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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (31 page)

BOOK: El beso del exilio
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Dejé de preocuparme por la lluvia. Con las últimas jugadas de Hajjar incluso dejé de preocuparme por los dos mil cuatrocientos kiams. Entré en el banco y miré a mi alrededor. Sonaba una música suave y en el aire fluía una tibia fragancia de rosas. El vestíbulo del banco era de cristal y acero. A la derecha había una fila de cajeros humanos y luego una fila de cajeros automáticos. Enfrente de ellos estaban los despachos de algunos funcionarios del banco. Fui a la recepcionista y esperé a que notara mi presencia.

—¿Puedo ayudarle, señor? —dijo en un aburrido tono de voz.

—Hace un rato me ha llamado el señor Kirk Awdan...

—El señor Awdan está con un cliente en este momento. Tome asiento y enseguida le atenderá.

—Aja.

Me dejé caer en un sofá y descansé la barbilla sobre mi pecho. Volví a desear la caja de píldoras o la ristra de moddies. Habría sido bueno escapar a la personalidad de otro unos instantes.

Por fin el cliente que estaba con Adwan se fue, y yo me levanté y atravesé la alfombra. Adwan estaba ocupado firmando papeles.

—Enseguida estoy con usted —dijo—. Tome asiento.

Me senté. Sólo deseaba sacarme de encima ese estúpido asunto.

Adwan terminó su trabajo, levantó la vista, inspeccionó mi rostro una décima de segundo y luego me deslumbró con su sonrisa oficial, diciendo con voz encantadora:

—¿En qué puedo servirle?

—Me ha llamado antes. Me llamo Marîd Audran. Una confusión sobre un talón de dos mil cuatrocientos kiams.

La sonrisa de Adwan se desvaneció.

—Sí, ya recuerdo —dijo. Su voz se volvió muy fría. Me temo que yo no le gustaba al señor Adwan—. El señor Farouk Hussein ha informado del robo del talón de caja. Cuando llegó al banco, sólo estaba su nombre delante y el suyo en el reverso.

—Yo no robé el cheque, señor Adwan. Yo no lo ingresé.

Él asintió.

—Claro señor, si usted lo dice. Sin embargo, como ya le he dicho por teléfono, si no puede restituir el dinero, tendremos que canalizar este asunto por la vía legal. Me temo que en la ciudad este tipo de robos se castigan severamente. Muy severamente.

—Tengo la intención de restituir el dinero —dije.

Metí la mano en mi americana y saqué la cartera. Llevaba cinco mil kiams encima. Conté dos mil cuatrocientos y dejé el dinero en el despacho.

Adwan lo cogió, lo contó y se excusó. Se levantó y entró en una puerta con un letrero que decía: Prohibida la entrada.

Esperé. Me pregunté qué sucedería ahora. ¿Regresaría Adwan con una tropa de guardias del banco armados? ¿Me rompería mis tarjetas de crédito? ¿Convocaría a los demás empleados del banco en un coro de denuncia pública? Me importaba un carajo.

Cuando Adwan regresó a su escritorio se sentó y cruzó las manos delante de mí.

—Nos alegra que se haya ocupado de este asunto con tanta presteza.

Hubo un momento de silencio horrible.

—Dígame ¿cómo sé que era un cheque robado? Quiero decir, usted me ha llamado, me ha dicho que se trataba de un cheque robado, he venido, le he dado dos mil cuatrocientos kiams, usted se ha levantado, ha desaparecido y cuando ha regresado el dinero ha volado. ¿Cómo sé que no lo ha depositado en su propia cuenta?

Me miró unos segundos. Luego abrió un cajón del escritorio, sacó un cuadernillo delgado de una carpeta y lo miró. Me miró a los ojos y murmuró un número a su teléfono.

—Tenga —dijo—. Hable usted mismo con Hussein.

Esperé a que el hombre respondiera.

—¿Hola?

—Hola, ¿quién es?

