El caballero de Solamnia (9 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

BOOK: El caballero de Solamnia
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—Mira a mis patas, imbécil —graznó el cuervo.

—¡Mi anillo personal! ¡Lo tienes metido en tu espolón! ¿Cómo pud...?

—Siempre lo he tenido en mi poder —explicó el pájaro con suficiencia—. Has sido castigado por una falsificación.

—Y supongo que si se lo digo así a mi padre me pondrá enseguida en libertad. —Dicho esto, me acerqué a la ventana con el cuervo posado en el hombro.

—Por supuesto que no. Pero cuando vea este anillo y lo compare con el que está en su posesión, se dará cuenta de lo cerca que ha estado de perder a un hijo por una falsificación.

El pájaro ocultó su
cabeza
bajo las alas cuando la luz roja de la luna nos iluminó de nuevo.

—Por lo cual —dijo, levantando otra vez la cabeza— va a ser Sir Bayard quien le enseñe el anillo. Se lo encontrará en sus aposentos esta misma noche, y además de solicitar tu liberación, pedirá que seas compensado.

—¿En qué medida?

El cuervo extendió las alas y luego se encogió.

—Oh, ya verás. Y cuando lo haga, ya sabes bien lo que tienes que hacer.

Diciendo esto, se elevó en el aire nocturno, planeando sobre el jardín hasta que giró bruscamente y se perdió de vista en alguna parte por detrás de la casa del foso.

* * *

De nuevo volví a quedarme dormido, y tuve sueños llenos de escorpiones y horribles ruidos de aleteos. Y me desperté con la inquietante sensación de que, como antes, tampoco estaba solo.

Miré alrededor con cautela y vi una vela oscilando en la entrada de la biblioteca. Y detrás de ella, una alta figura.

Eché mano al cinturón buscando desesperadamente el puñal que —y en ese momento me acordé— me habían quitado cuando me encerraron en la mazmorra.

—¿Quién anda ahí? —dije, esta vez con voz más segura. Intenté que sonara como una amenaza, pero no lo conseguí.

La vela se elevó y la única lámpara de la biblioteca empezó a dar luz.

Sir Bayard Brightblade estaba allí, bajo ella, con su silueta recortada contra la luz roja, amarilla y dorada de la llama de la lámpara. Tenía la ya conocida expresión de desconcierto y regocijo en el semblante.

—Esta habitación está muy poco iluminada para ser una biblioteca —comentó, volviéndose para verme en el otro extremo de la mesa cubierta de pergaminos.

—Gileandos está... —empecé a explicar, pero el Caballero no me prestó atención y siguió.

—Mi trato contigo puede ser largo o corto, Galen, depende de tu elección.

Bayard hizo una pausa, miró a la mesa que tenía delante, hojeó las páginas de un manuscrito y leyó durante un momento. Su sombra era larga, aumentada por la luz oblicua y se extendía por toda la mesa perdiéndose en la oscuridad.

—Parece que se te ha conmutado la pena —dijo con tono afable y abrió la mano.

Mi anillo personal brillaba en la palma de su mano. Pude reconocer mi nombre grabado desde donde me encontraba.

Era prudente que permaneciese callado ahora, para oír lo que me tenía que decir.

—Lo encontré sobre la repisa de la chimenea de mis aposentos no hace ni una hora. Puede que lo haya puesto alguien que sabía que el anillo del ladrón era una falsificación y que te compadecía. Fue lo primero que pensé. Quizás un criado. Quienquiera que fuese te ha hecho un gran favor. Este anillo es casi idéntico al que estaba en posesión del ladrón. Los comparé en los aposentos de tu padre. Casi idénticos. Pero se ha demostrado que el otro sólo era una buena imitación.

—Entonces alguien devolvió el auténtico para dejar claro... ¡que no se lo había dado al ladrón!, ¡que era inocente desde el principio!

