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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (14 page)

BOOK: El beso del exilio
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Asentí. A la mañana siguiente, recordé lo que él había dicho cuando descubrí el cuerpo sin vida de Noora.

7

Los Bani Salim estaban reunidos en la depresión de una duna en forma de herradura, cerca del campamento, agrupados en semicírculo en tomo al cadáver de Noora. Noora yacía de espaldas con el brazo derecho apoyado sobre la colina de arena, como si apuntara al cielo. Tenía los ojos muy abiertos, contemplando el cielo despejado. La garganta de la muchacha estaba seccionada de oreja a oreja y su sangre había teñido de oscuro la arena dorada.

—Como un animal —murmuró bin Turki—. La han degollado como una cabra o un camello.

Los beduinos habían formado diversos grupos. Friedlander Bey y yo estábamos con Hilal y bin Turki. A un lado se encontraban Nasheeb y su esposa, que, de rodillas, gritaban su pena. Nasheeb parecía conmocionado y no cesaba de repetir:

—No hay más Dios que Alá. No hay más Dios que Alá.

No lejos de ellos, Ibrahim bin Musaid y Suleiman bin Sharif se habían enzarzado en una feroz controversia. Vi a bin Sharif apuntar bruscamente hacia el cuerpo de Noora y a bin Musaid levantar ambas manos como para parar un golpe. El caíd Hassanein permanecía al margen con expresión sombría, asintiendo a las palabras de su hermano, Abu Ibrahim. Los demás contribuían al revuelo y a la confusión, especulando, discutiendo y orando en voz alta.

También hubo muchas citas de las escrituras.

—Él, que ha sido injustamente asesinado —citó Hilal—. Damos licencia a su heredero, pero no le dejemos vengarse sin mesura. ¡Mirad! Él será asistido.

—Toda alabanza a Alá —dijo bin Turki—, pero ¿qué heredero tenía Noora para saldar esta deuda de sangre?

Hilal sacudió la cabeza.

—Sólo a Nasheeb, su padre, pero no creo que haga nada. No tiene temperamento para la venganza.

—Quizás sus tíos —dije.

—Si no lo hacen ellos, nosotros tomaremos cartas en el asunto —dijo Friedlander Bey—. Es una tragedia innecesaria. Apreciaba mucho a la joven. Fue muy buena conmigo mientras me recuperaba.

Yo asentí. Sentía arder en mí la llama de la ira, la misma sensación ardiente y desasosegante que me invadía cuando presenciaba la escena de un crimen. Sin embargo, las otras veces había ocurrido en casa. En el Budayén el crimen y la muerte violenta son sucesos cotidianos; mis endurecidos amigos apenas pestañean.

Esto era diferente. Se trataba de un crimen entre gente muy unida, una tribu que dependía de cada uno de sus miembros para el bienestar de todos. Sabía que la justicia de los pueblos del desierto era más firme y rápida que la justicia de la ciudad, y me alegraba de ello. La venganza no nos devolvería a Noora, pero ayudaba un poco saber que su asesino tenía las horas contadas.

Sin embargo, no estaba del todo claro quién la había asesinado. Los dos candidatos más probables, en base a sus amenazas anunciadas en voz alta la noche anterior, eran bin Musaid y Umm Rashid.

El caíd Hassanein levantó los brazos y pidió atención.

—Esta muchacha debe ser enterrada con el ocaso —dijo—. Y su asesino debe ser identificado y castigado.

—¡Y la deuda de sangre pagada! —gritó el acongojado Nasheeb.

—Lo será de acuerdo con el Libro —le aseguró Hassanein—. Abu Ibrahim, ayúdame a llevar a nuestra sobrina hasta el campamento. Hilal, tú y bin Turki empezad a cavar una tumba.

—¡Que Dios se apiade de ella! —dijo alguien mientras Hassanein y su hermano envolvían a Noora en un manto y se la levantaban.

