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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (34 page)

BOOK: El beso del exilio
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—Sí —dije.

Era evidente que estaba más enfadado por la afrenta realizada contra él que contra nuestra bendita religión.

—Ya te había advertido antes. Ésta es la última. La última de todos los tiempos. Si no te enmiendas, hijo mío, darás otro paseo con Tariq. Pero él no te traerá hasta aquí. Te llevará lejos de la ciudad. Te llevará lejos, a las vastas soledades del desierto. Regresará a casa solo. Y esta vez no habrá esperanza de que regreses con vida. Tariq no será tan descuidado como el caíd Reda. Todo eso a pesar del hecho de que eres mi nieto. Tengo otros nietos.

—Sí, oh caíd —dije bajito. Me dolía mucho—. Por favor.

Fijó los ojos en las Rocas. Me soltaron al instante. Pero el dolor persistió. No desaparecería en un buen rato. Me levanté de la silla despacio, haciendo muecas de dolor.

—Espera un momento, hijo mío —dijo Friedlander Bey—. Aún no hemos terminado.

—Yallah —exclamé.

—Tariq —dijo Papa. El chófer entró en la habitación—. Dale el arma a mi nieto.

Tariq se acercó y me miró a los ojos. Entonces creí ver un atisbo de simpatía, donde antes no había ninguna. Sacó una pistola de agujas y la depositó en mi mano.

—¿Qué es esta arma, oh caíd? —pregunté.

Papa frunció el ceño.

—Es el arma que mató al imán doctor Sadiq Abd ar—Razzaq. Con ella podrás descubrir la identidad del asesino.

Contemplé la pistola de agujas como si fuera un artefacto ajeno a la tierra.

—¿Cómo...?

—No tengo más respuestas para ti.

Me puse en pie y miré directamente al viejo de pelo blanco.

—¿Cómo conseguiste esta pistola?

Papa hizo un gesto con la mano. Era evidente que yo no tenía por qué saber la respuesta a mi pregunta. Todo lo que tenía que hacer era descubrir a su propietario. Entonces supe que la entrevista había concluido. Friedlander Bey había llegado al límite de su paciencia conmigo, por el modo en que estaba llevando la investigación.

De repente me percaté de que podía estar mintiendo, la pistola de agujas podía no haber sido el arma del crimen. Sin embargo, en la vasta y complicada telaraña de intrigas que le rodeaban a él, a mí y al caíd Reda, quizás eso fuera irrelevante. Quizás lo único importante era que el arma había sido designada como tal.

Tariq me ayudó a ir hasta el coche. Me acomodé despacio en el asiento trasero, con la pistola de agujas cerca del pecho. Justo antes de cerrar la puerta Tariq me dio los daddies inhibidores. Le miré, pero no se me ocurrió nada que decir. Me los conecté agradecido.

—¿Adonde te llevo, caíd Marîd? —dijo Tariq mientras se sentaba al volante y encendía el motor.

Tenía una corta lista donde elegir. Primero quería ir a casa, meterme en la cama y tomarme unas soneínas medicinales hasta que el brazo y los hombros dejaran de atormentarme. Sin embargo, sabía que Kmuzu no lo permitiría. Descartado eso, prefería ir a Chiri y tragarme unas cuantas Muertes Blancas. Mi reloj me dijo que el turno de día aún no habría llegado. En tercer lugar, pero ganadora por exclusión, estaba la comisaría. Tenía una importante pista que comprobar.

—Llévame a la calle Walid al—Akbar, Tariq —dije.

Asintió. Había un largo camino lleno de baches para regresar a los distritos más familiares de la ciudad. Me senté con la cabeza hacia atrás y los ojos entreabiertos, escuchando el triste ruido que hacían los inhibidores en mi cabeza. No sentí nada. Mi aflicción y mis sensaciones habían sido aplacadas electrónicamente. Podría haberme sumido en un sueño agitado e intranquilo. Ni siquiera pensaba en lo que hacía cuando me dirigía a mi destino.

Tariq interrumpió mi descanso.

