—Una antigua familia solámnica —repetí de memoria cuando vi a un conejo empapado y tristón que asomó la cabeza por debajo de un enmarañado junípero. Parecía como si lo hubieran sacado de un pozo o de algún sitio peor. Bueno, tanto el conejo como yo estábamos calados hasta los huesos—. Una antigua familia solámnica —repetí pues me había interrumpido acordándome de mi habitación y de mi cama caliente—. Fundada por Duncan di Caela, primo del mismísimo Vinas Solamnus. En tiempos de guerra, brillante y creativo. En tiempos de paz, brillante y justo. Pero las generaciones más cercanas a nuestros tiempos se han encerrado en sí mismas por razones que no han querido hacer públicas.
El conejo desapareció debajo del junípero. Al menos él tenía cerca su madriguera, en la que podría cobijarse si el frío o la lluvia arreciaban.
—Robert di Caela es el último descendiente varón de la familia —añadió Bayard—. Por primera vez en toda la historia de la familia el heredero es una hembra. Después de Sir Robert, la Casa di Caela desaparecerá en la historia y en el olvido si su hija no se casa. Y por eso se ha convocado este torneo.
El fuego prendido por Bayard empezó a arder y se podía ver una llama incipiente.
—Y por esta razón todos los Caballeros Solámnicos más jóvenes se van a reunir allí viniendo desde todos los puntos de Ansalon. ¡Allí!
El fuego ardía despacio pero con firmeza. Bayard guardó el yesquero y continuó.
—Combatirán en torneo para ganar la mano de Lady Enid.
—¡Enid! —exclamé con un poco más de ácida burla de la que debiera haber mostrado.
De todos los nombres de Krynn, Robert di Caela sólo pensó en elegir «Enid» para su hija. Las que se llaman así suelen ser casi siempre unas mujeres gordas, de mandíbula cuadrada, con el pelo recogido en la cabeza como si fuera una hogaza.
¿Qué puede esperarse de alguien que se llame Enid? Sabrá hacer buenos dulces.
Empecé a reírme entre dientes. Ahí estaba yo, en medio de ninguna parte, al servicio de un Caballero que estaba empeñado en ganar un torneo cuyo primer premio era una damisela que se llamaba Enid.
Bayard frunció el entrecejo y apartó su vista de mí.
—No quisiera que interpretarais mal mi risa, Sir —aclaré inmediatamente—. No os ofendáis por una inocente diversión.
—No tengo por qué estar resentido, Galen —dijo con calma Bayard, atravesándome con aquellos fríos ojos grises—. Sin embargo, te agradecería un poco de... consideración. Después de todo, se supone que me voy a casar con Enid di Caela.
Eso fue demasiado. Dejé escapar una amarga carcajada de condenado y de pronto Bayard sacó la espada.
Bien, pensé que era el final. Me hice un ovillo y empecé a gritar, a ofrecer mis derechos por nacimiento y los de Brithelm y Alfric para intentar un soborno. Pero la mano de Bayard me tapó la boca con rapidez y fuerza y me hizo callar. Intenté morderlo pero aquella manaza me impedía abrir la boca.
—¡Quieto, muchacho! —dijo en voz baja y calló.
Tenía la cabeza levantada en el aire como un leopardo que olfatease el aire cambiante tratando de rastrear a su presa. Y entre el monocorde sonido de la lluvia oí movimientos. El ruido de algo que se arrastraba tras un abeto al otro lado del camino, a unos treinta metros de nosotros.
—No es tejón —susurró Bayard y aflojó la mano con la que mantenía cerrada mi boca.
Hizo un gesto con la cabeza señalando mi espada. No necesité más indicación. Hice un obediente signo de asentimiento. Llevé mi mano hasta la empuñadura como si fuese a hacer un solemne juramento de lealtad.
Pero, se me ha de creer, no tenía la más mínima intención de desenvainar la espada mientras hubiese cualquier forma de escapar o cualquier lugar donde esconderme. Padre había juzgado mis habilidades con la espada atinadamente: era mucho más probable que me hiriese a mí mismo o a Bayard antes de hacer algún mal a cualquier enemigo que nos atacase. En aquel instante debí haber aparentado suficiente fiereza para convencer al loco que tenía por compañero de que le apoyaría en cualquier enfrentamiento en el que terciase.
Así que me puse detrás de él aunque, eso sí, a una considerable mayor altura, ya que en cuanto Bayard se volvió hacia el origen del ruido trepé al castaño buscando seguridad y me quedé a horcajadas en una de las ramas inferiores desde donde podía ver todo lo que pudiera suceder y donde esperaba ansiosamente que nadie, ni siquiera Bayard, pudiera verme.
—¿Quién va? —dijo una voz desde los abetos.
Bayard estaba en lo cierto, a no ser que se tratara de un tejón mágico.
—Sir Bayard Brightblade de Vingaard, Caballero de Solamnia. ¿Y quién pregunta el nombre?