—Me llamo..., bueno, no importa. Estoy aquí sentado en una oficina del Banco de las Dunas. Un cheque con su nombre ha llegado a mi poder.

—Usted lo robó —dijo Hussein bruscamente.

—Yo no lo robé. Uno de mis socios intentaba hacer un favor a un amigo y me pidió que endosara el cheque y lo respaldara.

—Ni siquiera sabe mentir, señor.

Volvía a estar irritado.

—Oye, colega —dije en voz paciente—. El nombre de ese amigo es Fuad. Me dijo que deseaba comprarte un camión, pero tú se lo vendiste a...

—¿Fuad? —dijo Hussein con suspicacia.

Luego describió a Fuad il—Manhous desde su grasiento pelo hasta los gastados zapatos.

—¿De qué lo conoce? —pregunté atónito.

—Es mi cuñado —dijo Hussein—. A veces se queda conmigo y con su hermana. Debí dejar ese cheque por ahí y Fuad pensó que podía sacar algo. Le romperé sus jodidos brazos a ese enclenque bastardo.

—Uf —dije, aún sorprendido de que Fuad pudiera inventar una historia tan verosímil; era mejor timador de lo que le creía capaz.

—Me parece que ha intentado engañarnos a los dos.

—Bueno, ya tengo otra vez el dinero en el banco. ¿Respaldó usted el cheque?

Sabía lo que me aguardaba.

—Sí—dije.

Hussein se rió.

—Entonces buena suerte si pretende que Fuad le devuelva el dinero. Nunca tiene dos kiams juntos. Si se ha pateado dos mil cuatrocientos kiams, ya puede reclamárselos al maestro armero. Probablemente ya habrá salido de la ciudad.

—Sí, tiene razón. Me alegro de que todo se haya aclarado.

Colgué el teléfono. Más tarde, cuando resolviera mis principales problemas, Fuad tendría que pagar.

Aunque en cierto sentido, casi lo admiraba por haber ideado todo eso. Empleó mis propios prejuicios contra mí, contra mí y contra Jacques. Confiamos en él porque lo creímos demasiado estúpido como para hacer una jugada. Hacía unas semanas me habían estafado unos timadores beduinos y ahora Fuad. Aún tenía muchas cosas por las que sentirme humilde.

—¿Señor? —dijo Adwan.

Le devolví su teléfono.

—Muy bien, ahora lo comprendo —le dije—. El señor Hussein y yo tenemos un amigo común que ha intentado jugar a dos bandas.

—Sí señor. El banco sólo se preocupa de que sea reembolsado.

Me levanté.

—Que le jodan, al banco —dije.

Acariciaba la idea de sacar todo mi dinero del Banco de las Dunas. Pero era demasiado ventajoso. Me habría gustado sacudir a ese baboso de Kirk Adwan, sólo una vez.

Había sido un día muy largo y no había dormido mucho en el apartamento de Yasmin. Empezaba a derrumbarme. Mientras entraba en el coche, me dije a mí mismo que haría una visita más y luego me sentaría al final de la barra de mi club y miraría contonearse a criaturas desnudas de formas femeninas al son de la música.

—¿A casa, yaa Sidi? —preguntó Kmuzu.

—No hay descanso para los malvados, amigo —dije recostando la cabeza y haciéndome masaje en las sienes—. Llévame otra vez a la puerta este del Budayén. Necesito hablar con el forense y después iré a sentarme al Chiriga unas horas. Necesito relajarme un poco.

—Sí, yaa Sidi.

—Si quieres puedes venir conmigo. Ya sabes que Chiri se alegrará de verte.

Vi como Kmuzu entornaba los ojos a través del retrovisor.

—Te esperaré en el coche —dijo con firmeza.

En realidad no le gustaba que Chiri le prestara tanta atención. O quizás le gustaba, y eso era lo que le molestaba.

—Estaré unas cuantas horas. De hecho, seguramente me quede hasta el cierre.

