—Vamos, vamos, Alfric —dijo burlonamente Gileandos, iluminando la cara de mi hermano, que estaba demacrada—. Parece bastante claro que lo que tenemos aquí es la mencionada enfermedad del prisionero sin duda agravada por el frío impropio de esta época del año, que como he concluido es el resultado de la precipitada acción de las manchas solares sobre los vapores de los pantanos. Todos estos factores...
—Chocó contra un muro. Eso fue lo que pasó. ¿No fue así, querido hermano?
Alfric no me quitaba los ojos de encima. Elegí mis palabras con cuidado.
—Mi hermano tiene razón, Gileandos. Fue un muro, de eso estoy seguro. Y fue una rata la que me asustó y me hizo dar el infortunado salto que causó la ruina que ves aquí. —Me recosté, intentando parecer aún más abatido, y patético—. Podría haber evitado lastimarme si hubiera hecho caso a Alfric. Me había advertido que me quedara quieto mientras él intentaba encender un pequeño fuego con el que pudiéramos ver algo. Tiene un talento más que notable, pues puede hacer fuego en los más extraños lugares... con los materiales más increíbles...
Me interrumpí al advertir que ésa era una torpe explicación. Tal vez demasiado obvia.
—¿Qué? —Gileandos se inclinó hacia adelante; por fin había conseguido captar su atención—. ¿Qué has dicho de fuegos?
—Oh, nada, no te preocupes. Como iba diciendo, me asusté de un chillido y fui presa de la enfermedad que has mencionado. Pero no dudes, fue una rata. Una muy grande, la mayor de la carnada, una rata muy vulgar, la que me dejó en el lamentable estado en que me ves.
Gileandos se inclinó hacia mi lado. Me miró entornando mucho los ojos y puso el plato ante mí.
—Hay algo más importante para una rata que el queso por el que tanto enloquece —exclamó—. Toma tu desayuno antes de que se enfríe.
Dio media vuelta, cerró la puerta tras él y nos dejó de nuevo en las tinieblas.
En cuanto se desvanecieron sus pasos por el pasillo, oí movimientos en el rincón más alejado de la celda. Me aparté y sentí el aire que levantaba un cuerpo voluminoso que pasaba a gran velocidad por mi lado. Oí algo que golpeaba contra la pared y, a continuación, una maldición de mi hermano. Me arrastré hasta lo que yo pensaba que era el centro de la celda.
—Entendí perfectamente lo que quisiste decir con lo de la rata —aulló Alfric desde alguna parte.
Bien. Entonces quizá también Gileandos lo habría entendido. Seguí en silencio.
—Pero ¿qué era todo eso sobre el fuego?
Seguí sin decir palabra.
Y así permanecí durante lo que pudieron haber sido horas, incluso días. Me movía cuando oía movimiento y permanecía totalmente quieto y silencioso cuando no oía nada.
Estaba empezando a hacerme a la idea de la posibilidad de que ya nunca más podría dormir, cuando alguien introdujo una llave en la cerradura. La luz bañó la celda y descubrí que Alfric y yo estábamos prácticamente espalda contra espalda, apenas separados por unos centímetros. Se volvió para agarrarme, pero, antes de que pudiera alcanzarme o de que yo hiciese algún movimiento para esquivarlo, Padre estaba entre nosotros, con una antorcha en la mano izquierda mientras que con la derecha agarraba a Alfric de la camisa, sosteniendo a mi más bien abundante hermano, a casi un palmo del suelo.
Me maravilló la fuerza y rapidez del viejo y juré para mis adentros que sería un hijo tan leal como fuera conveniente.
En la puerta estaban nuestros dos fornidos guardianes, sin quitarnos ojo de encima, intentando ocultar sus sonrisas. A un gesto del viejo se apresuraron a colocar unos grillos de hierro en la pared de la mazmorra. Con otro gesto de mi padre, Gileandos entró en la habitación.
Sólo conté dos cadenas en las manos de los criados.
Padre, que todavía sostenía en el aire a mi hermano mayor, hizo otro gesto a Gileandos, quien empezó a explicar las nuevas circunstancias con su mejor retórica de profesor.
—Nunca mientas a tus mayores, Galen. No tienes ni la sutileza ni la experiencia necesarias. Porque el habla, muchacho, es un texto en el que una mente preparada puede descubrir maravillas. Y era imposible que un chico de tu edad... y carente de formación... pudiera saber que al mentir, paradójicamente, estaba revelando la verdad.
Todo aquello no me sonó muy bien. El viejo continuó con sus seniles lucubraciones. Yo no sé lo que habría dado por tener carbón, fósforo, la antorcha de Padre... Estaba pidiendo ser quemado de nuevo.
—Cada texto, hablado o escrito —siguió perorando—, tiene otro texto entre líneas. El subtexto de tu mentira reveló claramente que
Alfric era la rata
de tu pequeña historia; que tus heridas no tenían nada que ver con una rata en lo que podríamos llamar sentido literal, y que no hubo más pared que la simple, aunque violenta, acción del mencionado hermano. ¿Estoy en lo correcto?
