También desde Guipúzcoa podemos entrar en ferrocarril por Alsasua. Entonces la confusión es mayor. Al chichón pelado de Aralar sucede el prieto castañar de Irañeta; a los robledos de Urbasa, la cresta rasurada de San Donato. En Erroz la lucha todavía sigue; no sabemos quién triunfa, si la cabellera augusta del hayedo o la natural calvicie de la energética ribera. Sólo cuando llegamos a Osquía y atravesamos el túnel surge la cuenca vencedora. Se come los peñascos, achica las sierras y sobre todo afeita la piel arbórea del monte. En vez del gigantesco tronco, altar de druidas, surge el tomillo enano; en substitución de los menhires de Aralar, la dentadura minúscula del chaparro, asilo de gnomos, acaso borrachos de chacolí; en lugar del tapiz esmeraldino del prado, la hopa amarillenta de los trigales. La tierra tiene sed; los labios de las torrenteras se agrietan resecos; las grandes montañas se han fragmentado en colinas… La cuenca triunfa, es verdad, y sin embargo hasta hace poco llegaba a los pies de Asiain un monte bastante denso…
También en la frontera sur la cuenca sostiene una lucha denodada; sólo que en este frente de batalla pelea al revés. Aquí el santo y seña consiste en arrugar y montañizar la ribera que sube entrometiendo su rasa piel hasta el mismo Pamplona.
¡Buena es la cuenca para tolerarlo! Con tozudez inaudita presenta las guerrillas de combate pobladas de arbolado; los encinares de Góngora, el monte juvenil de Tajonar, el escondido seno de Alaiz, pleno de tupida fronda…
Tampoco se anda en chiquitas cuando pelea frente a la ribera. Contemporiza a trechos, pero en las ideas madres —como diría cualquier filósofo de perra gorda— no transige. Raja la llanura, hincha las arrugas para formar cumbres de la importancia del Carrascal, y a pesar de los esfuerzos contrarios de la ribera, la detiene en Garinoain. Aquí los poblancones se desmenuzan; a las grandes villas riberanas suceden los valles, diseminados en lugarejos. Surgen las cendeas, las aldehuelas microscópicas de montañés aspecto, las casas y ventas apartadas y solitarias. Estamos en plena cuenca…
Simulando junto a la montaña el paisaje de la ribera; remedando junto a la ribera el dulce empaque de la montaña, la cuenca triunfa a fuerza de imperceptibles y monótonas resistencias. Es el mismo tejer y destejer que emplean los aldeanos en sus tratos. El labrador asiente de primeras a cuanto se le dice; después sonríe, se rasca bajo la boina y encauza la conservación por el sendero de su conveniencia. Su característica es la resistencia mansa que opone a todo cambio. Si el acreditado Job descansa en paz, se debe a que no trató a ningún aldeano de la cuenca.
A ello le ayuda no poco el lenguaje, cuyas raíces filológicas proceden en línea recta de la torre de Babel. Aquí no se habla el vascuence, ni tampoco el castellano; como en un Rastro madrileño, se exhibe una especie de ropa vieja confeccionada con los vocablos más anacrónicos y disparatados. Los giros vascos se castellanizan, y el corte clásico de la oratoria castellana toma las terminaciones del vascuence primitivo. Más que idioma es una trapería. Y luego el tonillo, desprovisto de todo ritmo musical, tan lejano del bronco son aragonés o del dejo cantarín de las cepas riojanas, como del mimoso acento de la montaña, ondulante y sonoro, igual que los arroyos de su paisaje…
Claro está que disfrutando de semejante lenguaje, la literatura de la cuenca no puede competir con la griega. Aquí han podido incubarse bravos guerrilleros, expertos generales —carlistas por supuesto— y aun reyes capaces de incrustar las cadenas de Las Navas en el escudo de Navarra. De lo único que no podemos enorgullecemos es siquiera de un folletinista de transición, tan abundantes en otras regiones españolas, donde surgen como los hongos. Lloremos, pues, a imitación de Mario, sobre las escasas ruinas literarias que aún permanecen enhiestas, gracias al preclaro ingenio de un señor que modestamente se firma Garcilaso; no sabemos si por corrupción del apellido García, o por juzgarse legítimo continuador del poeta de las églogas. El hecho es que debido a este esforzado paladín, los cerebros indígenas, intoxicados por el
Diario de Navarra
, no echan de menos la biblioteca de Alejandría ni el jardín de
Academo…
Pues bien, a esta cuenca antihoraciana, antirretórica y antiartística, vino el gran Pedro Mari a buscar novia, cuando la necesidad de establecerse le obligó a recodar la cláusula del indiano su protector. Contaba ya los treinta años, y en consecuencia pesó y midió su porvenir con frialdad montañesa.
