El barrio maldito (15 page)

Read El barrio maldito Online

Authors: Félix Urabayen

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El barrio maldito
12.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aunque aparentaba gran sencillez de inteligencia y cierta diafanidad infantil en sus apreciaciones, el de Arizcun era bastante barroco en la acción. Tenía la mano dura, el andar de lobo y la cautela del felino más feroz. Su ingenuidad no pasaba de la garganta; interiormente guardaba muchas más conchas que cualquier playa del Cantábrico.

Respecto a sus remordimientos de contrabandista, no hablemos. Consideraba su misión casi providencial y digna de pasar al Año Cristiano. En su fuero interno creía de buena fe que los verdaderos ladrones estaban en las Aduanas. Nadie le apeaba a Pello de que sus negocios de contrabando fuesen menos meritorios que las patrióticas andanzas de su paisano Espoz y Mina.

Éste fue el hombre que encauzó durante algunos años la voluntad de Echenique por los senderos del riesgo. Siempre que Echandi necesitaba entrar género en Pamplona acudía al tabernero, quien se metía en el negocio con la fe de un primitivo. Acabó por tener más confianza en Pello Joshepe que en Dionisia. Hallábanse tan compenetrados como esas estatuas que representan a Daóiz y Velarde con la espada en alto; sólo que aquí en alto no se veían ni aun los paquetes de contrabando. Los dos compadres trabajaban en la sombra, y su reino era la noche, especialmente si no estaba estrellada…

En uno de estos viajes llegó a la taberna Pello Joshepe pálido y demudado. En sus labios se había borrado la triunfal sonrisa de angelote. Encerrado en el comedor con Pedro Mari, le fue contando en voz baja la tragedia económica que se cernía sobre la tabernucha de la carretera, situada entre Lamiarrita y Bozate.

—¿Dónde? ¿En casa de Elías Aznar? —inquirió Pedro Mari.

—Sí; le han matado esta noche los carabineros. No en el monte, no; que a él nadie le pudo pillar nunca con el contrabando a cuestas. Ha sido cuando volvía de Arizcun. Se paró en mitad de la carretera a encender un cigarro, y a la luz de la cerilla le soltaron dos balazos. ¡Una hazaña digna de esos perros!…

—¡Pobre Elías! —suspiró Echenique—. Todo un hombre era, ¿te acuerdas? Fue con nosotros a la escuela. No tenía otro defecto que ser un poquito fanfarrón.

—Eso sí; como todos los de Bozate. En fin, no he venido a lamentarme, sino a hacer lo que se pueda por él. La viuda ha quedado con seis hijos pequeños, y yo tengo la obligación de protegerla.

—Hombre, la obligación, no; si bien se mira…

—Sí la tengo. Aznar ha sido mi mejor criado, y además, a ti puedo decírtelo, tuve que ver con la viuda; antes de casarse, claro. En resumidas cuentas, ¿por qué no te traes a la chica mayor? Ha cumplido ya los trece años…

Pedro Mari dudó un momento.

—Bueno, traétela —dijo al cabo—. Poca edad tiene, pero no es lo peor; tú ya conoces el genio de la Dionisia…

—Eso no importa; la chica está acostumbrada a pasarlo mal. Ha vivido la pobre siempre entre gritos y sustos.

Pedro Mari, distraído, rumiaba un pensamiento que acababa de asaltarle.

—Oye, Pello —dijo—. ¿No es esa chica que vas a traer sobrina y ahijada de aquella Sara que yo conocí?

—La misma. También yo había pensado recurrir a ella, pero murió hace poco. ¿No lo sabías?

—No. ¿De qué murió?

—Dicen que del corazón, o cosa así. No ha dejado más que trampas, por lo visto vivía entre trapisondas—

Pedro Mari palideció intensamente. En aquel momento entraba Dionisia en el comedor, y al oír hablar en vascuence a los dos compinches se puso en guardia. En seguida comenzaron a hablar castellano, lo que aumentó la escama de la posadera; mas nada substancioso pudo agarrar, no obstante haberse quedado escuchando con su indiscreción acostumbrada,

Pocos días después Pello Joshepe volvía a la taberna llevando de la mano a una niña espigada, blanca, mal calzada y peor vestida.