—Sí, Gileandos. —Pensé que para qué iba a confundirlo con toda la verdad. Así que intenté aparentar asombro, sacudí la cabeza, sonreí estúpidamente. Él también me sonrió con condescendencia.
—Y todavía hay más. ¿No has revelado un misterio cuyo meollo he estado intentando desentrañar estos últimos seis meses, desde el primer desafortunado incendio? ¿Estoy en lo correcto?
—No sé.
—Vamos, vamos, muchacho. ¿Pensaste que me iba a quedar satisfecho y me dejaría quemar inexplicablemente cada cierto tiempo sin llegar al meollo del asunto? Al intentar encubrir la tiranía de tu hermano has descubierto lo que podríamos llamar... sus tendencias más peligrosas. Entonces, ¿no crees que habría sido más prudente contar la verdad desde un principio?
—Supongo que sí, Gileandos.
Cuando los criados colocaron al encolerizado y balbuceante Alfric los grillos en los pies, Padre lo miró airadamente, blandiendo la antorcha como una mítica espada.
Pensé que ahora debía guardar silencio. Gileandos prosiguió:
—Tu padre y yo hemos discutido sobre tu castigo, y hemos determinado que sería más adecuado para ti ver el ejemplo del castigo que tu hermano merece por sus fechorías. Permanecerás aquí, en la mazmorra, hasta que Sir Bayard recupere la armadura. Esperamos que la suerte de tu hermano te resulte edificante, porque habiendo alcanzado la edad adulta, va a ser castigado como le corresponde a un hombre.
Mi padre expresó su perplejidad sobre cómo pudo haber engendrado a un pirómano, a un místico y a un mentiroso, sin que ninguno pareciese poder llegar a convertirse en Caballero. Los dos criados se estarían preguntando si todas las familias acomodadas serían así.
Abandonaron la mazmorra en silencio. Entonces, al otro lado de la celda, en la oscuridad, oí el ruido metálico de las cadenas que chirriaban como en un pésimo cuento de terror. Mi hermano empezó a explicar, con todo lujo de detalles, lo que haría si pudiese ponerme las manos encima.
Me senté y me apoyé contra la puerta. Recapitulé.
—Tal como lo veo yo, Alfric, estas amenazas y espantosas promesas no te sirven de nada mientras estés encadenado. Y tal como están las cosas, vas a estar así para siempre. Lo más probable es que lleves los grilletes por lo menos durante otra década, hasta que un nuevo Caballero decida hacerse famoso por su imparcialidad, dándote una última oportunidad como escudero.
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En todo caso, ¿cuántas has tenido ya? "Una víbora demasiado grande para ser Caballero." ¿No fue eso lo que dijo Sir Gareth de Palanthas cuando tenías catorce años? Cuando descubrió que habías desvalijado el cepillo de limosnas para comprarle a un mercader unas gafas encantadas, aquellas gafas que, se suponía, te permitirían ver a través de las ropas de Espeth. Incluso yo podría haber sido escudero a los catorce o podría serlo mañana mismo si me lo propusiera. Al menos si perteneciera a otra familia...
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Pero Padre tiene que ofrecerte a ti primero porque eres el mayor. ¿Puedes imaginarte qué humillante debe de resultar para él ver que otros Caballeros de la Orden tienen ya hijos en las listas de Caballería, tienen nietos escuderos, mientras que él tiene que cuidar de un bobo de veintiún años que sólo holgazanea por la casa, se come su venado, bebe su vino y sólo sueña con dar palizas a los criados y montar caballos hasta reventarlos de cansancio?
Un grito rasgó la oscuridad. Proseguí con deleite.
—Y ahora pasarán otros diez años. Para entonces tendrás tu última oportunidad, porque sería demasiado hasta para un idealista tener a un carcamal de treinta y un años cargando con su armadura por esos mundos. Lo único que te quedará entonces será el monacato y hasta ya serás demasiado viejo para eso, ya que los dos sabemos que Brithelm estará en el buen camino hacia la pureza espiritual y tú, en cambio, serás un canoso novicio, cuya suma de experiencias vitales vendría a ser...
Fue muy oportuno, como cuando en las viejas comedias se nombra despreocupadamente a alguien que, en ese mismo instante, aparece. La llave chirrió en la cerradura y, precedido por la luz de una vela y un golpe de aire caliente de las soleadas habitaciones de arriba, mi hermano Brithelm, el único que era verdaderamente inocente en la familia, entró en la habitación de los conjurados detrás de los impacientes guardianes.
La celda se estaba convirtiendo en un lugar muy frecuentado. Y me resultaba irritante, sobre todo cuando estaba a punto de enloquecer a Alfric, quien se estaba retorciendo entre las cadenas.
Pero, después de todo, se trataba de Brithelm, y, siendo la única alma caritativa, sentía pena por nosotros.
—¿Cómo estáis, hermanos? Esta húmeda y sofocante celda, las ratas, la oscuridad, el olor a putrefacción. Odio que os tengamos aquí encerrados durante tanto tiempo. Pero creo que esto está a punto de acabar.