Con la sorpresa me golpeé la cabeza, al no poder creer lo que veía, contra la gruesa rama del castaño al que estaba subido. Nadie contestó qué o quién estaba oculto al otro lado del camino, pero cualquiera habría aumentado el dinero ganado con el sudor de su frente si hubiese apostado que se trataba de campesinos. Campesinos que, se recordará, nunca habían perdonado a los Caballeros de Solamnia un pequeño suceso al que llaman el Cataclismo, el cual había cambiado la faz de la tierra y matado a unos cuantos millones de ellos en tal ocasión.
Siendo más concreto, campesinos que todavía tendrían muy frescas en la memoria las barbaridades que habían cometido los que vestían la misma armadura que estaba sobre la yegua de carga. Sí, un Caballero Solámnico sería la última persona a la que estarían dispuestos a acercarse para darle la bienvenida.
Mas lo que hicieron fue salir de detrás de los abetos, uno a uno, hasta que se juntaron media docena delante de Bayard. Sombríos, enlodados y con pinta bastante grosera, estos campesinos. Tenían el entrecejo fruncido y estaban tensos. Cada uno llevaba un garrote, o un hacha o un martillo tan pesados como yo.
Bayard podría haber derrotado con facilidad a cualquiera de ellos. Había tirado la capa encima de un arbusto y estaba de pie, quieto, ante ellos. Al descubierto, bajo la lluvia, vestido sólo con el jubón de cuero, sosteniendo sin esfuerzo la espada desenvainada en la mano derecha y una daga corta de fiera apariencia en la izquierda.
Podría haber derrotado a dos de ellos, quizás a tres, saliendo con algún rasguño. Pero seis parecían demasiados y ellos lo sabían. Se abrieron en abanico al cruzar el camino, y formaron luego un gran círculo desigual a su alrededor.
Sentí pena por Bayard y trepé a una rama más alta.
—¿Caballero de Solamnia? —preguntó uno de ellos, que no era el más voluminoso pero sí el de apariencia más fiera. Lucía una calva con una enorme cicatriz en medio de la cabeza, trofeo, sabrán los dioses, conquistado después de alguna trifulca—. ¿Habéis dicho «Caballero de Solamnia»?
—¿Y qué si lo he dicho? —preguntó Bayard y se volvió lentamente, con elegancia, giró hacia la derecha, fijó la mirada en cada uno de ellos mientras pasaba a su lado y, dando media vuelta, se colocó al frente. Todo esto sucedía muy despacio, como un antiguo y respetado ritual o una danza. Y mientras tanto, Bayard y
Cicatriz en la Cabeza
hablaban con tranquilidad, con cautela, y los otros campesinos iban cerrando más y más el círculo alrededor del Caballero que giraba.
—Bien, si lo habéis dicho, Sir... —respondió
Cicatriz en la Cabeza
, poniéndose el hacha encima del hombro con la misma facilidad con la que se habría puesto una caña de pescar—. Si lo habéis dicho, quizá no hayáis entendido mi pregunta, pues en esta zona no están bien vistos los Caballeros Solámnicos. Quizá seáis otro tipo de Caballero, quizá pertenezcáis a una Orden diferente que ni yo ni mis hombres conocemos todavía, y en ese caso no tendríamos la más mínima intención contra vos. ¿Entendéis? ¡Karrock!
Hizo un gesto a un hombre que estaba a su izquierda, Karrock, obviamente. Un hombre enorme, de apariencia brutal, tan pelirrojo como yo, aunque de barba más oscura. Una combinación extraña que se ve con frecuencia en gente de clase baja. Karrock se movió lentamente, pero esta vez con paso decidido, hacia la yegua de carga, con la mano tendida hacia las alforjas.
—Si fuera tú, me pararía ahí mismo —dijo con brusquedad Bayard, acercándose rápidamente y quedando al alcance de la espada del gran hombre. Los campesinos se pusieron tensos. Bayard se volvió y se dirigió a
Cicatriz en la Cabeza-
-. Deja de dar vueltas en torno a nombres como acostumbran a hacer los filósofos, hombre. Si hubiera alguna razón por la que debiera ocultar mis servicios a la Orden Solámnica, me gustaría saberlo ahora mismo y así poder aclarar vuestros resquemores y disipar todas vuestras equivocaciones.
—Creo que éste no miente, Maese Goad —dijo Karrock al oído de
Cicatriz en la Cabeza
, retrocediendo a un paso de la yegua—. Yo he venido a hacer una ronda con los milicianos, no a perder el tiempo con fanáticos.
—
Habernos
seis contra uno —dijo Goad al mismo tiempo que hacía una seña a los hombres que estaban a su derecha, quienes acortaron distancias entre ellos y Bayard, metiéndose entre
Molasses
y la yegua—. Ya visteis lo que
hició
uno
dellos
en nuestra aldea.
—Y que lo diga, Maese —habló Karrock.
—Que quiero decir —Goad rió sin ganas al dirigirse a Bayard— que uno puede ser un analfabeto, pero contar, a eso llego. Y hasta un Caballero Solámnico podrá decir que hay una filosofía en los números.
—¿Milicia? —Bayard se tranquilizó un poco aunque por la manera de moverse pude darme cuenta de que no perdía de vista a los hombres que se le acercaban por el flanco de Goad—. Entonces, ¿estáis guardando vuestra aldea? ¿Contra qué?
