—Todo lo que nos cuentas es fascinante, Agion —exclamé, y mirando hacia atrás vi que Bayard tenía su atención puesta en el sendero delante de él y que, aparentemente, no estaba dispuesto a pensar en otra cosa.
—Sí, y lo que es más, Maese Galen —continuó el centauro—. Una vez mi tía Megaera y yo tuvimos que vérnoslas con un enjambre de abejas, para hacerlas salir del campo de violeta medicinal. Estábamos haciendo emplastos y cataplasmas de invierno que los centauros más viejos utilizan contra la artritis. Había docenas de abejas por allí. La picadura del tábano es molesta pero siempre es peor la de la abeja por la hinchazón que produce. Y la tía Megaera dice... —Agion empezó a soltar una risita— dice... ¡Ah... era divertidísima!
Sus risotadas hicieron que los alrededores retumbaran. Una manada de pequeños marsupiales saltaron de un bosquecillo de castaños enanos y salieron corriendo hacia la remota oscuridad verde. Bayard me miró desconcertado con la mano en la espada.
—Agion —se atrevió a interrumpirlo, suavemente y con premura—. Recuerda que viajamos por tierras hostiles.
—En lo cierto estáis, Sir Bayard —dijo Agion, aunque sin bajar la voz—. Pero escuchad lo que tía Megaera dijo cuando salimos del campo de violetas medicinales, teniendo ya los flancos hinchados y enrojecidos por las picaduras de las abejas.
Bayard enarcó las cejas para atender educadamente. La mano seguía en la espada.
—Dice... «¡Oh! ¡Qué cosa tan extraña!» —y se puso de nuevo a reír—. Dice: «Es maravilloso. Esta noche dormiremos de pie».
Por un acuerdo que no necesitó palabras, Bayard y yo hicimos que no nos contara más historias de su vida, ya que pronto descubrimos que no sólo eran aburridas sino alborotadoras. Le preguntamos con insistencia sobre los sátiros, pero nos dimos cuenta, para nuestro pesar e irritación, que los centauros, o al menos este centauro en particular —que no era como para sorprender a nadie por sus conocimientos—, sabían poco más o menos lo que nosotros.
—¿Ni siquiera sabes de dónde son? —preguntó Bayard, mostrando por primera vez un poco de impaciencia, una mella en esa perfecta armadura espiritual, pues era la quinta pregunta consecutiva para la que Agion no tenía respuesta.
—Es tan simple como os digo, Sir Bayard —insistió el centauro, quitándose un pequeño insecto que zumbaba irritantemente en su nariz—. Los sátiros están por aquí desde hace uno o dos meses, creo, aunque tampoco estoy muy seguro. Cuando llegaron por primera vez creíamos que eran criaturas legendarias. Los de las historias que cuentan cómo eran las cosas antes del Cataclismo. ¿Os acordáis de los flautistas con pies de cabra en el cuento de Paquille?
Bayard y yo nos miramos. No teníamos ni idea.
—Claro que intentamos hacernos sus amigos —prosiguió Agion—. Creímos que eran algo de los tiempos de antaño, de cuando se dice que las razas de Krynn estaban más ligadas a la tierra y a los animales que habitaban allí. Todo eso nos hacía añorar el pasado.
Bayard y Agion continuaron andando en silencio, hasta que me cansé de la intriga en la que nos mantenía.
—Continúa, Agion. ¿Qué sucedió cuando intentasteis entablar amistad con esas criaturas?
—Como podéis ver, amigo, todo estaba malhadado —continuó Agion tristemente—. Al principio los sátiros guardaron las distancias. Gruñían y nos amenazaban con sus armas.
—Yo no las habría considerado como señales muy favorables, Agion —intervine con brusquedad. Bayard silabeó mi nombre, acompañándolo con una mirada de desacuerdo. Hice un gesto de desprecio a Bayard y suave, casi sinceramente, urgí al centauro a que continuara. Y así lo hizo después de dejar escapar unas lagrimitas.
—Pensamos que estarían tomando sus precauciones al ser nuevos en estas tierras —dijo como si los defendiera. Barrió con la cola algún insecto que le molestaba.
Se oyó un grito en la lejanía, hacia la derecha y casi me caí de Agion, aunque ni el centauro ni Bayard parecieron alarmarse. Contrariamente, parecía como si se hubieran sentido aliviados al oír que algo rompía aquel silencio cada vez más denso.
También ellos se habían percatado del silencio.
—Como iba diciendo, creíamos que sólo tomaban sus precauciones —repitió Agion—. Hasta que mataron a dos de nuestra aldea.
—Ésta es la parte de la historia que esperaba con más ganas —dije—. Porque me encantan las historias de crímenes que ocurrieron en los mismos lugares por los que paso al ser contadas.
—¿Queréis que no siga contándola? Es tremenda, triste, os lo aseguro, pero a la vez horrible, extraña y será de interés para quien la oiga.