—Así lo parece —dijo Sir Bayard dubitativo—. Sin embargo eso deja sin respuesta las preguntas de cómo pudo copiar tu anillo el ladrón o dónde ha estado oculto todo este tiempo. Preguntas bastantes problemáticas, he de añadir.

Se me cayó el alma a los pies.

—¿Magia? ¿O quizás Alfric? —sugerí inocentemente.

—Puede que sí —respondió distraídamente Bayard, con semblante inexpresivo. Tosió de forma impresionante—. Sea como sea, ahora estás fuera de toda sospecha y yo todavía no tengo a nadie que ocupe el puesto de escudero, ni he cumplido todavía con una cita en las tierras del sur. Por lo que... —en ese momento hizo una pausa y de nuevo se aclaró nerviosamente la voz o al menos así me lo pareció— te ofrezco a ti el puesto.

—Pero Alfric...

—Tenía una responsabilidad y no cumplió como era debido. Alfric está todavía bajo sospecha. Y Sir Andrew no querrá ni oír hablar de ello. He pensado mucho y profundamente durante la última hora, Galen. Habrías podido mentir para eludir las acusaciones del ladrón. Haber inventado una historia en la que hubieras sido forzado a entregarle el anillo o que te lo hubiese quitado en una pelea. Pero no mentiste. Optaste por quedarte en silencio, prefiriendo sufrir el castigo por una falsa acusación antes que mentir para salvarte.

Me encantaba su versión de los hechos.

—Ésa es la clase de escudero que desea tener un Caballero.

—Pe... pero...

—Y, si estoy equivocado, Galen, el tiempo y el camino lo dirán. Necesito un escudero ahora mismo y de todos los que están disponibles, tú pareces el que tiene mejores aptitudes.

4

Galen, el escudero

Ser escudero no era tan atractivo, según pude comprobar. Tienes muchas oportunidades de ver tu cara reflejada en un reluciente peto y de enorgullecerte de lo bien que lo has limpiado. Pero a mí con una vez ya me sobró.

Enseguida empecé a despreciar a este Sir Bayard Brightblade más de lo que había despreciado a cualquier hermano, maestro o criado. Sobre todo desde que me mandó lustrar su armadura.

Me trasladaron de la biblioteca a las habitaciones de Brithelm porque no tenían ventanas por donde pudiera escaparme, ni muebles con los que pudiera fabricarme armas. Era un lugar vacío y desolado. Lo único que había era una alfombra y un colchón de paja en el suelo. Las únicas cosas útiles eran un armario empotrado, una chimenea y una única lámpara. Tenía poco con lo que distraerme y una armadura completa que limpiar y a la que sacar brillo.

Una fría y oscura mañana, de esto hace ya muchos días, hicimos los últimos preparativos para aquella empresa que el cerebro de mosca de Bayard había planeado. El tiempo amenazaba lluvia. Hacía una de esas mañanas que siempre había evitado quedándome en la cama hasta tarde.

Pero allí estaba: preparándome para la temprana partida en una madrugada fría y lluviosa, con sólo cuatro horas de sueño, camino de... ya lo sabrían los dioses.

—¿Cuál es la diferencia? —empecé a hablar conmigo mismo, quizás un poco alto—. Me gustaría saber cuál es la diferencia que existe. Mi nuevo amo está en el piso de abajo con Padre y con Brithelm, en el desayuno de despedida en el gran salón, mientras yo estoy en el piso de arriba con el abrillantador y los trapos. ¡Por mi vida! —berreé al meter el trapo en el intrincado visor del casco—. No veo mucha diferencia entre limpiar esto y limpiar los aposentos de Alfric. Al fin y al cabo, ¿quién es este Bayard Brightblade sino otro explotador? La única diferencia es que éste me va a arrastrar al sur de Solamnia donde quiere machacar las cabezas de otros Caballeros y conquistar el corazón de una damisela. Mientras tanto yo me dedico a sacar brillo a la armadura, a cuidar de los caballos y a hacer recados. ¡Ya estoy harto de
ser factótum sureño de primera!