—Dionisia —dijo Echenique empujándole a la pequeña—, aquí tienes esta chica, que acaba de quedarse huérfana. Sabe hablar castellano y te puede servir para los recados menudos.

—Está bien —contestó Dionisia de mal talante.

Y se llevó sin más comentarios a la insignificante chicuela.

Una vez en la cocina, la excelente esposa de Echenique se convirtió en un ogro desprovisto de toda literatura.

—¿Cómo te llamas, muchacha? Ya podías haberte peinado para venir siquiera…

—Me llamo Rut —respondió avergonzada la adolescente—. Rut Aznar y Amorena, para servir a usted…

—¿Rut? Eso no es nombre de cristianos. ¿Y tu madre cómo se llama?

—Noemí… —susurró la niña casi llorando.

—¡Jesús me valga! ¿De qué pueblo eres, chica?…

—De Arizcun. Mi padre conocía al amo; muchas veces nos hablaba de él…

—¡Hum!… Como si lo viera, tú eres agota. Alguna legañosa de Bozate, como todas las que le mandan a mi marido. Yo no sé de dónde saca tanto pingo ese maldito Pello Joshepe. ¿Conque a recados menudos? En seguida te voy a dejar suelta. Aquí tienes que andar más derecha que una vela. ¡Lávate, y a pelar esas patatas!…

De esta manera tierna y delicada tomó Rut posesión de su nuevo cargo en la cocina. Viendo Dionisia que la bondadosa arenga no conmovía demasiado a la intrusa, que en silencio se puso a hacer el mandado, marchóse de la cocina dando un tremendo portazo.

¡Pobre Rut! Sus ojos azules, Cándidos y mansos miraban la monumental cocina con infantil curiosidad. La pálida cabellera de lino, partida en crenchas, caía envolviendo el delgado busto en pleno crecimiento, que se curvaba sobre el cesto con la rítmica gracia heredada de su raza. Tenía Rut la nariz aguileña, la piel muy blanca y la boca del grosor de una cereza madura. Sólo que iba tan sucia, que únicamente el odio secular de la cristianísima Dionisia pudo presentir la levadura de belleza que empezaba a fermentar en aquellas piernas largas de corza y en aquel cuerpecillo anémico, próximo a florecer como una rosa de Jericó…

No habían transcurrido tres semanas cuando ya Rut ostentaba a modo de marchamo o hierro de ganadería señales evidentes, y sobre todo amoratadas, de la dulzura pedagógica con que la gran Dionisia dirigía sus pasos.

Es verdad que Rut no era muy varonil, ni jamás replicaba a su dueña, cosa que hacían siempre las otras criadas; y esta mansedumbre indignaba a la posadera, acostumbrada a los gritos y violencias innatas a su carácter. Rut desempeñaba los trabajos domésticos bastante bien, pero con demasiada dulzura y delicadeza. Cuando la golpeaban, en vez de erguirse hundía entre sus manos la frente de virgen, llorando mansamente, calladamente, como el cielo siempre nublado de su valle natal. Y Dionisia, sádica por temperamento, menudeaba los pretextos para hacerla sufrir…

Cierto día Echenique encontró a Rut en el último rincón de la cocina llorando con un desconsuelo tan amargo, que el generoso baztanés, sin pronunciar palabra, agarró a su mujer y del primer empellón la mandó al comedor.

—Como toques otra vez a la chica te muelo a palos —le dijo por toda explicación. Llamó luego a la criada más vieja, y sacando un duro lo puso en manos de la asombrada chiquilla—. Esta tarde os vais de paseo. Que os dé el aire y no volváis a casa sin haber gastado esas perras…

El furor de Dionisia no tuvo límites. Desde aquel día, su maldad se reconcentró dejando de ser espectacular. Nada de gritos, nada de vajilla lanzada al alto. Cogía suavemente el brazo de Rut, y el taimado pellizco levantaba ronchas rojas sobre la blanquísima piel. Pedro Mari, al ver a aquella pavita siempre triste y malpocada, concluyó por acostumbrarse, y como además se pasaba la vida en el histórico pasadizo, quedaba a Dionisia campo libre donde atormentar a la pobre agote.