—En ese caso, cuenta lo sucedido, Agion —urgió Bayard al tiempo que nos aproximábamos a un gran charco de agua sucia que se extendía en medio del camino. El agua formó burbujas cuando Agion y yo saltamos por encima y luego recobró la calma tras unas cuantas ondas. Luego volvió a hacer burbujas como si hirviera cuando Bayard lo rodeó tirando de las riendas de
Valorous.
La yegua de carga lo pasó con andar seguro y, una vez que se reunió con nuestro pequeño grupo, la charca cesó de burbujear y recobró la calma.
—No estaba aquí cuando ocurrieron los asesinatos —dijo el centauro, tocando con el extremo de su guadaña con cuidado la liana que colgaba en el camino. Tras asegurarse de que sólo se trataba de una liana, la cortó limpiamente del árbol del que colgaba y luego bajó la cabeza para pasar por debajo de las ramas—. Pero oí la historia de boca del mismo Archala, que es sincero en su mirada y al relatar acontecimientos. Esto es lo que me contó:
»"Seis de nosotros nos hallábamos allí: Archala y Brachis y Elemon y Stagro el Joven y Pendraidos y Kallites. Seis capitanes que partimos en el cénit del verano hacia los pantanos para tratar de conseguir la paz y la amistad con los recién llegados, los hombres-cabra."
Aunque puedo soportar alguna que otra historia de crímenes o de guerra, incluso alguna con mucha sangre, odio las historias de muertes misteriosas, y más cuando me las cuentan en un lugar misterioso o desolado. Agion, como era de esperar, narró su horripilante historia con agrado, con entusiasmo. Lo que sucede es que un buen número de historias elegidas por los centauros para ser contadas y recordadas acaban con la misteriosa muerte de casi todos los personajes y a veces con la de todos ellos. Cuando contó aquélla no lo sabía aún y, concretamente en esa ocasión, las bajas fueron pocas.
—
"Seis de nosotros nos hallábamos allí" -
-recitaba Agion—
"y sólo cuatro historias regresaron a tierra conocida, desde donde fuimos atacados. La primera fue la de Archala, comandante de soldados, el más anciano, quien vio caer a Kallites y a Elemon, de quienes sólo vio la caída, y oyó sólo los gritos. Luego vio cómo se alejaba cabalgando el Caballero Solámnico. La segunda fue la de Pendraidos, el médico, quien vio caer a Kallites y a Elemon, pero no vio heridas en sus cuerpos; incluso creíamos que no había tenido lugar fiera lucha, que nada sangriento había sucedido sino que fallaron sus corazones. También él vio alejarse al Caballero Solámnico cabalgando."
»"La tercera fue la de Stagro el Joven, el arquero, quien vio caer a Kallites y a Elemon y aun así no vio enemigo alguno y oyó a sus amigos gritar, y oyó cómo los sátiros se mofaban con gritos. Oyó un grito sobre todos, un grito que se alzó con una risa musical rica y dulce, en el momento en que Kallites y Elemon se debatían con dolor entre los altos juncos del pantano. Fue cuando él, Stagro el Joven, el arquero, oyó gritar por última vez a sus amigos heridos de muerte con gran dolor. Y vio alejarse al Caballero Solámnico cabalgando."
Bayard levantó las cejas. Inclinó la cabeza para oír los detalles.
Aquella risa dulce me llamó la atención. Pensé en el Escorpión.
—"
La cuarta fue la de Brachis, el cazador, quien guardaba los perros de Archala, quien los vio caer, pero..."
*
*
Sucedió súbitamente, tan rápidamente que apenas tuve tiempo de aterrorizarme y salir corriendo.
Valorous
relinchó; después se encabritó por algo que vio en los matorrales que estaban a nuestra izquierda; algo que comenzó a agitarse y a hervir como los charcos de agua que habíamos dejado junto al borde del claro. Parecía como si los matorrales estuvieran siendo triscados, hechos trizas, por algo enorme e invisible.
Agion alzó su guadaña y dio media vuelta bruscamente. Demasiado, en verdad, ya que con su rápido movimiento caí de su lomo, y fui a parar a unos hierbajos y a una charca de agua estancada de un palmo de profundidad.
También Bayard casi perdió pie, pues llevaba a
Valorous
de las riendas, pero éste dio un tirón y lo levantó. Dejó escapar un juramento y no pudo impedir que el caballo se marchara. Éste salió de un brinco del sendero y se quedó parado, mirando aquel movimiento en los matorrales. Entonces la rienda de la bestia de carga que sujetaba Bayard para que nos siguiera, se rompió al tirar ésta enloquecida. Relinchó con gran alboroto, dio coces a algo que yo no podía ver y después se lanzó al galope hacia el pantano, probablemente para no volver más.
No es que tuviera tiempo para preocuparme de adonde podría ir aquella bestia. La batalla había comenzado, o eso parecía. Bayard y Agion agitaban sus armas en el aire, que brillaba y danzaba en sus filos como si estuvieran cortando agua. Pero aquél fue todo el enemigo que vi: ese extraño resplandor en el aire. Eso fue hasta que a duras penas me puse de pie y volví al sendero.
Había cuatro sátiros en medio del camino en encarnizado combate con mis compañeros. Parpadeé incontrolablemente y me eché hacia atrás, todavía perdido, sin saber cómo había surgido de repente todo aquello y tanto remolino de aire.