Mientras siguiese de hortera no había que pensar en un enlace ventajoso, no obstante su planta de buen mozo y la elegancia de su porte. Los ahorrillos que guardaba tampoco bastaban para alzarse con un almacén de tejidos, comercio al que por otra parte no mostraba gran afición. ¿Qué hacer entonces?
Su principal, Don Patricio, resolvió amigablemente el asunto. Entregaría a Pedro Mari el legado del indiano, y más adelante, cuando ya se hubiese puesto en condiciones de elegir mujer, cumpliría el deseo de su protector. Así se hizo; Echenique cogió los dineros y dióse a tantear el negocio que en sus manos había de ser anzuelo de la dorada dote con tal ahínco deseada.
Y encontró pronto uno, a primera vista un tanto absurdo. Se hizo tabernero. Bien mediada la calle de Curia, alquiló un local que daba a Navarrería; un punto estratégico rodeado de cercanos y seguros afluentes: Mercaderes, Calderería, Dormitalería, las calles más típicas y los aledaños más substanciosos de Pamplona.
Acreditó este decoroso establecimiento en tal forma, que los adoradores de Baco —bastantes a formar aguerridas legiones— jamás se acostaban sin haberse echado al coleto una nutrida ronda en la tasca de Echenique. Verdad es que el vino riberano no bajaba de catorce grados, la sidra se traía de Bertizarana o de Lezo, y, por si fuera poco, Pedro Mari se negó a bautizar el morapio, detalle que los catadores científicos supieron agradecerle profundamente…
El flamante tabernero se movía igual que un abejorro. Nada de comprar el vino a los almacenistas de Pamplona. Se iba personalmente a los pueblos, olfateaba las mejores bodegas, discutía precios con el cosechero, y a fin de evitar al mosto la pecaminosa compañía del campeche o el cobre, adquirió un carro de seis muías que descargaba directo en la cueva de la taberna.
Pedro Mari había encontrado su camino de Damasco y seguía adelante con la sonrisa en los labios, la alegría en los ojos y la voluntad pronta a pulverizar cualquier obstáculo. Al fin veía cuajada la idea que tanto le predicara el indiano junto al portón del caserío arizcundarra. Intoxicar a la humanidad procurándole un poco de placer; transubstanciar las cubas de alcohol en ríos de plata que desembocasen en su bolsa. Es de suponer que la sombra astral del mentor filósofo vibraría regocijada en su tumba de hermosos mármoles, al ver cómo las lecciones dadas al discípulo cristalizaban plenas de testaruda seguridad, de terquedad baztanesa.
Pocos meses después salió en arriendo el Juego Nuevo de pelota. Nadie se atrevió a tomarlo. Entonces no existían aún los pelotaris a sueldo, sino los aficionados, que mediante un real jugaban sus tantos interminables. Los guantes y palas producían también poco. Con tan anémica fuente de ingresos, los arrendatarios perdían siempre; pues bien, Pedro Mari remató un contrato por doce años, comprometiéndose a hacer las obras necesarias.