Al final Rut no pudo más, y un día dijo a Echenique que su madre la llamaba para cuidar a los pequeños. No tenía queja de la señora, no; al contrario, ahora la trataba muy bien. Y al decirlo ocultaba sus delgados brazos, macerados por los constantes pellizcos…

Trató el tabernero de indagar más, pero la chica se mantuvo firme. Echenique entonces la acompañó hasta la administración de coches de Irún, que salía de la Plaza del Castillo. Le explicó el cambio de diligencia en Mugaire; pagó su asiento hasta Arizcun y le llenó los bolsillos de chucherías para sus hermanitas. Quería borrar de algún modo el dolor causado por las brutalidades de su mujer. A pesar de las enérgicas protestas de Rut, él sabía muy bien a qué atenerse.

Al arrancar el coche, camino de la calle Espoz y Mina, los ojos claros y tristes de Rut se despidieron de Pedro Mari con una mirada larga e indefinible. Aquella manera de mirar, dulce, milagrera, tierna, y sobre todo pura, como caricia maternal, quedó impresa durante un mes en la imaginación del tabernero. Así no le había mirado nunca ninguna mujer; ni Dionisia, ni Sara, ni nadie. Le pareció ver en aquellos ojos la prolongación del amado paisaje natal; melancólico, tibio, húmedo y brillante a través de un continuo velo de lágrimas…

III
Las canciones de una raza…

Aquel año, a la llegada de los Sanfermines, por primera vez en su vida Pedro Mari se sintió viejo. Hallábanse en plenas fiestas, las celebradas y renombradas fiestas de San Fermín; el triunfo del ruido, de la algara libre, del estruendo no interrumpido durante cinco mortales días. Y Pedro Mari, con sus cabellos un poco grises y su hermosa barriga de indiano, empezaba a añorar la paz del caserío montañés.

Las fiestas pamplonesas son el barómetro que mejor registra estas alteraciones espirituales. Tan tremendo dinamismo sólo pueden resistirlo las almas muy jóvenes, y Pedro Mari iba entrando en un período de evolución. Ya todo el mundo le llamaba Don Pedro; tenía una formidable posición económica y muy gustoso hubiera abandonado Pamplona en busca del silencio y la paz aldeanas.

No se atrevía, sin embargo, ni a indicarlo. El trabajo en la taberna era enorme en los días de San Fermín; la ermita de Baco convertíase durante las fiestas en un jubileo. Entraban sin cesar las cuadrillas, con sus largas blusas manchadas de vino, enormes sombreros de segadores y el indispensable acordeón, siempre en movimiento. Las había que llevaban guitarras; otras, muy pocas, flautas y ocarinas, y algunas un violín que gemía igual que un poseído. En ninguna faltaba el tambor, pues lo fundamental en estas fiestas es hacer ruido. Son días de recio escándalo en los que las cuadrillas orgiásticas derrochan todo el triunfo orquestal de la plebe en honor del Santo Patrono, cantando hasta enronquecer, bailando como aschantis y bebiendo sin descanso. Les devora una sed estomacal, análoga en eternidad a la espiritual que tanto adoran los místicos…

Durante cuatro días las cuadrillas viven en medio de la calle, con preferencia en las proximidades de la taberna. ¡Y qué exceso de juventud y de entusiasmo colectivo desarrollan estérilmente! Se les creería protagonistas de un cartón brujo de Goya. Eso sí, ni una riña, ni un golpe, ni un solo reto homicida. Como no intervienen faldas, es la alegría báquica sin el menor matiz dramático. Claro que para el tercer día, aunque siguen moviéndose epilépticamente, ya no pueden hablar, tan roncos se encuentran. En la patria de Gayarre, lo primero que falla es la garganta, mientras las piernas se sostienen pujantes e incansables como hélices de monoplano movidas por un motor de alcohol…

Pedro Mari, experto tabernero, conocía al dedillo el horario vinícola y cantarín de las cuadrillas. La víspera de la fiesta, después de la música en la Plaza del Castillo, desplegábanse cuatro en fondo y al son de sus variados instrumentos emprendían el camino hacia el Sario, decididos a estorbar la marcha de los toros que a campo traviesa corren a encerrarse en el portal de la Rochapea.