—Ya hemos llegado —dijo.

Detuvo el coche, salió de él y me abrió la puerta. Yo bajé deprisa, con el inhibidor resultaba fácil.

—¿Te espero aquí, caíd Marîd?

—Sí —dije—. No tardaré. Oh, a propósito, ¿tienes algún papel y algo para escribir? No quiero entrar con esa pistola de agujas. Pero necesito escribir su número de serie.

Tariq buscó en sus bolsillos y sacó lo que necesitaba. Escribí el número en el dorso de cierta extraña tarjeta de negocios y la metí en el bolsillo de mi gallebeya. Luego corrí escalera arriba.

No deseaba toparme con el teniente Hajjar. Fui directo a la sala de ordenadores. Esta vez, la sargento de guardia se limitó a mover la cabeza. Supongo que me estaba convirtiendo en un elemento familiar. Me senté ante uno de los miserables y mugrientos ordenadores y lo accioné. Cuando el ordenador me preguntó qué deseaba, murmuré: registro de armas. Pasé varios menús de opciones y por fin el ordenador me preguntó el número de serie del arma en cuestión. Saqué la tarjeta de negocios y leí la combinación alfanumérica.

El ordenador lo pensó unos segundos, luego la pantalla se llenó de información iluminadora. La pistola de agujas estaba registrada a nombre de mi colega el teniente Hajjar. Me senté y miré el ordenador. ¿Hajjar? ¿Por qué habría de matar Hajjar al imán?

Porque Hajjar era un policía a las órdenes del caíd Reda Abu Adil. Y el caíd Reda creía que también contaba con Abd ar—Razzaq. Pero el imán cometió un peligroso error, me permitió proceder a la exhumación de Khalid Maxwell, contrariando los más fervientes deseos de Abu Adil. En apariencia, a Abd ar—Razzaq le quedaba una pizca de integridad, una oxidada fidelidad a la verdad y a la justicia, y Abu Adil había ordenado su muerte por ello. El caíd Reda observaba impotente cómo su plan para librarse de Friedlander Bey y de mí se desintegraba lentamente. Ahora, para salvar el culo, debía asegurarse de no tener ninguna relación con la muerte de Khalid Maxwell.

En la pantalla del ordenador apareció más información. Descubrí que la pistola había sido robada, que estaba registrada a nombre de Hajjar hacía tres años. El archivo daba el domicilio de Hajjar, pero sabía que estaba desfasado desde hacía tiempo. Sin embargo, lo más interesante era que contenía la hoja de servicios completa de Hajjar, detallando cada desliz y cada falta leve que había cometido desde que llegó a la ciudad. Se citaba un extenso recital de todos los cargos que se habían presentado contra él, incluidos los de tráfico de drogas, chantaje y extorsión, por los cuales nunca fue condenado.

Sonreí porque Hajjar se había esmerado en borrar esta información de los archivos de personal y de la base de datos de información criminal de la ciudad. Se olvidó este archivo y quizás algún día me ayudaría a colgar a ese estúpido hijo de puta.

Acababa de limpiar la pantalla cuando una voz dijo con el acento jordano de Hajjar.

—¿Cuánto tiempo te queda hasta que el hombre del hacha se ocupe de ti, magrebí? ¿Estás al día?

Me di la vuelta en la silla giratoria y le sonreí.

—Todo está volviendo a su cauce. No creo que deba preocuparme por nada.

Hajjar se inclinó hacia mí y chasqueó la lengua.

—¿No? ¿Qué has hecho, falsificar una confesión firmada? ¿A quién vas a colgarle el mochuelo? ¿A tu mamá?

—Ya he obtenido todo lo que necesitaba de tu ordenador. Quiero darte las gracias por permitirme usarlo. Has sido un buen perdedor, Hajjar.

—¿De qué demonios estás hablando?

Me encogí de hombros.

—La autopsia de Maxwell me reveló un montón de cosas, pero no eran determinantes.

El teniente gruñó.

—Intenté advertirte.