Ensanchó el local alejando la puerta de entrada; derribó tabiques; armó un mostrador portátil repleto de licores, y por primera vez en los anales pamploneses, un cuadro con la lista de jugadores apareció entre dos espléndidas cubas de mosto.
En aquel tiempo era desconocido en Pamplona el oficio de pelotari. Aun hoy lo es en Arizcun o en Elizondo, ya que el rendimiento económico es pequeño en un pueblo donde todos son jugadores. El profesional se exportaba, y Pedro Mari fue el primer empresario que marcó esta evolución industrial, educando a las gentes para espectadores. Y cuando educó bien a su público, le hizo pagar dos reales…
Además, la nómina de los jugadores no podía ser más barata. Pedro Mari ponía la merienda —yantar copioso de atletas— y las armas de combate: alpargatas, guantes, pelotas. Después, los luchadores apostaban entre ellos un par de duros, y en la conquista de este modesto vellocino ponían tal acometividad y fe que habrían desconcertado a los pelotaris modernos.
¡Dichosa edad arcaica e idílica del juego a guante, y dichosos los espectadores que supieron admirar la seguridad técnica de Cándido, la andadura de Moya, el saque formidable de Galar, el empuje de los Murillos, la maestría de los Erasos y la inconfundible rapidez de Machín! ¡Y todo por unas perras gordas!…
Los recursos financieros de Pedro Mari se extendían igual que una criptógama vivácea. Actores y espectadores acababan ofrendando honestamente en su tasca. Los jugadores, libres del pecado original del tongo y del tormento monetario del corredor, echaban gratuitamente los bofes en un tanto, y hasta el propio empresario sacudía algún zambombazo pindárico, sin otra finalidad que lograr un simple aplauso a su nervio inconfundible de buen mozo baztanés…
Al concluir el partido, Pedro Mari, sudoroso, sentábase a la mesa con los demás jugadores. Se comía y bebía de lo lindo, y de allí a dormir tan castamente como Marco Aurelio. Para estos precursores navarros del juego de pelota, el violento ejercicio era un baño eliminatorio de las toxinas acumuladas durante toda la semana. Hoy es un anticipo de las refriegas noctámbulas en honor de Citerea. La corrupción ha venido con el pelotari a sueldo, y sobre todo con las apuestas.
Durante la semana no había partidos, y los pelotaris, cazadores expertos casi todos, salían al campo. Pedro Mari, que se adaptaba admirablemente al medio de donde extraía el jugo económico, se hizo cazador también; más que por afición a los tiros, por hacer piernas y conservar la agilidad en los encuentros pelotísticos del domingo.
Todos los años, el primero de septiembre, un aura homicida envolvía a los pamploneses. La epidemia cinegético-destructora atacaba lo mismo a jóvenes que a viejos. Desde antes de amanecer, los portales, tan silenciosos el resto del año, no cesaban de escupir patrullas aguerridas que huían a diseminarse por los segados trigales, siempre corriendo, con un fervor comparable solamente al de los días de encierro. La cuenca entera, olfateada y husmeada por los discípulos de Diana, se estremecía horrorizada ante la tremenda invasión. No dejaban un tomillo quieto ni una hierba en pie. Los ladridos de los perros y la prodigalidad de los disparos atronaban el espacio. Acudían los aldeanos a las eras, atraídos por aquel derroche de pólvora, mirando irónicamente los zurrones vacíos y las escopetas brillantes…
Hacia el mediodía se le acababa al pamplonés la cuerda. Él y sus lebreles, con media vara de lengua fuera, caían rendidos bajo cualquier árbol; y entre comer recio y dormir plácidamente se hacía la hora del regreso. Este pequeño argumento le bastaba para urdir aventuras inverosímiles en el dulce recato de la mesa de café.
