Pensé si le contaría o no algo a Bayard acerca del tercer personaje, el hombre que los centauros habían visto seguirnos a unos dos o tres kilómetros por la carretera. Pero ¿qué le iba a decir a Bayard sobre quién pensaba yo que nos seguía? ¿Qué podía decirle sobre el hombre de voz meliflua que escaló la casa del foso con la misión de entrar a robar?
Si soy sincero cabal, no tenía deseo alguno de limpiar mi conciencia antes de que los centauros me levantaran por los tobillos y me ahogaran por espía. A veces contar toda la verdad es una estupidez.
Así que seguimos sentados en silencio. Bayard se frotaba las magulladuras y yo pensaba desesperado las formas de evitar ese juicio y cualquier otro.
Nadie se movía ni pateaba el suelo ni rompía ramas y por ello se volvieron a oír los ruidos del pantano, el extraño canto de pájaros desconocidos; de vez en cuando el croar del sapo cancionero o el zumbido de un insecto. Todos estos animales se habían escondido cuando dejó de llover y el sol salió de nuevo. Alrededor de nosotros el aire era más cálido pero todavía excesivamente pesado y húmedo. Aunque no se podía ver cómo crecían las plantas, a decir verdad, si se dejaba de mirar a una y unos instantes después se la volvía a mirar, uno encontraba que en unos pocos minutos había crecido... o podía creer que había crecido.
Esto me produjo escalofríos.
Pensé en lo que Gileandos había dicho sobre el Pantano del Guarda:
«Algo que crece con tanta rapidez, crece igual que un niño.
Por lo tanto uno debe desconfiar de ello», y señalaba su posición en el mapa y se podía ver que se extendía varias millas al sur de la casa del foso.
Habían llegado, cómo no, a nuestros oídos, historias contadas por campesinos. Historias de animales que habían adquirido proporciones no naturales o que se habían transformado de forma monstruosa y vagaban por los rincones más recónditos del pantano. Se hablaba de cocodrilos sin patas, de enormes aves carnívoras que no tenían ojos, ya que no los necesitaban para moverse en la verduzca oscuridad de la ciénaga, y que se desplazaban con torpeza pero rápidamente entre los cedros y los cipreses dando saltos y embestidas, al no necesitar las alas en un terreno cubierto de ramas y hojas.
Y, cómo no, se hablaba del pez volador devorador de hombres.
Pero no debía de haber mucho de verdad en aquellas historias, aunque otras cosas eran ciertas, sin lugar a dudas. Las sabía de buena fuente, ya que habíamos perdido campesinos, criados y alguna vez uno o dos visitantes en los oscuros agujeros del pantano. Eso ocurrió a un grupo de visitantes; un grupo de cinco enanos de Garnet que vinieron a visitar a Padre un verano cuando yo tenía siete años. Habían alcanzado la orilla más alejada del pantano cuando decidieron descansar y pasar la tarde a resguardo antes de continuar una jornada que sospecharon iba a ser muy peligrosa si la hacían sin luz. Se despertaron a la mañana siguiente y se encontraron completamente rodeados por la ciénaga, que había subido durante la noche hasta cercarlos y cubrirlos.
Faltaban dos del grupo, y aunque Padre rastreó los alrededores de la ciénaga esa misma tarde, y a la mañana siguiente lo hiciera con criados y antorchas, perros y gritos, nunca llegamos a saber lo que aconteció a aquellos enanos, ni a nadie que se perdiera por la ciénaga.
Esos sucesos produjeron un respeto, un temor, al verde círculo que Gileandos había marcado en el mapa de su estudio, marca que tenía que hacer más amplia según iba la ciénaga tragándose el campo.
Esa noche dormimos con sobresaltos. Me desperté varias veces y pude ver cómo Bayard paseaba por los límites del claro y alrededor de la luz que daba nuestra pequeña hoguera. Tenía las manos juntas a la espalda, como si estuviera maniatado. No se veían estrellas debido a la bóveda formada por hojas y lianas. La noche era oscura, dentro y fuera.
Después de haberme dormido al alba, me desperté y vi que Bayard estaba junto a mí, examinándome pensativamente.
—¿Sí?
—Galen, si mañana me administran... cierto... castigo severo...
Durante un segundo mi espíritu se elevó hacia el cielo. Esperaba con devoción que la innata nobleza de mi compañero le obligara a soportar el peso del castigo sin importar su severidad, y que me permitiera encontrar una taimada excusa que me condujera sano y salvo a mi Padre. Sin embargo, su nobleza lo llevó hacia otras cosas.
—Si ese castigo severo llega, descansaré en paz sabiendo que no malinterpretaste algo que dije.
—¿Sobre qué, Sir?
—Sobre Lady Enid —y se fue poniendo en pie.
—¿Sobre su prometida, Sir?
—Sí, eso es. Porque en verdad Lady Enid no es mi prometida.
—¿No?
—Quiero decir que no estoy comprometido con Lady Enid ni con nada.
—¿Para eso me habéis despertado? Pero vos dijisteis que esperabais desposarla.