Me gustó aquella última frase. Cerré los ojos y la repetí.

También repasé mi trabajo como escudero y me di cuenta de que no tenía ni idea de cómo volver a componer la armadura. Las grebas estaban allí, cerca de la chimenea; el peto en el colchón, donde lo había dejado por aburrimiento; los guantes en la lisa alfombra junto a la chimenea, y el casco a medio limpiar en mis manos. Las cintas de cuero estaban esparcidas por todas partes. Todo el armatoste necesitaba una complicada atadura, pero no tenía ni idea de cómo iba todo aquello.

—No encajará ninguna pieza —murmuré—, ninguna de las partes encajan ni en la armadura ni en el mismo Bayard. ¿Qué se supone el Escorpión que debo contarle si no sé nada de la armadura ni del hombre al que tengo que vigilar?

Me acerqué a la chimenea y me calenté las manos gracias a los rescoldos que quedaban.

—Bayard no me creyó cuando identifiqué a su prisionero como el Escorpión. Desde luego,
no era
el Escorpión, pero Sir Bayard no podía saberlo. De todas formas, no dice nada, pero pienso que no me cree, por el tipo de preguntas que me hace. Hummmm... ¿dónde he dejado la cera?

Me metí las manos en los bolsillos y saqué el agudo silbato de perros que había solido utilizar para crear gran confusión en el gran salón, convirtiendo la sala oficial de recepciones de Padre en un atropellado frenesí de galgos, terriers y mastines. Lo tiré encima del colchón de Brithelm y fue a parar al lado del peto.

Y seguí con mis todavía más preciadas posesiones. Primero, los dados del Calantina, curiosidades de madera de doce caras originarios de Estwilde. Se podía sacar con ellos ciento cuarenta y cuatro números diferentes y la tradición había asignado a cada número un animal simbólico y tres versos que se suponían proféticos, aunque generalmente eran demasiado oscuros para ser de alguna ayuda. Sólo después, cuando contrastaba lo sucedido con el comentario, se podía exclamar: ¡Oh! Eso era lo que quería decir el texto.

Nunca era de gran ayuda pero le hacía pensar a uno que existían formas de ver el porvenir y tal pensamiento resultaba extrañamente tranquilizador. Además de los dados, estaban mis guantes. Se los había comprado a un mercader que juró que habían adornado las manos de un capitán solámnico en la batalla de Chaktamir. Los pagué con los dineros que me habían dado los criados cuando les dije que Sir Bayard iba a visitarnos en el castillo. Tenía una gran fama por su heroísmo y antes de su llegada los criados más jóvenes me habían rogado, en la cocina, en el cuarto de las escobas, en los pasillos de abajo, que les dejara echar una breve ojeada a su fabulosa armadura, para lo cual me habían dado unos cuantos chavos.

Ya no me quedaba ni uno solo al haber empleado todos en el par de gruesos guantes de cuero que había tirado junto a los dados. No se me habría ocurrido haberlos lucido por la casa del foso, pues habrían llamado la atención, dado que la costura era intrincada y compleja además de suntuosa, con las fases de la luna roja estampadas encima de los nudillos. Padre habría hecho algunas preguntas difíciles de contestar.

Pero los hijos de los criados no hacían esa clase de preguntas pues eran almas cándidas y confiadas. La noche anterior al robo había estado diciéndoles que sería imposible ver la armadura y que sólo preguntar por la posibilidad de poder hacerlo me había costado todos los dineros que me habían dado. También pagaron por mis explicaciones, pensando que quizás era así como se hacían negocios con un Caballero Solámnico.

Con el silbato, los dados y los guantes encima de la cama, continué huroneando en mis bolsillos.

—La cera tiene que estar en alguna parte...

Terminé con un bolsillo y empecé con el otro, mientras seguía sopesando los cambios de mi situación, y a Sir Bayard Brightblade, que
era
un misterio.