Caminamos en lenta procesión desde la duna en forma de herradura, a través de una angosta garganta, hasta el campamento. El caíd escogió un lugar para el reposo final de Noora; Hilal y bin Turki trajeron palas plegables y empezaron a excavar el duro vientre del desierto.

Mientras tanto, Hassanein desapareció dentro de su tienda durante unos minutos. Cuando regresó, se había colocado la keffiya en la cabeza con más esmero. Supuse que también se había enchufado uno de los dos moddies, probablemente el que le aportaba la sabiduría de un líder religioso suní musulmán.

Los Bani Salim estaban alterados e irritados y estallaron varios acalorados debates que intentaban encontrar un sentido al asesinato. El único que no participaba era bin Musaid. Parecía mantenerse al margen. Le miré y él me contempló a través del espacio abierto. Por fin me dio la espalda, despaciosa e insultantemente.

—Caíd Marîd —dijo Hassanein—, me gustaría hablar contigo.

—¿Hmm? Claro, no faltaba más.

Me acompañó dentro de su umbría tienda. Me invitó a sentarme y así lo hice.

—Por favor, perdóname —dijo—, pero debo hacerte algunas preguntas. Si no te importa, lo haremos sin la conversación y el café preliminares. En estos momentos, sólo me interesa saber cómo murió Noora. Cuéntame todo lo relativo a las circunstancias en las que la hallaste esta mañana.

Estaba nervioso, aunque Hassanein no me consideraba un sospechoso importante. Yo era uno de esos niños que, cuando entraba el profesor y preguntaba quién ha escrito la palabrota en la pizarra, aunque no hubiera sido yo, me sonrojaba y parecía culpable. Todo lo que debía hacer ahora —me dije a mí mismo—, era respirar una bocanada de aire y decirle al caíd lo que había sucedido.

Aspiré una profunda bocanada de aire.

—Debí levantarme poco antes del alba —dije—. Tenía que hacer mis necesidades y recuerdo que me pregunté cuánto faltaría para que el viejo Hammad bin Mubarak nos despertara con su llamada a la oración. La luna estaba baja en el horizonte, pero el cielo estaba tan luminoso que no tuve ningún problema en seguir los pequeños pasillos entre las dunas orientales del campamento. Cuando terminé, caminé de vuelta hacia el fuego. Debí tomar otro camino, porque antes no había visto a Noora. Estaba tendida enfrente de mí, tal como tú la viste. La pálida luz de la luna daba a su rostro exangüe un aspecto fantasmagórico. Supe enseguida que estaba muerta. Entonces fue cuando decidí ir directamente a tu tienda. No quería molestar a los demás hasta no comunicártelo.

Hassanein se quedó mirándome unos segundos. Con el moddy de imán, su comportamiento y su modo de hablar era más meditado.

—¿Viste algún rastro de otra persona? ¿Había huellas? ¿El arma, tal vez?

—Sí, había huellas. No distingo las pisadas en la arena tan bien como en el barro, oh caíd. Imagino que eran las huellas de Noora y de su asesino.

—¿Viste trazas largas, como si la hubieran arrastrado hasta ese lugar?

Rememoré la escena de los albores.

—No, seguro que no vi ninguna traza. Debió caminar hasta allí y reunirse con otra persona. O quizás fue obligada. Estaba viva cuando llegó allí, porque no había ningún rastro de sangre que condujese al campamento.

—Después de contarme lo de Noora, ¿se lo dijiste a alguien más?

—Perdóname, oh caíd, pero cuando regresé al fuego, bin Turki estaba despierto y me preguntó si todo iba bien. Le conté lo de Noora. Estaba muy afectado y nuestra charla despertó a Hilal; en pocos segundos todo el mundo supo la noticia.

—Todo es voluntad de Alá —dijo Hassanein, levantando las manos con las palmas abiertas—. Gracias por tu sinceridad. ¿Me harías el honor de ayudarme a interrogar a los demás?

—Haré lo que pueda.

Me sorprendió que me pidiera ayuda. Quizás pensaba que los árabes de la ciudad están más acostumbrados a este tipo de cosas. Bueno, al menos en mi caso era cierto.