Fornidos eran los tales sátiros, y más feos incluso que el nombre que los describía, hombres-cabra, que podría dar una idea de su imagen. Tenían cuernos, la parte de abajo de su cuerpo estaba cubierto de piel resquebrajada y mugrienta. Tenían colas cortas, ennegrecidas, y pezuñas. Su olor llegaba hasta donde estaba. Pero sobre todo, sus caras, que eran arrugadas, huesudas y pellejudas, con rasgos que se asemejaban a los de las cabras, que pueden ser animales de apariencia noble, incluso cuando no son bonitos. Sus rasgos eran de gigantes o de hombres horripilantemente deformados. Y por lo que nos concernía, los cuatro iban armados con puñales y lancetas y se acercaban a nuestro grupo de forma amenazadora.
Me percaté de que estábamos en condiciones de inferioridad.
Si una joven y fornida criatura como Agion, junto a un diestro y curtido combatiente como era Bayard, tenían poca posibilidad de derrotar a aquello que los atacaba, no podía comprender cómo vencerían inesperadamente al unírseles un escuchimizado muchacho con cara de comadreja que sólo llevaba un largo y nada usado puñal.
Así que me quedé acuclillado en el borde del camino mientras mis compañeros se lanzaban entre la lluvia contra sus enemigos. Bayard evitó la lanzada del sátiro más adelantado y le dio en la espalda un tremendo golpe. El sátiro cayó de bruces sobre la alta hierba de la vera del camino, con la ayuda de una fuerte patada de Bayard. Su pie se hundió —
o pareció
hundirse— en la espalda del sátiro.
Bayard gritó con todas sus fuerzas, no de dolor, ni por supuesto de terror, sino sorprendido. En ese momento un segundo sátiro se le montó en la espalda, y quiso agarrarlo de la garganta.
Al ver aquel combate a muerte, Agion dejó caer a los dos sátiros que había levantado a la altura de su cabeza, uno en cada mano. Los hombres-cabra golpearon el suelo de los juncales y balaron, se retorcieron y luego se quedaron inmóviles. Así, el centauro se lanzó hacia adelante y arrancó de la espalda de Bayard al asaltante.
El sátiro se resistió, y se encogió cuando Agion lo levantó en el aire, lo zarandeó como un terrier hace con una rata y lo lanzó a más de seis metros hacia donde sus compañeros habían caído. Se oyó un golpe tremendo, y luego un silencio seguido de ruidos de juncos y carrizos, como si fueran aplastados por pies que se alejaban corriendo.
El pantano recobró el silencio. Sólo un pájaro cantaba esporádicamente. Se volvió a oír el chirriar de los grillos.
Hasta aquí nuestra misión de paz.
Mis compañeros descansaron e hicieron balance del primer asalto.
Agion se quitó el polvo de las manos con grandes aspavientos e inclinó varias veces la cabeza hacia donde se encontraba Bayard, quien respiró profundamente, cansado, envainando la espada que no había usado. Caminó hacia
Valorous,
pasó la mano por la crin del caballo y dejó escapar unas palabras en solámnico arcaico.
Entonces recordó algo.
—¡La yegua! ¡Ha desaparecido y lleva mi armadura!
Entonces el pantano —tan silencioso durante la última hora— explotó en sonidos, y no atiné a saber qué era lo que había despreciado tanto de aquel precioso silencio. A mi alrededor, terribles ruidos se levantaron —cantos de pájaros emitidos por gargantas que obviamente no eran de pájaros, pero ni mucho menos de humanos. Había en aquellos cantos algo de regodeo, de amenazador. Y creí oír mi nombre, aunque estaba tan horrorizado que pudo haber sido sólo una figuración.
Recordé la oscura biblioteca y me pregunté si habría cuervos en aquella coral.
Bayard dirigió una rápida mirada en torno a él, pensando en hallar la causa de tan extraño clamor. Silenciosa, eficientemente hizo señas a Agion y luego hacia los juncos del lado izquierdo del sendero.
El gran centauro afirmó con la cabeza y salió a trote ligero en aquella dirección y se perdió en la verde espesura.
Ahora me tocaba a mí. Bayard hizo señas en mi dirección y se movió hacia la derecha.
—¿Perdón? —dije en voz baja.
—¡Por...! ¡Galen! Sal del sendero, unos doce metros más o menos, y toma una posición. ¡Guarda ese flanco!
—¿Guarda? No creo haberos oído bien. Habéis dicho «guarda», ¿verdad?
Bayard puso los ojos en blanco y desenvainó la espada. Protegido por el escudo comenzó a caminar por el sendero.
—¡Por la lanza de Huma! ¡Sólo tienes que gritar si ves algo!
A disgusto dejé el sendero y fui hacia la derecha. Zarzas y ramas de retama me azotaron la cara. Me caí dos o tres veces, enredados mis pies en el reino vegetal. Lo último que vi en el sendero fue a Bayard dirigiéndose apresuradamente hacia el ruido, agachándose y moviéndose veloz como una pantera impresionante.