Primero dejó a Alfric sin la escudería por dormirse y perder la armadura. Luego me tomó para el mismo puesto cuando parecía sospechar que hice algo peor. Y no se trataba de un acto de caridad, sino algo parecido a aquello de «bien está lo que bien acaba». Envió al pobre hombre de negro a la mazmorra y habló de ejecutarlo. ¡Decapitarlo! No sabía que los Caballeros de Solamnia permitieran hacer este tipo de cosas, y mucho menos que el mismo Bayard se encargara personalmente de hacerlo. Lo gracioso era que ese pobre desgraciado no era el Escorpión, porque el Escorpión, como yo y sólo yo bien sabía, estaba brincando con forma de cuervo por ahí. Ja, ja! Miré nervioso hacia atrás por si alguien pudiera haberme oído. Nadie.

Al explorar el otro bolsillo mis dedos rozaron algo de cuero. Saqué la bolsita y miré si había dejado allí la cera, pero sólo estaban los seis ópalos que recibí la fatídica noche de la primera visita del Escorpión. Me acordé del escorpión en la palma de mi mano y me estremecí.

Aquellas piedras parecían huevos. Deseé que el cuervo las hubiera aceptado. Empecé a buscar algún sitio donde esconderlas, allí, en la habitación de Brithelm, pero lo pensé mejor y las dejé con cuidado sobre la cama, junto al resto de mis posesiones.

La cera se hacía cada vez más necesaria para lo que parecía un buen plan: verter un poco en las piezas de la armadura, usándola como un improvisado pegamento o argamasa. No las mantendría juntas mucho tiempo, pero sí el suficiente como para que pudiese pedir a algún criado lelo que la llevase a los aposentos de Bayard y echarle las culpas cuando ésta se desmontase. Ése era, al menos, el plan que había trazado.

*

*

Cuando oí la llave en la cerradura pensé en Alfric, que me quería aún menos desde que me había convertido en el escudero de Bayard en su lugar. Seguía condenado a pudrirse en la casa del foso, mientras Padre sopesaba el grado de su torpeza. Y aunque su mano se había estado conteniendo en presencia de otros, no dudaba de que tramaba una desgracia.

Así que me metí dentro del armario, cerré la puerta y me oculté detrás de la ropa colgada como si fuera una cortina. Examiné las paredes del fondo por si hubiera alguna puerta o un pasadizo secreto, pero sin obtener el resultado apetecido. Así que estaba allí encerrado, tirado en el suelo.

Afuera oí el ruido de metal sobre piedra y el sordo chirrido de metal sobre metal.

Alguien estaba haciendo algo a la cerradura.

A veces la curiosidad es más fuerte que la prudencia y ésa fue una de esas veces. Aparté la cortina de ropas y abrí la puerta del armario lo más sigilosamente que pude y recibí la luz de la chimenea y de la única lámpara de la habitación.

Ni que decir tiene que lo primero que pensé fue que lo que veía era producto de mi imaginación. Miré y vi el peto de Bayard suspendido en el aire encima de la cama sin más apoyo que el oscuro aire bajo él. Era un efecto visual. Quiero decir, ¿no es eso lo primero que se piensa cuando algo mágico se produce en la vida normal? Hice lo que todo el mundo en mi lugar hubiera hecho: intenté averiguar cuáles eran las trampas, los trucos.

Ninguno a la vista en aquel momento. Sólo Brithelm, que estaba inmóvil en el centro de la habitación y miraba con tranquilidad, incluso alegremente, cuando la armadura se volvió roja, después amarilla y luego blanca. Lentamente se compuso sola. Primero las grebas se elevaron desde la chimenea hasta la cama como si estuvieran atadas al cuerpo de un viejo fantasma. Mientras una música sobrenatural empezó a surgir de las paredes de la habitación, las grebas se unieron a la armadura.

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