El caballero de Solamnia (33 page)

Read El caballero de Solamnia Online

Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

BOOK: El caballero de Solamnia
9.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

Bayard estaba derrotado. En lugar de sentirse violento consigo mismo y con el nombre de Brightblade, pretendía iniciar una retirada rápida hacia el Pantano de Coastlund, a donde llevaría las noticias de la muerte de nuestro camarada y cumpliría con la promesa hecha a Agion, el juicio del centauro.

—Respeto la decisión tomada por mi señor feudal y protector, Sir Robert, pero si no molesta a Vuestra Excelencia, me gustaría pasar la noche en el Castillo di Caela.

Bayard y Sir Robert me miraron boquiabiertos.

Nos hallábamos de pie en el umbral de la puerta de caoba que daba entrada a la torre, la cual medía igual que dos hombres, uno encima del otro, y pesaba cinco veces más. En aquel momento parecía que hubiera caído de repente sobre nuestros cuerpos.

—Sin duda alguna, joven. Bienvenido a la hospitalidad de este castillo... —empezó a decir Sir Robert. Presintiendo el gran «sin embargo» que se acercaba en la frase, me apresuré a responder:

—Entonces aceptaré su amable invitación, señor. —Me dirigí hacia los caballos para recoger mis pertenencias. Sabía que, durante mi ausencia, los dos Caballeros no harían comentario alguno sobre si debía o no permanecer allí.

Eso es lo mejor de la vieja cortesía solámnica: puedes confiar en que esas personas de las cuales estás abusando serán más decentes que tú. De camino hacia los caballos, al pasar por la entrada principal, pude relajarme y tuve la oportunidad de echar el primer vistazo a mi alrededor, sabiendo que no podía tramarse ninguna conspiración mientras Galen estuviera lejos.

* * *

Más que un castillo, el Castillo di Caela era una ciudad amurallada, o por lo menos eso me pareció a primera vista. En el interior del muro había cabañas y alpendes, con techumbres de paja. Parecían casas o lugares de comercio para que los campesinos y los labriegos que se acercaban por allí pudieran vender sus mercancías, pudieran discutir y, además, ofrecerme algunos pollos.

Una vez dentro de los muros del castillo los caballos parecían sentirse más aliviados, y el hambre constituía su única ansiedad. En el momento en que uno de los campesinos se dio la vuelta para saludar a otro, aproveché la ocasión para tomar un manojo de rábanos del cesto que había frente a su puesto y dárselos a la yegua. Comió tranquila, dando ligeros bufidos al primer contacto con el sabor fuerte de la planta pero, a continuación, masticando ruidosamente con placer y con los enormes ojos marrones casi cerrados por el bienestar.

La observaba comer mientras extraía la bolsa de mis enseres entre todos los objetos apilados sobre el sillín. En instantes como éste a uno le gustaría ser un caballo o una mula, libre de los recuerdos del pasado y de las preocupaciones del futuro, sobre todo de las estrategias del presente. Si mi único pesar fuera saber de dónde provendría el próximo rábano, cargaría con cien kilos de armaduras alegremente.

Tuve cuidado con las manos y evité ponerlas en la espalda, no fuera a ser que la yegua me confundiera los dedos con más rábanos.

Sir Robert y Bayard seguían conversando en las puertas de la fortaleza. Se los veía tranquilos, aunque a pesar de la distancia pude advertir que Bayard todavía estaba enfurecido por la desobediencia de su escudero. Estuviera como estuviese, me hice a la idea de que había dejado de serlo.

Lo cual no significaba que había dejado de prestarle servicio.

Pues no hay nada que aturda más los pensamientos de un muchacho que una larga cabalgada en compañía silenciosa. En especial cuando éste conoce los pensamientos del compañero, y sabe bien que no son precisamente amistosos. Si todas las onduladas tierras de Solamnia se hallasen entre el pie de las Montañas Vingaard y las puertas del Castillo di Caela, ni el viaje ni el tiempo hubieran sido suficientes para desvanecer las imágenes de tan tenebrosos recuerdos, el de la cabeza del ogro rebosante de maligna satisfacción, el de nuestro amigo abatido bajo el humilde montículo de piedras.

Ignoro cómo puedo devolverle a Agion todo lo que le he costado.

Pero a Bayard le debía una severa penitencia. Quería dedicarme a ello y no había sido sitio más apropiado que trabajar en algún lugar de este castillo, donde sus esperanzas de poder y de matrimonio se han venido abajo, antes que en cualquier campamento solemne. Mejor es abrir el camino que cerrar el paso.

En fin de cuentas, por algo me llaman Comadreja.

Si las cosas iban mal, siempre podría refugiarme bajo el afecto de Robert di Caela. Los días siguientes los ocuparía en contentar al viejo, admirando cada una de sus palabras o acciones. También podía maravillarme ante sus gestos. A Enid la trataría como a mi querida hermana mayor, sin concederle importancia a que se mostrara fría y distante conmigo. Además, con Sir Robert conocería el funcionamiento de las propiedades mientras esa nueva hermanita se hallaba en alguna tierra árida perdiendo toda admiración por Gabriel Androctus. Llenaría el nido vacío de Sir Robert, y en el momento en que se plantearan cuestiones hereditarias (sería muchos años más tarde, considerando la fuerza y salud aparente de los di Caela), bien podría ser que hubiera alabado y mostrado lo suficiente mi servidumbre como para que se oyera hablar de mí por los salones, en donde los deseos se convierten en realidad. Me gustaba el tamaño, la forma y el lujo del Castillo di Caela. Anhelaba ardientemente quedarme allí.