—¿Qué es lo que está a punto de acabar? —preguntó mi hermano mayor, con voz más fuerte y potente, ya recuperado después de mi charla, pues llegó a imaginarse en aceite hirviendo o, en el mejor de los casos, balanceándose con un nudo grueso al cuello.
—Vais a venir conmigo ahora mismo —prosiguió Brithelm agachándose hacia donde yo estaba para ver mejor al heredero de la familia encadenado al muro— para ser recibidos en audiencia por Padre en el gran salón. Bayard ha regresado no hace ni una hora y trae consigo al ladrón de la armadura.
¡El Escorpión! A eso llamaba Brithelm buenas noticias.
—Espero que reluzca la verdad —continuó— y que el nombre de Pathwarden sea limpiado por vosotros dos.
Sí. Hasta la quinta generación.
* * *
Las antorchas ardían en los candelabros de las paredes, encendidas con urgencia para ahuyentar la penumbra y para que los asistentes reunidos pudiesen ver. El gran salón estaba repleto, efervescente, y había perros por todas partes: mastines, perros de caza y sabuesos saltaban por encima de la mesa, se peleaban junto a la chimenea, jugaban detrás de los tapices. En su prisa por impartir justicia rápida e inmisericorde, Padre no se había preocupado de limpiar la sala de aquellos animales.
El número de los perros precedió al gran espectáculo, protagonizado por nosotros.
Padre y Bayard se sentaron en los lugares de honor, con indumentaria oficial, vestidos como para interrogar al prisionero de negro. Los criados se habían congregado, ansiosos de cotillear, e incluso habían llegado los labriegos atraídos por la esperanza de ver correr sangre.
El prisionero era lo que más me preocupaba en aquel momento. Delgado, casi esquelético, sus piernecillas apenas se parecían a las piernas fuertes y recias del visitante que yo recordaba. Vestía de negro, sí, pero tendría unos sesenta años. Esperé a oír su voz para confirmar mis esperanzas.
Estaba seguro de que Bayard se había equivocado al apresar a aquel hombre.
Lo que me venía muy bien. Mucho mejor una cabeza de turco que el auténtico Escorpión, quien podría implicarme en una trama de delitos que afectaría a la familia hasta la quinta generación. Caminé hasta el centro de la sala con Alfric y los guardianes. Brithelm ocupó su puesto junto al brazo izquierdo de la silla de Padre.
Bayard nos miraba fijamente, y balanceaba la pierna por encima del brazo de su silla, con los dedos abiertos y sus ojos grises clavados en nuestras caras y gestos. Supuse que él tenía la misma opinión: que el hombre de negro difícilmente podría ser el tipo duro con el que se las tuvo que ver Alfric, por no hablar de aquel con quien se enfrentó el rústico Jaffa. Este pobre desgraciado probablemente habría tirado su arma nada más ver a Bayard. Estuve medio tentado de identificar al malhechor que teníamos frente a nosotros como el Escorpión, si ello servía para evitarnos el volver a la celda. Pero cerré la boca, sabiendo que tal identificación provocaría preguntas muy desagradables. La primera, cómo podía identificarlo si no llegué a verlo de cerca la noche de autos.
El tipejo que estaba allí no fue tan comedido como yo.
—¡Es él! ¡Él me ayudó! —dijo con una voz áspera y seca como un viejo papel. Se arrodilló ante Padre y con un dedo huesudo me apuntó directamente.
—Te referirás a Alfric —grité desesperado—. No te había visto nunca hasta este momento.
Bayard se levantó de la silla y me miró todavía con más intensidad. Se aclaró la voz y habló con calma al prisionero. Sus ojos, como los de Padre, estaban fijamente clavados en mí.
—¿Sabes contra quién estás elevando cargos? Has de saber que el robo es un cargo muy serio... —Bayard hizo una pausa, miró hacia la chimenea y luego dirigió de nuevo sus decididos ojos grises hacia mí—. El robo es una acusación muy grave, no un simple error como... como dormitar durante una guardia. La vida de alguien está en juego.
Sir Bayard Brightblade estaba empezando a desagradarme, me hacía sentir incómodo. Así que hablé.
—Bien, Sir. Como ya declaré, nunca pude ver bien al culpable y nunca habría osado atentar contra vuestra propiedad o persona. Podéis creerme a mí o podéis creer a este medio bobo que habéis capturado con la prueba evidente —gesticulé histriónicamente hacia el prisionero.
Todos los ojos se dirigieron hacia el hombre de negro que temblaba esposado y echado a los pies de mi padre. Todos, menos los de mi padre, que en estas circunstancias parecían delegar sus responsabilidades en Bayard, quien centraba su mirada gris e intensa en mí.
—Si tengo que elegir, os creeré a vos, joven —replicó Bayard, levantándose de la silla y dándome la espalda. Pasó ligero por encima de un perro viejo, se dirigió hacia la chimenea y se detuvo al lado de su recuperada armadura, que centelleaba en el suelo.