo satisfecho en lo más mínimo con lo que había hecho Alfric.
Una vez cumplida esta misión, Brithelm volvió a tomar dirección hacia el este, donde se estableció en las estructuras pétreas de las Montañas Vingaard, allí donde Bayard, Agion y yo habíamos pernoctado y de las que había tenido noticias, por primera vez, en el
Libro de Vinas Solamnus.
Aunque no he podido saber nunca con exactitud dónde se ha establecido Brithelm, y aunque Bayard ha jurado solemnemente no indicármelo, confío en que mi hermano siga bien y sin problemas, ese hermano un poco abstracto e imprudente, quizá, pero confiado y dispuesto a acudir si tiempos turbulentos volvieran a surgir.
Tiempos turbulentos, cómo no, han acaecido en la casa del foso. Padre encerró a Alfric durante unos días pero con penas leves y ya está en libertad. Lo tiene a su servicio, y le obliga a cumplir los deberes diarios de un escudero. Alfric, me han informado, no tiene tiempo de torturar a los criados ni de llevar, a hurtadillas, vino a sus aposentos. Y, lo sé de buena fuente, Gileandos ha aparecido en llamas sólo una vez desde el regreso de mi hermano y fue porque se le prendió la manga de la túnica en el fuego de la destilería casera que tiene en el laboratorio. Alfric no fue culpado de este accidente. Yo, por primera vez en mi vida, tuve la coartada perfecta porque me encontraba a muchos kilómetros de Solamnia.
Nada es definitivo y puede que Alfric cambie sus costumbres y llegue a ser un escudero razonablemente presentable. De aquí a unos años, cuando sea un Caballero y precise los servicios de alguien para atender a mi caballo y para lustrar mi espada y mi armadura, quizá me llegue hasta Coastlund y hable con Padre sobre darle este trabajo a su primogénito y heredero. No tengo ningún tipo de objeción para tener a mi servicio a un escudero que raye los treinta, pues puedo pasar por alto muchos detalles, incluso cierta lentitud en aprender a hacer las cosas.
Y lo que es más, ser mi escudero podría ser singularmente mortificante para mi hermano.
Podrá sorprender el que me haya propuesto llegar a ser Caballero, después de todas las cosas terribles que he dicho y pensado sobre la Orden. Bien, esto se debe a que no me queda otra alternativa mejor si voy a heredar las considerables propiedades que recibiré.
El Castillo di Caela y todas sus pertenencias.
Me explicaré. Una vez finalizado el banquete de esta noche y las ceremonias, seré Galen Pathwarden Brightblade, hijo adoptivo y heredero de Sir Bayard Brightblade.
Cuando haya transcurrido un mes, tras otro banquete; y otras ceremonias aún más largas y más aburridas que éstas, seré Galen Pathwarden di Caela Brightblade, cuando por último se casen mi padrastro y mi madrastra.
* * *
Los novios se sintieron tímidos, casi ridículos al inicio de sus relaciones ya que Bayard y Enid estaban acostumbrados a dejar que profecía y familia gobernasen sus vidas y no tenían ni la menor idea de cómo hacerse cariños.
Bayard llegó a pedirme ayuda para escribir una canción de amor para Enid, pero se desanimó después de contarle el efecto que habían tenido mis versos aquella noche en la que Alfric decidió probar fortuna en el campo amoroso. Bayard decidió que podría traerle mala suerte y dejó de consultarme sobre asuntos del corazón.
Sin embargo, por más extraño que pueda parecer, se enamoraron. Apenas había transcurrido una semana desde que llegamos al Castillo di Caela cuando «la palabra fue empeñada», como afirma el dicho, y Sir Robert y Bayard comenzaron a hacer planes para los esponsales.
Un día sorprendí a Dannelle mirándome tiernamente, por lo que hice trasladar mis cosas a los aposentos que llamé la Torre de Lady Mariel, y allí me instalé huyendo de la línea de fuego nupcial tan lejos como me fue posible.
No veía el daño que pudiera existir en aceptar ser el acompañante de Dannelle en el banquete de bodas y permitir que pudiera gozar con la vista de todas las galas de la Orden Solámnica. Sobre todo recordando que la utilicé cuando lancé su nombre delante del Escorpión para confundir aquellas intenciones suyas un tanto dramáticas.
Además, dentro de unas semanas Dannelle y yo seríamos familia política, y no estaría bien visto que los familiares se evitaran como lo han estado haciendo estas últimas semanas en el castillo.
Hay que añadir que es una muchacha de piel marfileña y de ojos claros.
Si no se entromete lo matrimonial, espero soportar el peso.
* * *
Faltan dos horas para que me vista con ese traje de ceremonia rojo y amarillo, los colores de mi nueva familia, y para que desfile, como vi hacer a tantos Caballeros en aquella ocasión hace tanto tiempo, por la gran sala de banquetes del Castillo di Caela.
En los pisos de abajo están preparando todo ello. Por mi puerta abierta llega el sonido metálico de los cubiertos y el entrechocar de los platos que están poniendo en las grandes mesas de roble del salón. Es una noche de ceremonia, de celebraciones. Es una noche de banquetes.
Deseo con todo mi ser que llegue la hora.
Pero si antes alguien se acerca a mis aposentos, haciéndome proposiciones o sobornos o promesas o amenazas u ofrecimientos de cualquier clase, diré: «No, gracias. Estoy intentando cambiar».
Y puedo decir que he estirado mi suerte y mi historia tanto como he podido.