—De modo que vine aquí y empecé a husmear. Accedí a las bibliotecas de procedimiento policial y encontré un artículo muy interesante. Parece ser que hay una nueva técnica para identificar a las víctimas de pistolas estáticas.. ¿Sabías algo de eso?

—No. No puedes conseguir pistas de una pistola estática. No deja huellas. Ni balas, ni dardos, ni nada.

Supuse que un par de mentiras por una buena causa no harían daño a nadie.

—El artículo decía que cada pistola estática deja sus huellas particulares en las células del cuerpo de la víctima. ¿En serio que no lo has leído? No haces los deberes, Hajjar.

Su sonrisa desapareció, sustituida por una expresión de grave preocupación.

—¿Te lo estás inventando todo?

Me eché a reír.

—¿Qué iba a saber yo sobre ese asunto? ¿Cómo me lo iba a inventar? Te he dicho que lo acabo de leer en tu propia biblioteca.

Ahora tengo que ir a pedirle al caíd Mahali que me permita exhumar a Maxwell otra vez. El forense no buscó esas huellas de pistola estática. No creo que conozca siquiera su existencia.

Hajjar palideció. Me cogió de la tela de mi gallebeya por debajo de la garganta.

—Si haces eso —bramó—, todo buen musulmán de la ciudad te partirá en pedacitos. Te lo advierto. Deja en paz a Maxwell. Ya has tenido tu oportunidad. Si no tienes ya las pruebas, mala suerte.

Le cogí por la muñeca, se la retorcí y me soltó.

—Olvídalo —dije—. Ponte al teléfono y dile a Abu Adil lo que te he contado. Estoy sólo a un paso de limpiar mi nombre y meter a alguien en el trullo.

Hajjar me golpeó en la cara.

—Has ido demasiado lejos, Audran —dijo. Parecía aterrorizado—. Vete de aquí y no vuelvas. No vuelvas hasta que estés dispuesto a confesar ambos crímenes.

Me levanté y le di un empujón.

—Sí, seguro, Hajjar.

Me sentía mejor que los últimos días, salí de la sala de ordenadores y bajé las escaleras donde Tariq me aguardaba.

Le dije que me llevara al Budayén. Tenía un montón de cosas que hacer esa mañana, pero era la hora de almorzar y pensé que me había ganado un poco de comida y de relajación. Nada más cruzar la puerta este, en la calle Primera frente a la morgue había un restaurante llamado Meloul. Meloul era un magrebí como yo, y poseía otro restaurante no lejos de la comisaría. Era el favorito de los policías y le había ido tan bien que había abierto otro local en el Budayén, dirigido por su cuñado.

Me senté a una pequeña mesa cerca de la parte trasera del restaurante con la espalda hacia la cocina, así podía ver quién entraba por la puerta. El cuñado de Meloul se acercó sonriendo y me ofreció un menú. Era un hombre corpulento y bajo, con una nariz grande y ganchuda, piel oscura de beréber y una cabeza calva a excepción de unos flecos de pelo negro alrededor de cada oreja.

—Me llamo Suman. ¿Qué tal está usted? —me preguntó.

—Bien —dije—. Ya conozco el restaurante de Meloul. Me gusta mucho la comida.

—Me alegra oír eso —dijo Sliman—. Aquí hemos añadido algunos platos de todo el norte de África y Oriente Medio. Espero que le gusten.

Estudié un ratito el menú y pedí un cuenco de yogurt frío y sopa de pepino, seguido de una brocheta de pollo a la parrilla. Mientras esperaba, Suman me trajo un vaso de té de menta dulce.

La comida llegó enseguida, era abundante y buena. Comí despacio, saboreando cada bocado. Al mismo tiempo esperaba una llamada telefónica. Esperaba que Kenneth me dijera que si llevaba a cabo una segunda exhumación, el caíd Reda me condenaría a todos los tormentos del infierno.