Había también algunos cazadores de abolengo, desprovistos de todo aire de fanfarria. Solían llevar unos perrillos sarnosos y unas escopetas ancestrales. Caminaban en silencio; corrían poco y espaciaban los tiros; moderación alarmante para el aldeano que veía a las temibles escopetas concluir con la caza del contorno. Jamás les fallaba un tiro, y pertenecían casi siempre a curas, a pelotaris y a veces a ciertos médicos rurales.
Echenique tuvo un admirable mentor cinegético en el experto Cándido. La iniciación fue lenta. Primero, para aficionarle, lo llevó a cazar palomas. Salían al amanecer por el portal de Francia —lo mismo que Zumalacárregui a caza de liberales, en una mañana clara—, y pasada la Rochapea, cogían el camino del polvorín. Era un viaje duro. A las dos horas de marcha, valle de Ezcabarte abajo, hacían su aparición los primeros árboles; atrás quedaba Maquirriain; el bosque íbase apretando y de nuevo empezaba la cuesta. Al último, atravesada la granja Naguiz, en la inmensa arboleada de Characas, aguardaban los demás cazadores. Cada par de escopetas se metía en su choza, hecha con cuatro ramas de árbol. Y a esperar en silencio, sin fumar, sin moverse horas y horas, la escopeta preparada y la vista fija en la bandada de palomas agrestes que iban a posarse en los árboles. Tiraban casi a tenazón; pero en cambio no podían marrar el tiro, ya que no se repetían las bandadas. Aquí las mejores escopetas eran el cura de Sorauren y Cándido el pelotari.
Otras veces iban a las palomeras de Osquía, donde había caza más abundante, pues el pasto de las hayas encantaba a las palomas. Estaban las chozas cerca de una peña rajada vertical—mente, y las bandadas se metían por el desfiladero buscando la salida; las palomas, lo mismo que la carretera y el ferrocarril, buscaban con imperceptible temblor el túnel de Osquía y la senda revuelta, retorcida y ensortijada del río Araquil.
La admirable escopeta de Cándido quedábase en este cazadero muy por bajo. A lo sumo llegaba a ponerse a tono con Rafael el de Izurdiaga o el cura de Erroz. En cuanto a Pedro Mari resultaba un mal discipulillo junto a aquellos colosos, que abatían bastantes veces tres palomas de una perdigonada.
Tal fue la escuela de grandezas, fatigas y caminatas en que se educó Echenique como cazador. Así es que al salir ya solo, emancipado del gran Cándido, traía siempre el zurrón lleno de codornices. Todos los años recorría la cuenca palmo a palmo sin desatender por eso lo más mínimo el negocio, como cuadra a todo cráneo mesurado de montañés. Saliendo temprano, podía repasar una cendea de ocho o nueve pueblos. Con el morral al hombro y el perro delante, metíase en todos los rastrojos, comía en cualquier venta, y al anochecer, cuando la taberna se congestionaba de parroquianos, Pedro Mari refería a los íntimos las peripecias de la jornada en un estilo austeramente espartano, callándose humildemente la suntuosidad del botín…
En las claras mañanas de otoño sentía el mozo una alegría desbordante al cruzar los pueblos de la cuenca, pelados, pobres y sumisos, sucediéndose con monotonía triste. Y él se encontraba sano y fuerte, lo mismo que un toro joven. Por eso no llegaba a comprender la grandiosidad de este panorama desprovisto de toda gala erótica, tierna o sentimental…
La uniformidad del suelo apenas si se rompe por algún grupo de álamos a la entrada de los pueblos. Al fondo azulean las sierras. En el centro quedan las tierras llanas, surcadas por los arañazos del cultivo. Al abrigo de las lomas se ven pequeñas aldeas de una docena de casas desperdigadas, y a lo lejos, las paredes grises de la iglesia. En los bajos fondos de estos valles, unos hilillos de agua van formando microscópicos lagos de charca, dormidos entre dos hileras de chopos…