Hacia las cinco de la mañana, una vez cumplida su misión entorpecedora, volvían las cuadrillas a taladrar el silencio augusto de la ciudad con sus gritos y bailes. Empezábanse a abrir las tabernas y todos presurosos corrían a hacer provisiones. Las botas, fláccidas a causa de las continuas ofrendas nocturnales, se hinchaban hidrópicas hasta provocar el sudor en los mantenedores que sobre el hombro izquierdo las porteaban.

Cerca de las seis, la cuadrilla adquiría honores de dispersión. Unos se quedaban en la calle Estafeta, dispuestos a correr delante de los toros; otros preferían aguardarlos sentados en la acera. Los músicos y la gente pacífica íbanse a los tendidos de la Plaza a presenciar el encierro, y a la salida, después de pasar lista y curar los chichones producidos por los embolados, emprendían siempre de cuatro en fondo el camino de las churrerrías, a atracarse de ruedas grasientas, poetizadas con sendas copas de aguardiente que obligaba a más de cuatro a agarrarse al cinc del mostrador…

De allí corrían a los jardines de la Taconera, a divertir a la gente seria con sus bailes y salidas humorísticas. Para las diez, en toda la fuerza del calor, pasaban un rato en las barracas saboreando las novedades de la feria. Luego, a la música en el paseo de la Estafeta; aquí la guerrilla perdía un tanto su férrea unidad; éste se acercaba a la novia, el otro saludaba a un amigo, los mas atrevidos seguían a las forasteras, modistillas de Irún y San Sebastián, floreando sus curvas de armoniosa amplitud…

En punto de la una reuníanse en plena calle, al socaire de cualquier taberna, a comer un cordero lechal, varias pirámides de magras en tomate, la indispensable cazuela de fritada o cualquier otra pequeñez por el estilo. De prisa, y otra vez de cuatro en fondo, vuelta a la Plaza del Castillo. El ron de Irurita lava los estómagos de los pecados del mosto. Mientras se copea y se fuman largos puros, tornan los mesnaderos a la taberna para coger la merienda, siempre de grueso calibre; el ajoarriero, los pollos, las chuletas con tomate o el cordero en chilindrón. Y desde allí a los toros, al tendidito de sol, a seguir gritando, comiendo, bailando… y bebiendo.

Este círculo dinámico que describen las cuadrillas no termina con el crepúsculo. Desde los toros hay que ir a las barracas y ejercitarse un rato en el tiro al blanco, sumirse en el dulce mareo de los caballitos del Tío Vivo. Y luego de cenar fuerte es preciso volver aún a la Plaza del Castillo a bailar hasta la hora de iniciarse el prólogo pastoril del encierro de los toros.

Cuatro días y cuatro noches se sostienen las cuadrillas en pie, repitiendo el mismo programa con matemática precisión. Sólo un exceso de juventud puede explicar la resistencia inconcebible de estas guerrillas formadas por discípulos de Berceo (el del
bon vino
) y continuadores del Arcipreste juglar (el del
haber mantenencia
).

A Pedro Mari, que tanto las había admirado en su juventud, ahora en plena madurez le estomagaban un tanto, sin perjuicio de exprimirlas económicamente. Conocía el truco de las cuadrillas pamplonesas en que no todo el coro resiste impávido tan patrióticas marchas. Hay comparsas que antes de llegar al Sario se echan un sueñecito en la carretera. En otras, la contemplación de la fina hierba con honores de tálamo que cubre los jardines de la Taconera ablanda a los curdas, haciéndoles caer como heridos por el rayo y roncar unas cuantas horas.

Other books

First Born by Tricia Zoeller
A Gathering of Old Men by Ernest J. Gaines
Exile by Denise Mina
Blood of Tyrants by Naomi Novik
Nightmare in Night Court by N. M. Silber