—Entonces, llama a mi hermano, Nasheeb.

Salí al exterior. Hilal y bin Turki aún cavaban la tumba, pero avanzaban despacio. Fui hacia Nasheeb y su esposa, que estaban arrodillados en el suelo junto al cuerpo envuelto de su hija. Me incliné para tocar el hombro del viejo. Me miró con una expresión vacía. Mucho me temía que estaba conmocionado.

—Ven —le dije—, el caíd quiere hablar contigo.

El padre de Noora asintió y se puso en pie despacio. Ayudó a incorporarse a su esposa, que gritaba y se golpeaba el pecho con el puño. Ni siquiera entendía lo que chillaba. Los conduje hasta la tienda de Hassanein.

—Que la paz de Alá sea con vosotros —dijo el caíd—. Nasheeb, hermano mío, comparto tu pena.

—No hay más Dios que Alá —murmuró Nasheeb.

—¿Quién lo hizo? —gritó su esposa—. ¿Quién me ha quitado a mi niña?

Me sentí como un intruso siendo testigo de su angustia y también incómodo sabiendo que no podía hacer nada por ayudarlos. Me limité a permanecer en silencio unos diez minutos, mientras Hassanein murmuraba palabras tranquilizadoras e intentaba conducir a la pareja a un estado mental adecuado para responder a algunas preguntas.

—Llegará el día de la resurrección —dijo Hassanein— y ese día el rostro de Noora resplandecerá, mirando al Señor. Y la cara de su asesino estará llena de temor.

—Alabado sea Alá, el Señor de los Mundos —rezó Umm Noora—. El clemente, el misericordioso. Suyo es el día del Juicio Final.

—Nasheeb —dijo Hassanein.

—No hay más Dios que Alá —dijo el hermano del caíd, apenas consciente de dónde estaba.

—Nasheeb, ¿quién crees que ha asesinado a tu hija?

Nasheeb parpadeó una vez, dos, y luego se sentó muy erguido. Sus dedos recorrieron su barba gris.

—¿Mi hija? —suspiró—. Fue Umm Rashid. Esa loca dijo que la mataría y lo ha hecho. Y debes hacer que pague por ello —miró directamente a los ojos de su hermano—. Debes hacerle pagar por ello, Hassanein, júralo por la tumba de nuestro padre.

—¡No! —gritó su esposa—. ¡No fue ella! ¡Fue bin Musaid, ese asesino malvado y celoso! ¡Fue él!

Hassanein me dirigió una mirada cargada de dolor. No envidiaba su responsabilidad. Pasó otros cinco minutos calmando a los padres de Noora y luego los acompañó fuera de la tienda.

El siguiente con el que Hassanein quiso hablar fue Suleiman bin Sharif. El joven entró en la tienda del caíd y se sentó en el suelo de arena. Era evidente que apenas podía mantener el control de sí mismo. Sus ojos volaban de un lado a otro y crispaba y descrispaba los puños en su regazo.

—Salaam alaykum, oh respetable —dijo Hassanein, entornando los ojos, y vi que observaba detenidamente a bin Sharif.

—Alaykum as—salaam, oh caíd —dijo el muchacho.

Hassanein permaneció en silencio un buen rato antes de proseguir.

—¿Qué sabes de esto? —preguntó por fin.

Bin Sharif se sentó tieso, como si le hubieran aguijoneado.

—¿Qué sé de esto? —gritó—. ¿Cómo iba yo a saber nada de este terrible suceso?

—Eso es lo que quiero averiguar. ¿Cuáles eran tus sentimientos hacia Noora bin Nasheeb?

Bin Nasheeb miró a Hassanein y luego me miró a mí.

—Yo la amaba —dijo inexpresivamente—. Imagino que todos los Bani Salim lo sabían.

—Sí, era de común conocimiento. ¿Y crees que ella te correspondía?

No titubeó.

—Sí —dijo—. Estoy seguro.