—Contra Caballeros Solámnicos tales como vos, Sir, que creen que vestir armadura y venir de familia rica les permite ciertas... libertades que ni siquiera el antiguo Rey-Sacerdote de Istar tenía derecho a tomarse. Tuvimos la visita de uno de los de vuestra Orden unas semanas atrás...
Me abracé a la rama y elevé una plegaria en silencio. Me aseguré bien de que no saliera de mi boca, ni tan siquiera musitada o bisbiseada. Karrock había recuperado el valor, y se acercó de nuevo a la yegua, con mano decidida a quitarle todo lo que la cubría.
* * *
A veces, como me enseñó Gileandos en sus lecciones de teología, que tanto evité, los dioses dan respuestas imprevisibles a nuestras plegarias. Pues...
Molasses
era viejo. No entrado en años como se dice de una persona que haya cumplido los sesenta o setenta.
Molasses
tenía ya más de treinta años. Había salido a pastar con Padre cuando Alfric nació.
Molasses
era más que venerable, más que antiguo. Iba camino de fosilizarse. Se ha de recordar también que durante sus últimos diez años sus aventuras se habían limitado a tirar de un carrito con niños en un círculo cada vez más reducido en el patio de la casa del foso. Lo más cerca del peligro que había estado en los últimos veinte años fue estar a cincuenta metros de una lucha de perros provocada por un torpe criado. Así que no cabe duda de la causa de que aquella situación le pareciera al pobre caballo un poco amenazadora.
Quizá se pueda entender por qué cayó muerto.
La ley de los porcentajes se hacía evidente en el preciso momento. El golpe seco de la pobre bestia al caer asustó a los hombres, que se estaban acercando cada vez más desde la derecha de Ando hacia la yegua de carga que estaba justo a la izquierda de Bayard. Los palurdos se juntaron y levantaron las armas, creyendo que Bayard había recibido refuerzos, saltando desde un árbol, quizás, y aterrizando a sus espaldas.
No tenían ni idea de lo rápido que era su oponente. Bayard saltó por encima de la yegua, incluso por encima de la armadura, y aterrizó con un gran estruendo entre nuestro equipaje y los milicianos. Se dieron la vuelta para encararse con él rápidamente pero era demasiado tarde. Con la ancha hoja de la espada golpeó de plano a uno de ellos en las costillas. Se oyó un ruido apagado, como si estuvieran vapuleando una alfombra, y después se oyó un ¡UUGG! del hombre que estaba ya de rodillas, jadeando.
Sus compañeros se detuvieron, asombrados. Como si algo grande y sobrenatural —un dragón o una columna de fuego— hubiera aparecido ante ellos. Bayard se revolvió y propinó a Karrock una patada en el pecho. El hombretón gruñó y cayó hacia atrás, momento que Bayard aprovechó para acercarse a él medio agachado. Mientras esto sucedía el resto de los milicianos permanecieron quietos. En sus manos se movían sus armas pero no sabían muy bien qué hacer.
Todos menos Goad. Sigilosamente, se fue hacia su derecha yendo despacio hasta ponerse junto al hombre golpeado, justo detrás de Bayard, quien, a punto de causar la baja de Karrock en la milicia del lugar, no se dio cuenta de su proximidad.
Era hora de que yo hiciera algo. Al menos gritar para avisar a mi noble señor. Y como mucho (temblé al pensar en lo mucho) dejarme caer del castaño sobre el enemigo y realizar una caída heroica.
Me pareció que hacer una de esas cosas sería una fanfarronada. Así que seguí sentado y miré cómo se desarrollaban los acontecimientos. Entonces ocurrió una cosa curiosa, como si se hubiera llegado a una tregua tras todas estas bravuconadas y amenazas. En vez de lanzarse contra Bayard, como era de esperar, Goad se agachó y se echó a los hombros a su compañero inconsciente. Mientras tanto, Bayard había propinado a Karrock un fuerte puñetazo en su dura mandíbula y volvía a guardarse las espaldas. Su mirada se encontró con la de Goad y era difícil saber qué pensaron. Después, se saludaron con la cabeza como señal de que aquello había acabado. Goad se retiró a los abetos, Karrock se puso en pie como pudo y salió tras su comandante, no tan mal parado después del combate pues sólo se veía un morado bajo su barba en la parte izquierda de su redonda cara.
Salté del castaño. Rodé por el lodo para aparentar cansancio. Me mordí el labio lo suficiente como para hacerme un poco de sangre y luego me puse en pie.
—¡Que esto te sirva de lección por ofender a un bravo Caballero de Solamnia! —grité.
Bayard se volvió, esta vez despacio y me clavó una mirada desdeñosa.
—¡Ocúpate de tu caballo! —me ordenó con severidad.
Como se puede adivinar, de poca cosa me tenía que ocupar. Nos despedimos de
Molasses;
pasamos mis pertenencias a la yegua de carga, que no estuvo agradecida ni mucho menos por aquel sobrepeso, y me preparé a recibir las temidas noticias de cómo viajaríamos hasta el Castillo di Caela. No pregunté nada para así dejar que Sir Bayard se calmara.