Terminé la comida, pagué la cuenta, dejé a Sliman una generosa propina y salí al exterior. De inmediato oí a un muchacho silbar la canción infantil. Me estaban vigilando. Después de la comida y con los daddies inhibidores aún conectados, no me preocupó demasiado. Podía cuidar de mí mismo. Pensé que lo había demostrado una y otra vez. Empecé a caminar Calle arriba.

Un segundo chico empezó a silbar junto con el primero. Creí percibir cierta urgencia en su señal. Me detuve, repentinamente precavido y miré a mi alrededor. Por el rabillo del ojo noté una sombra en movimiento y cuando miré, vi a Hajjar corriendo hacia mí, tan deprisa como le permitían sus piernas.

Levantó la mano. Tenía una pistola estática. Disparó, pero no me alcanzó con precisión. Sin embargo, tuve un terrible momento de desorientación, una afluencia de calor a través de mi cuerpo y luego me derrumbé en la acera, contrayéndome y temblando espasmódicamente. No podía hacer que el cuerpo respondiera a mis deseos. No podía controlar mis músculos.

A mi lado uno de los chicos había caído al suelo. Estaba inmóvil.

16

Me quitaron los daddies inhibidores y me metieron en la cama y estuve casi veinticuatro horas inconsciente.

Al día siguiente, cuando empecé a recuperar mis desperdigados sentidos, aún estaba temblando y era incapaz de coger siquiera un vaso de agua. Kmuzu me cuidó constantemente, siempre sentado en una silla junto a mi lecho, y me informó de lo que había sucedido.

—¿Pudiste ver al que te disparó, yaa Sidi? —¿Al que me disparó? —dije sorprendido—. Fue Hajjar, quién si no. Lo vi tan claro como el día. ¿Acaso no lo vio nadie más?

Kmuzu enarcó las cejas.

—Nadie se presentaría a una identificación. Parece que sólo tenemos un testigo dispuesto a hablar, uno de los dos chicos que intentaban advertirte. Dio una descripción incompleta que carece por completo de valor para identificar al asesino.

—¿Asesino? Entonces el otro muchacho...

—Está muerto, yaa Sidi.

Asentí con gran tristeza. Dejé caer la cabeza sobre las almohadas y cerré los ojos. Eso me dio mucho que pensar. Me preguntaba si el chico asesinado era Ghazi. Esperaba que no fuera así.

Unos minutos más tarde, tuve otra idea.

—¿Ha llamado alguien preguntando por mí, Kmuzu? Llamadas especiales del caíd Reda o de su pipiolo, Kenneth.

Kmuzu sacudió la cabeza.

—Han llamado Chiriga y Yasmin. Tus amigos Saied y Jacques han venido a casa, pero no estabas en condiciones de recibir a nadie. El caíd Reda no ha llamado.

Eso era muy significativo... Había soltado a Hajjar la mentira de una segunda exhumación y éste había reaccionado violentamente, incluso salió corriendo tras de mí con una pistola estática, para evitar que prosiguiera la investigación. Supongo que creería que podía hacer que pareciera que me había dado un ataque al corazón allí mismo, en una acera del Budayén. El problema con Hajjar era que no era tan competente como él creía. No lo había conseguido.

Estoy seguro de que transmitió mis planes a su jefe, el caíd Reda, pero esta vez no hubo llamada de advertencia por parte de Kenneth. Quizás Abu Adil sabía que sólo estaba faroleando. Quizás creyó que no averiguaría nada útil examinando el cuerpo de Khalid Maxwell por segunda vez. Quizás estaba tan confiado que ni siquiera le importó.

Ésa era la tercera vuelta al campamento y esta vez sólo quedaba una persona interesada: Hajjar. En lo más hondo de mi corazón estaba convencido de que era culpable de los dos crímenes. Había matado a Khalid Maxwell cumpliendo órdenes de Abu Adil y había intentado cargarme el muerto a mí. Había asesinado al doctor Sadiq Abd ar—Razzaq y había acabado con la vida de un muchacho inocente, probablemente sin querer. Lo malo era que, aun sabiendo la verdad, no tenía nada como para llevarlo ante un tribunal y pasárselo por las narices.

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