Pero lo primero era lo primero. En medio del esplendor de tanto ventanal, tenía que haber una esperanza para Bayard.

Mi caballero cruzó las puertas y salió a los campos que rodeaban el castillo. Allí pasaría la noche echado en el suelo entre los caballos, mientras que yo acamparía en un mullido lecho envuelto por sedas, junto a una chimenea. Al pasar junto a mí me dirigió una mirada que reflejaba indiferencia y decepción, a la vez que traición. Por unos momentos me sentí indignado y ultrajado, ya que, a pesar del Escorpión, sus robos, mentiras y fechorías, Bayard pensaba que yo era la verdadera comadreja en el gallinero.

Entonces llegó hasta mí un olor de ternera asada procedente de algún lugar retirado y acogedor de la torre del castillo. Seguí a Sir Robert, cruzamos la enorme puerta de caoba y entramos en un salón bien iluminado, con suelo de brillante mármol y repleto de armaduras relucientes y oscuros cuadros.

Era el tipo de alojamiento para el que había nacido, pensé.

—Oí mencionar a Sir Bayard el nombre de «Galen» —dijo Sir Robert mientras dejaba caer la magnífica capa azul en una silla cercana—. ¿Debo reconocer el nombre de tu familia o procedes... —sonrió sin ironía alguna según pude advertir— de algún lugar lejano del que no conozca los nombres?

—Soy un Pathwarden, señor.

—Bien —replicó Sir Robert sin añadir nada más. Mientras tanto encendió una vela que había sobre una mesa de caoba del salón y me indicó que lo siguiera.

Pasamos por la antecámara de la familia di Caela. Sabía que los Brightblade tenían cierta importancia histórica y no deseaba que Sir Robert me pidiera que le refrescara la memoria sobre los míos; sin embargo ambos nombres palidecían ante la grandeza y la tradición que este edificio albergaba. Caminaba por el santuario de una gran estirpe y pensaba que tanto Padre como Gileandos estarían conmovidos.

Ésta era la sede de una gran familia que había luchado junto a Vinas Solamnus y cuyos antepasados tenían más de un milenio. Y el hombre que andaba ante mí sosteniendo una vela era el heredero de todo esto; no sólo de la riqueza sino de la historia, el heroísmo y la nobleza. Era suficiente como para impresionar a la mente más ignorante de toda Solamnia.

Sir Robert me mostró diversos cuadros, antiguos óleos de los di Caela, sus antepasados. De reojo me fijé en uno de ellos, que debía de ser de Benedict. La mirada de otro cuadro parecía seguirme mientras me movía por la sala. Era la de un joven apuesto que tenía una lívida cicatriz en la mejilla. Pensé en todos los relatos de la infancia en los que aparecían galerías encantadas, en los que, desde detrás de la pared, se observaba a alguien que pasara por la sala a través de orificios ocultos en los cuadros.

Con la mirada en los cuadros y concentrado en la posibilidad de que existieran espectros en las paredes, no había advertido que Sir Robert se había detenido, hasta el momento en que tropecé con él.

—¿Dices que eres un Pathwarden?

—Sí, señor.

—¿Hijo de Sir Andrew Pathwarden?

—Sí, señor.

—Pero había oído decir...

—¿Señor?

—... que Sir Andrew sólo tenía dos hijos. —Sir Robert reflexionó inclinando la cabeza, me tomó por el hombro y me situó bajo un candelabro colgado en la pared. Sin duda quería verme mejor.

—Suelen olvidarme muy a menudo cuando enumeran a los vástagos de nuestra casa del foso —repliqué con rapidez, desesperado, mirando fijamente al candelabro de la pared mientras los ojos se me llenaban de lágrimas por el calor y el humo de las llamas—. Mis hermanos me tienen enjaulado, Sir Robert, con las aves de caza.

Su abrazo se hizo más amable.

—Si eso es así, responderán pronto por ello, muchacho —afirmó. Sin duda era una aserción desconcertante. Lo miré con curiosidad. Se dio la vuelta y me dijo—: Ahora reponte, Galen. Ya eres mayor para las lágrimas.

Pasamos bajo un arco y entramos en otra sala, acercándonos a una amplia escalera. Recorrí las escaleras con la mirada y en la parte superior vi un rellano con una barandilla de mármol y estatuas de halcones y unicornios. Del techo de la torre suspendían complejos cucos de metal sobre un columpio que descendía desde el techo. Se perdía la visibilidad de los cables en la altura y la oscuridad.

De repente uno de los cucos cantó a nuestra espalda. Me di la vuelta hacia el lugar del que provenía el sonido.

Tuve una visión allí mismo en el rellano. Algo rodeaba al pájaro de metal.