—Pero no que fuera mi prometida —enfatizó Bayard, y luego se dio media vuelta hacia el otro lado del claro, donde otra hoguera ardía y donde los centauros seguían deliberando—. En cierto modo, estoy predestinado.
* * *
Me despertó un gran empellón. Comencé a gritar contra el criado, contra Alfric, contra cualquiera, para que se fuese y me dejara tranquilo hasta una hora razonable, es decir hasta más allá del mediodía. Pero al mirar hacia arriba vi entre la luz verde mortecina la cara seria y barbuda de un centauro, y recordé dónde estaba y cómo debía comportarme.
Bayard estaba de pie entre Agion y el centauro del brazo herido en la refriega del día anterior. Mi compañero barbudo se colocó detrás de nosotros cuando Agion me puso la mano en el hombro, al tiempo que el centauro herido cogió a Bayard por la túnica y fuimos conducidos con malos modales hasta el otro extremo del claro, donde nos aguardaba un juicio.
Los guardianes nos dejaron a los pies de Archala y de los otros centauros con quienes había celebrado consejo.
Aquel a quien Bayard había majado la nariz en la reyerta hacía de portavoz. Nos miró con mal ceño, se limpió la sangre del labio superior y comenzó a hablar.
—Todo está en contra de vosotros —exclamó con voz hueca, transformada por el lastimoso estado de su nariz.
Me pareció graciosa aquella voz, y hasta podría haber reído si lo que éste había dicho no hubiera sido «todo está en contra de vosotros».
—La armadura es una prueba irrefutable y no deja lugar a dudas.
Hizo una pausa y uno podía adivinar por su forma de mirar que estaba encantado de que alguien que había alterado su nariz fuera juzgado y sentenciado para ser detenido y registrado.
—Aun así —continuó con lo que para él no eran tan buenas noticias— Archala persiste en seguir la ley antigua, acorde con la tradición, acorde con la sabiduría. Dice admitir que vuestras palabras salen de un corazón y de un semblante sinceros.
Podría decir que el hecho de que el juicio continuara mortificaba a los demás infinitamente. Excepto a Agion, que observaba el proceso con admiración desde cierta distancia.
—Sin embargo —relinchó el heraldo, recobrándose un poco de lo de la nariz—, el asunto de vuestra alianza con los sátiros, harto nos preocupa.
—Tanto como pueda preocuparnos a nosotros mismos, Maese Archala —intervino Bayard, mirando al interlocutor de pasada y dirigiéndose al viejo centauro—. Especialmente, como antes testimonié, no sabiendo nada de esos sátiros u hombres-cabra o como los llaméis. Y sin saber cómo es que existen sospechas de alianza alguna con alguien a quien no conocemos.
—No es preciso que se me recuerde que ya habéis mentado el tema, Sir Caballero —Archala respondió, sonriendo pacientemente—. Vos entendéis por qué ponemos en entredicho tales explicaciones cuando entre las filas de los sátiros, pues fue en una posición de mando entre líneas de gente armada, vimos cabalgar a un Caballero luciendo la mismísima armadura, y no otra, que vos llevabais en vuestra yegua de carga al encontraros por vez primera en la carretera.
Bayard empezó a protestar, pero Ardiala levantó su enorme mano, pidió silencio y continuó.
—Pero vuestra armadura había sido robada, según declarasteis. No estuvo en vuestra posesión por unos días. Así lo declarasteis. En ese tiempo, según se desprende, el ladrón se habría unido a nuestros enemigos. Podríamos creer vuestra historia. Mas estoy seguro, Sir Caballero, que podréis entender la razón por la que me niego a que la suerte de mi gente dependa de las brisas. Aunque a nuestro veredicto sobre vuestra culpa o inocencia le aguarda la prueba de siete días y siete noches durante los que habréis de permanecer con nosotros, bajo vigilancia y custodia. Pueda ser que para entonces veamos cómo vuestra presencia entre nosotros afecta a los sátiros.
Pero el veredicto de Archala no satisfizo a nadie.
Los centauros respetaron la decisión, aunque era obvio que estaban más dispuestos a cogernos de los tobillos e ir al encuentro de la primera fuente de agua. Habría apostado una fortuna a que Agion sería nuestro guardián, ya que nadie más deseaba hacer aquel trabajo.
Bayard estaba seguro de que seríamos declarados inocentes, por la simple y estúpida razón de que éramos inocentes. Naturalmente estaba furioso por el retraso que aquello suponía, pues el torneo en el Castillo di Caela debía de comenzar dos semanas más tarde, y todo pretendiente ausente en las ceremonias de inauguración..., bueno, nadie deja plantada a la hija de un hombre rico.
Aun así, confieso que quedé sorprendido, aunque nadie más lo estuviese, cuando Bayard se ofreció a mediar entre centauros y sátiros.
*
*
—¿Mediar?
Archala resopló con furia al oír el ofrecimiento. Aquella comedida y tolerante sonrisa desapareció casi inmediatamente y fue reemplazada por una que tampoco me agradaba nada.