—Pero vuestro matrimonio era imposible. Ibrahim bin Musaid nunca lo hubiera permitido.

—¡Que Dios ennegrezca su cara de perro! —gritó bin Sharif—. ¡Que Dios destruya su casa!

Hassanein levantó una mano y esperó hasta que el joven se calmara.

—¿La mataste tú? ¿Asesinaste a Noora bin Nasheeb, antes de permitir que perteneciera a bin Musaid?

Bin Sharif intentó responder, pero no le salió sonido alguno. Respiró hondo y lo volvió a intentar.

—No, oh caíd, yo no la maté. Lo juro por la vida del profeta, que las bendiciones de Alá y la paz sean con él.

Hassanein se levantó y puso la mano en el hombro de bin Sharif.

—Te creo —dijo—. Me gustaría poder hacer algo para aliviar tu pena.

Bin Sharif levantó sus atormentados ojos hacia él.

—Cuando descubriste el asesinato —dijo en voz muy baja—, debiste permitirme ser el instrumento de su destrucción.

—Lo siento, hijo mío. Esa dura tarea sólo me corresponde a mí.

Tampoco parecía que a Hassanein le ilusionara esa responsabilidad.

Bin Sharif y yo salimos fuera. Ahora le tocaba el turno a Umm Rashid. Fui en su busca, pero, al acercarme, ella retrocedió.

—La paz sea contigo, señora —dije—. El caíd desea hablar contigo.

Me contempló horrorizada, como si yo fuera un
afrit
[2]
. Ella retrocedió a través del campo abierto.

—¡No te acerques! —chilló—. ¡No me hables! ¡Tú no eres de los Bani Salim y no eres nadie para mí!

—Por favor, señora. El caíd Hassanein desea...

Cayó de rodillas y empezó a rezar.

—¡Oh Señor! Mis penas y tribulaciones son grandes, y profundos mis pesares y sufrimientos, mis buenas acciones son escasas y mis faltas me afligen pesadamente. Por tanto, mi Señor, yo te imploro en nombre de tu grandeza...

Intenté que se levantara, pero empezó a chillarme y a golpearme con los puños. Regresé impotente con Hassanein, que vio mis dificultades y salió de su tienda. Retrocedí y Umm Rashid cayó de rodillas otra vez.

El caíd se agachó y le murmuró unas palabras. Pude observar que ella movía la cabeza enérgicamente. Volvió a hablarle, gesticulando con una mano. Su expresión era serena y su voz demasiado baja para que pudiera oír sus palabras. La mujer volvió a negar con la cabeza. Por fin, Hassanein le puso la mano bajo el codo y la ayudó a incorporarse. Ella empezó a llorar y él la escoltó hasta la tienda de su marido.

Hassanein regresó a su tienda y buscó su equipo de hacer café.

—¿Con quién deseas hablar ahora? —le pregunté.

—Siéntate, caíd Marîd —dijo—. Haré café.

—El único sujeto verdaderamente sospechoso es Ibrahim bin Musaid.

Hassanein hizo como si no me hubiera oído. Derramó un puñado de granos de café en un cacito de hierro con mango largo. Lo puso sobre las brasas encendidas del fuego de cocinar que su mujer había prendido esa mañana.

—Si tenemos un buen día —dijo—, llegaremos a Khaba para las oraciones vespertinas de mañana, inshallah.

Miré hacia afuera, hacia el campamento, pero no vi a Friedlander Bey. Los dos jóvenes aún cavaban la tumba de la muchacha muerta. Quedaban algunos Bani Salim por ahí cerca, debatiendo los aspectos de la situación, pero el resto ya había regresado a sus tiendas o estaba vigilando los animales. Bin Musaid estaba de pie en un rincón, de espaldas a nosotros, como si nada de esto le afectara en absoluto.

Cuando los granos de café estuvieron tostados a la satisfacción de Hassanein, los dejó enfriar. Se levantó, trajo un pequeño pellejo de cabra y volvió hacia el fuego.

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