En realidad era una muchacha de mi edad. Llevaba una túnica tan simple que podría ser usada por una muchacha de cualquier condición social, princesa o criada, para sentirse cómoda. Sin embargo era evidente que ésta no estaba acostumbrada a seguir ningún tipo de mandato. Deambulaba por el rellano como si lo poseyera.

Era rubia y tenía la piel clara, pero a pesar de hallarme a cierta distancia podría asegurar que los ojos eran oscuros y las mejillas salientes como las de una mujer de las Llanuras. Eso me hizo dudar en un principio sobre su origen, pero al instante pensé que poseía lo mejor de las dos ramas de la familia.

La muchacha no nos prestó mucha atención. Su interés se concentraba en arreglar uno de los cucos que había dejado de funcionar. Estaba inspeccionando la cabeza del juguete y hacía los ajustes necesarios con un diminuto instrumento que no podía ver con exactitud desde el lugar en que me hallaba.

—Querida, dile a los criados que dispongan otro lugar en la mesa de la cena —le pidió Sir Robert a la muchacha—. Tenemos un invitado.

—Decídselo vos —replicó la muchacha, con la atención todavía fija en la reparación—, ya que vais en esa dirección.

Sir Robert enrojeció mientras apretaba los puños. A continuación se sonrió, movió la cabeza y siguió andando. Aceleré el paso para estar a su lado.

—¿Vuestra esposa, señor?

—Mi obediente hija, Enid di Caela. —Sir Robert rió entre dientes mientras subíamos una pequeña escalinata que conducía a otra puerta de caoba.

¿Enid? ¿La pastelera robusta de mis fantasías? ¡Bayard tenía buenos motivos para sentirse abatido!

—Enid di Caela —repitió Sir Robert, más tranquilo y menos alegre—. Pronto será Enid Androctus. ¡Ah, aquí está uno de tus hermanos!

*

*

Me quedé pensando intensamente en las anteriores palabras de Sir Robert, todavía luchando con la idea de que Enid sobrepasaba a la Enid de mis fantasías, todavía enmarañado en el cabello rubio, ahogado en los oscuros ojos, como dirían los poetas. Pero cuando vi aparecer a Alfric por el umbral de la puerta que teníamos delante, deseé poder dar la vuelta y salir volando a través de las paredes de madera y los vestíbulos llenos de cucos.

13

Reencuentro con el Escorpión

Mi hermano mostraba una tranquilidad preocupante, estaba casi sereno cuando me encontró en el largo pasillo del Castillo di Caela, aunque creo que a Sir Robert le extrañó que dos hermanos, que no se habían visto desde hacía mucho tiempo, no corrieran a darse un cálido y fraternal abrazo.

Mientras Sir Robert nos conducía al alojamiento que nos había sido designado, empecé a alimentar sospechas de que algo había transformado a mi hermano durante el camino. Algo que lo había convertido en un hombre más prudente y más misericordioso que cuando lo dejé hundido hasta la cintura en el Pantano del Guarda. La conversación de Alfric fue amable y amistosa, por lo que pensé que podía haber otras cosas peores que compartir sus habitaciones durante una noche.

Nada más cerrar la puerta se echó encima de mí e intentó estrangularme. Apenas pude hablar para proferir una débil protesta.

—¡Por favor, hermano! ¡Por favor, suéltame! ¡Me estás matando!

Esperaba haber gritado lo suficiente como para que Sir Robert regresara. Pero no se oyó ningún paso que se acercara a la puerta. Alfric apretó todavía más.

—Eso es, hermanito. Esta vez se han terminado las bravatas, las promesas y los lloros, ya que te voy a matar. Te estrangularé por dejarme allí en el lodo del Pantano del Guarda.

—Pero ¿qué dirá Sir Ro...? —me quedé sin voz.

Dejó de agarrarme con tanta intensidad.

—Tienes razón, Comadreja. Si lo hiciera, mis proyectos se verían perjudicados. Al fin y al cabo, por el momento no eres ningún personaje favorito, ni tú ni tu poderoso Sir Bayard Brightblade; eso es, no voy a caer en algo tan poco solámnico como matar a un hermano, ¿verdad? Precisamente ahora que ya no representas ningún peligro para mí; además, ya no tienes lo que quiero.

Me contó lo que había observado en el torneo: las lizas, las desgracias, el flemático poder de Sir Gabriel Androctus y la creciente impaciencia de Sir Robert di Caela a medida que pasaban los días sin que ningún Bayard Brightblade apareciera. Me tenía entre las piernas deleitándose con nuestros retrasos.

—Supongo que es sólo la cortesía solámnica lo que le impide meteros a los dos en un barril y mandaros de nuevo rodando a las Montañas Vingaard.

—¿Có... cómo te las arreglaste para...?

—¿Llegar antes que vosotros al castillo? Por lo visto todo el mundo ha llegado antes que tú y Sir Bayard Brightblade al castillo.

Other books

The Syker Key by Fransen, Aaron Martin
The Edge Of The Cemetery by Margaret Millmore
Hiding from Love by Barbara Cartland
Dubious Legacy by Mary Wesley