—Supongo que querríais negociar un acuerdo de paz con ellos —añadió Archala irónicamente.
—Un acuerdo de paz no sería posible sin vos —respondió Bayard—. Quizá podría preparar el terreno para una tregua temporal, por ejemplo, y luego vos y vuestro consejo y el cabecilla de los sátiros y su consejo podríais reuniros en algún lugar neutral.
—Archala, hemos respetado los viejos usos y costumbres fielmente durante mucho tiempo —interrumpió el portavoz con una voz nasal repentinamente enojada y fría—. Si tenéis deseos...
Pero Archala alzó su mano moteada y el silencio se hizo de nuevo en el claro.
—En verdad que no sois tan estúpido —dijo el viejo centauro, dirigiéndose a Bayard; luego se detuvo, dio media vuelta y se alejó de nosotros farfullando algo que no entendimos.
Bayard y yo nos miramos sorprendidos. Bayard empezó a hablar, a preguntar qué le sucedía a Archala.
Entonces, Agion se ofreció para guiarnos hasta el campamento de los sátiros, como un «emisario de paz», añadiendo que él creía todo lo dicho por Bayard.
Archala cesó en sus murmuraciones y miró al inocentón.
—Eso es precisamente lo que el Solámnico desea, Archala —bramó el heraldo—. Una escolta hasta sus líneas y huir a salvo.
—¿Y si estuviera diciendo la verdad, Archala? —imploró Bayard, quien no tenía intención alguna de perderse el torneo.
Archala pensó en todo aquello.
—Dejad con nosotros al muchacho, Solámnico —urgió el heraldo—, como garantía de vuestras buenas intenciones.
—Me niego rotundamente —exclamó Bayard—. Es mi escudero, y como tal me pertenece y no lo dejaré como rehén por vuestros temores y desconfianza.
El heraldo bufó y relinchó, pero Bayard se mantuvo firme. Una media sonrisa se dibujó en su rostro y consideró a la amenazadora criatura con una indiferencia que estaba al borde del desprecio.
Nadie habló durante un largo tiempo. Algo produjo un ruido inquietante en la lejanía, quizás un animalito o un pájaro, y en los charcos que rodeaban el claro se dibujaron aros en el agua al buscar las criaturas más diminutas seguridad en las aguas y en la profundidad del lodo.
Archala levantó sus brazos rosáceos y aceptó la petición de Bayard con un movimiento de cabeza. El heraldo dejó escapar un improperio, pero una mirada glacial del viejo centauro acalló su protesta.
Y juro por mi vida que no pude encontrar algo mejor que aquella propuesta, ya que me pusieron a lomos de Agion y los dos salimos cabalgando del claro junto a Bayard y
Valorous
en busca de los sátiros. La luz se fue haciendo cada vez más verde, hasta tal punto que mis manos parecían hojas.
A nuestras espaldas, las hiedras iban cubriendo de nuevo el camino.
Los sátiros
Atravesar el pantano era como viajar en una botella de cristal: la quietud, la luz verde que se filtraba a través de las hojas que lo cubrían y el sentimiento peculiar de que las hojas e incluso la quietud y la soledad eran algo transparente; como si nos estuvieran vigilando.
Estaba seguro de que estábamos siendo perseguidos.
El sentimiento de desasosiego cambió poco cuando nos internamos en el pantano. Al poco tiempo me sorprendí a mí mismo de no haberme dado cuenta del repentino silencio de los animales, que se había producido por allí donde pasábamos, debido primordialmente a que en las ciénagas no se oía un ruido en kilómetros. Ésta era la primera de varias señales de mal agüero. Por dondequiera que pasábamos era como si algo hubiera alterado el pantano sólo unos minutos antes de que llegásemos nosotros a ese lugar.
Desde el comienzo del viaje el centauro se puso al frente. Bayard lo seguía a pie, y llevaba a los dos caballos por el inseguro sendero. Tal orden le pareció a Bayard razonable y también a Agion, el único que sabía a dónde nos dirigíamos. Desgraciadamente yo cabalgaba sobre Agion cuando tomó tal decisión y no me gustaba la idea de estar a la cabeza del grupo. Aunque cuando se me ofreció caminar junto a Bayard, elegí ir con Agion: después de todo cualquiera de nosotros podía caer en una emboscada que atacara al frente o a la retaguardia. Además, cualquiera de nosotros podía ser atacado por debajo, bien por tierras movedizas bien por cocodrilos, quienes estarían tan ocupados con lo primero que cogieran, centauro o caballo, que quizás el jinete tendría la oportunidad de escapar.
Durante el viaje, Agion se empeñó en contarnos historias.
—Algunos de nuestros ancianos se acuerdan de los tiempos en los que aquí no había pantanos —comenzó a contar—. Incluso yo ocupé mis primeros días recogiendo hierbas y raíces en estos mismísimos lodazales. Recuerdo que en muchas ocasiones recogí yesca de higuera y violeta medicinal con mi tía Megaera, la que siempre me decía: «Agion, la violeta medicinal se halla donde la paloma zurita; la yesca de higuera, donde la paloma torcaz».