—Entonces iré a casa. Puedes llamarme cuando desees.

En sólo unos minutos llegamos al Budayén por el Boulevard. Bajé del coche, me incliné y dije adiós a Kmuzu. Caminé bajo la cálida llovizna y observé cómo se alejaba el sedán color crema. Para ser sincero, tenía muy poca prisa por ver al examinador médico. Tenía muy poca tolerancia a la palidez cadavérica.

Y palidez cadavérica fue justo lo que vi al entrar en la morgue, que estaba nada más cruzar la puerta, en la esquina de la Primera y la Calle. En la ciudad funcionaban dos morgues, había otra que se ocupaba de la ciudad en general y estaba esta oficina que se encargaba del Budayén. El barrio amurallado generaba tantos cadáveres que merecía su propia franquicia de cadáveres. Lo único que nunca comprendí era por qué la morgue estaba en el extremo este del Budayén y el cementerio contra la muralla occidental. Pensaréis que sería más fácil que estuvieran juntos.

En el pasado había estado en la morgue unas cuantas veces. Mis amigos y yo la llamábamos la cámara de los horrores, porque superaba cualquier idea que uno pudiera hacerse, por horrible que ésta fuera. Era tenebrosa y tenía muy mala ventilación. El aire era caliente y pegajoso y olía a restos humanos, cuerpos muertos y formol. La oficina del forense tenía doce grandes cajones en donde almacenaban los cadáveres, pero cada día la muerte natural, el infortunio y una anticuada mutilación criminal aportaban esa cantidad de cuerpos antes del mediodía. Los últimos esperaban en el suelo, apilados sobre las baldosas rotas y mugrientas.

El forense y dos ayudantes intentaban paliar ese constante y tétrico tráfico. La limpieza era el mayor problema, pero ninguno de los tres empleados disponía de tiempo para fregar el suelo. Alguna vez el teniente Hajjar había enviado a presidiarios de la cárcel a trabajar a la morgue, pero no era una tarea agradable. Como los constructores de los archivadores de cadáveres habían olvidado incluir desagües, debían ser limpiadas a mano cada pocos días. Los archivadores eran nidos fabulosos de diversas variedades de gérmenes y bacterias. Los infortunados prisioneros solían regresar a la cárcel como mínimo con tuberculosis o meningitis, enfermedades que en cualquier otro lugar eran notablemente evitables.

Uno de los ayudantes se acercó a mí con una mirada desolada en el rostro.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó—. ¿Busca un cadáver?

Por instinto retrocedí ante él. Temí que me tocara.

—Tengo permiso del imán de la mezquita de Shimaal para proceder a la exhumación de un cuerpo. Fue una víctima de asesinato y nunca le practicaron la autopsia.

—Exhumación, aja —dijo el ayudante, indicándome que le siguiera.

Pasé por la habitación embaldosada. Había un cuerpo desnudo tieso en una de las dos mesas metálicas de autopsias. Estaba iluminada por una sucia y destartalada luz de techo y una hilera de fluorescentes parpadeantes.

El formol me escocía en los ojos y me picaba la nariz. Estuve agradecido cuando vi que el ayudante me guiaba hacia una sólida puerta de madera en el extremo opuesto de la sala de autopsias.

—Pase por aquí —dijo—. El doctor le verá en unos minutos, está comiendo.

Me acomodé en la pequeña oficina. Estaba llena de ficheros. Había una mesa de despacho donde se elevaban pilas de carpetas, archivos, libros, disquetes de ordenador y quién sabe qué más. Enfrente de él había una silla rodeada por más montones de papeles, libros y cajas. Me senté en la silla. No había espacio para moverse. Me sentía atrapado en esa sombría madriguera, pero al menos era mejor que la sala de afuera.

Al cabo de un rato entró el forense. Me miró una vez por encima de sus gafas de montura gruesa. Los ojos nuevos son muy baratos y fáciles de conseguir —hay dos buenas tiendas de ojos en el mismo Budayén—, por eso ya no se ven muchas personas con gafas.

—Soy el doctor Besharati. ¿Está aquí por una exhumación?

—Sí, señor.

Se sentó y apenas lo podía ver por encima del desorden de su escritorio. Cogió una trompeta del suelo y se recostó hacia atrás.

—Tendré que aclararlo con la oficina del teniente Hajjar —me dijo.

—Ya he ido a verlo. El imán Abd ar—Razzaq me ha dado permiso para que se realice este examen póstumo.

—Entonces, llamaré al imán —dijo el forense.

Arrancó algunas notas a su trompeta.

—El imán está muerto —dije en una voz neutra—. Pero puede llamar a su secretario.

—¿Cómo dice? —se sorprendió el doctor Besharati.

—Lo asesinaron esta tarde. Después de que yo saliera de su oficina.

—¡Que las bendiciones de Alá y la paz sean con él! —dijo. Luego murmuró un rato. Supongo que estaba rezando—. Esto es horroroso. Es algo terrible. ¿Han capturado al asesino?

Sacudí la cabeza.

—No, aún no.

—Espero que lo despedacen —dio el doctor Besharati.

—Volviendo a la autopsia de Khalid Maxwell... —le di la orden escrita del difunto doctor Sadiq Abd ar—Razzaq.

Volvió a dejar la trompeta en el suelo y examinó el documento.

—Sí, por supuesto. ¿Cuál es el motivo de su petición?

Le relaté toda la historia. Me miró con expresión de sorpresa durante casi todo el relato, pero la mención de Friedlander Bey lo sacó de su asombro. Papa suele causar ese efecto mágico en la gente.

Por fin, el doctor Besharati se levantó y me estrechó la mano por encima de su escritorio.

—Por favor, dele saludos a Friedlander Bey —dijo nervioso—. Supervisaré la exhumación yo mismo. Se realizará hoy, inshallah. En cuanto a la autopsia, será practicada mañana a las siete en punto. Me gusta acabar todo el trabajo que puedo antes del calor de la tarde, ¿comprende?

—Sí, claro —dije.

—¿Desea estar presente? Durante la autopsia, me refiero.

Me mordí el labio y pensé.

—¿Cuánto tardará?

El forense se encogió de hombros.

—Un par de horas.

El carácter del doctor Besharati insinuaba que era alguien en quien Friedlander Bey y yo podíamos confiar. Sin embargo intenté probarlo.

—Entonces llegaré a las nueve y usted me informará. Si hay algo que crea que debo ver, podrá enseñármelo. De no ser así, no veo por qué voy a inmiscuirme en su trabajo.

Salió desde detrás de su escritorio y me cogió del brazo para guiarme hacia la Cámara de los Horrores.

—Supongo que no.

Me alejé de él hacia la habitación de espera exterior.

—Aprecio que pierda su tiempo por ayudarme —dije—. Gracias.

Hizo un gesto con la mano.

—No, no es nada. En el pasado Friedlander Bey me ha ayudado en más de una ocasión. ¿Tal vez mañana, después de la autopsia, me permita dar un pequeño paseo por sus dominios?

Me quedé mirándole.

—Bueno, ya veremos —dije por fin.

Se sacó un pañuelo y se sonó la nariz.

—Lo comprendo. Llevo veinte años aquí y lo odio tanto como la primera vez que lo vi. —Sacudió la cabeza.

Cuando salí a la calle, respiré el aire fresco como si me estuviera ahogando. Ahora más que nunca necesitaba un par de copas.

Mientras caminaba por la Calle, oí agudos silbidos a mi alrededor. Sonreí. Mis ángeles de la guardia estaban trabajando. Era primera hora de la tarde y los clubs y los cafés empezaban a llenarse. Quedaban unos pocos turistas nerviosos, preguntándose si les quitarían la vida si se sentaban en algún lugar a tomar una cerveza. Seguramente lo descubrirían. A las malas.

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