Rut ha tenido ya diez hijos, y su abultado vientre anuncia la aparición de un Echenique más. Hablando de esto, Fray Ambrosio, cuya cabeza sigue rigiendo cada vez peor, suele comentar estos trances de la carne santificados por el cristianismo, mezclando la Biblia de una manera harto original.
—Jacob tuvo doce hijos, padres de las doce tribus, y una hija. Mas como los hijos de José formaron dos tribus, resultan siempre catorce, como los pueblos del Baztán. Habéis de tener catorce hijos: uno por cada pueblo del valle. Completad el soneto carnal, para que seáis perfectos, como vuestro Padre Celestial.
Dan las doce. El paisaje tiene la plenitud de un cromo. Por la parte de Auza y Otsondo las cumbres siguen azules; mas a medida que baja la vista, el azul va desgarrándose en una gradación de matices nuevos. Oscuro y sombrío en los montes, cuajados de árboles enormes; verde intenso en los maizales; gris en los prados; aterciopelado en los helechos; grana en los trozos segados que empiezan a retoñar… La carretera sigue siendo una senda blanca.
Pausados y solemnes, hacen su aparición en la casa Pello Joshepe y el párroco de Arizcun. El viejo sacerdote conserva su coloración de cangrejo cocido. Pello, de lejos parece cada vez más joven; su boinica y la blusa de tratante contribuyen a rejuvenecerle. Sin embargo, de cerca se le ve el truco; las innumerables arrugas y la hinchazón de sus venas le dan el aspecto de una palimpsesto egipcio.
El comedor es esencialmente burgués. La tarima, enlustrada; el gran aparador, tallado en madera. En una de las cabeceras se sienta Fray Ambrosio; en la otra, el párroco. Los medios, demasiado holgados, los ocupan Pello y Echenique. Las mujeres sirven la mesa, como en los buenos tiempos patriarcales y como si no hubiesen transcurrido los años…
La comida es sólida, tradicional y atemperada a los excelentes estómagos del Baztán. Se celebra el aniversario de la boda de Rut, y Noemí se ha superado como cocinera. Los platos se suceden fragantes, substanciosos, adecuados a una raza digna de tener cuatro estómagos como los rumiantes. Gracias a este lastre de recia alimentación, los comensales logran desbordarse un tanto por las huecas riberas de la oratoria.
—Ustedes dirán lo que quieran —comenta Echenique—; pero yo no he triunfado del todo. Aunque respetan mi dinero, en el fondo me desprecian. No soy un vecino de Arizcun, sino un señor de Bozate. Gracias a Fray Ambrosio, que dice misa en el palacio de Lamiarrita, Rut no ha vuelto a pisar las tarimas agotes de la iglesia. Yo tengo un panteón de mármol, es verdad; sin embargo los demás agotes no se entierran con los de
Arizcun, sino en un lado, lo mismo que en la iglesia. A mí me aguantan, a Rut no la tragan; ahora yo confío en que esto pasará…
—Claro que pasará —interrumpe Pello sonriente—. ¡Diablo! ¿Qué querías? ¿Que te recibiésemos con palmas? Nuestro escudo de ajedrez o nuestro tablero de damas, lo que sea, lo has trasladado a Bozate. Das mate a la reina, y resulta que es agote. No has sabido nadar y guardar la ropa, y eso no te lo perdonarán…
—Sí se lo perdonarán —argumenta optimista el párroco, mientras apura una copita con unción casi mística—, A la larga, todo se perdona. Ustedes no quieren mirar hacia atrás, en cambio yo, que tengo buena memoria, les puedo decir que lo que se ha hecho de diez años a esta parte no se había conseguido en diez siglos. ¿Es que no recuerdan lo que era un agote y lo que es hoy? Sólo queda ya un poco de desprecio; cuando vengan los de California y Méjico, por agotes que sean, como traigan buenas onzas, se acabó el barrio maldito. Te perdonarán; ¿no te han de perdonar, si eres rico, Pedro Mari?
—No; si a mí no me importa; con tal de que se lo perdonen a mis hijos… —suspiró Echenique.
Fray Ambrosio se puso en pie con gran estupefacción de los comensales. Levantó la mano, como si estuviera evangelizando negros, y con voz solemne y austera habló:
—A tus hijos no sé si los perdonará el pueblo de Arizcun; el pueblo de Leví, el elegido de Dios; pero a los hijos de tus hijos, sí. Porque tú has hecho de Booz en este valle de Baztán. Has venido a sembrar semilla nueva en el viejo campo, y poco a poco, del odio irán pasando al amor. ¿Queréis saber cómo? Pues oíd lo que dice la Biblia: «
Booz engendró a Obed, Obed engendró a Isaí e Isaí engendró a David
…» Y de David, añado yo, de David, hijos míos, fijaos bien, nació el Redentor del mundo. Tienes ya diez hijos, Echenique; catorce habrás de tener, porque son catorce los pueblos que componen este valle tan parecido a Israel. ¡Catorce, como los versos de un soneto carnal, clásicamente humanizado!… ¡Catorce brotes de carne y hueso que se enrosquen al árbol vasco de la vieja raza!…
Fin
FÉLIX URABAYEN, Novelista navarro, nacido en Ultzurrun el 10 de junio de 1883. De familia liberal, pasa pronto a residir a Pamplona como hijo de un empleado de la Diputación. Estudió Magisterio, primero en Pamplona, y luego, en Zaragoza. Se nutre, durante estos años, de literatura clásica grecolatina y del Siglo de Oro español, admira a Pérez Galdós y a los maestros del 98, en especial Baroja y Ganivet. Ejerció de maestro en Urzainqui y en otros pueblecitos navarros. Después, fue profesor en Pamplona.
Catedrático en la Normal de Salamanca, llega a Toledo hacia 1914, donde será director de la Escuela Normal desde 1932 y en la que residirá hasta la guerra. Esta ciudad equivaldrá en Urabayen a la Salamanca unamuniana protagonizando varias de sus principales obras. No fue ajeno a este enamoramiento la contemplación-meditación sobre el Greco, al que hará revivir en su primera novela
Toledo: Piedad
(1920) protagonizada por su mujer, Mercedes de Priede, profesora de la Normal. En ella se simboliza el descubrimiento de Castilla por Vasconia, tema habitual del 98. La crítica va a recibirla con gran interés. En el paréntesis de un año en que reside en Badajoz escribe
La última cigüeña
(1921) que iniciándose en una de las rutas de salida de Julián Gayarre camino de Pamplona y en otra del famoso capitán Pedro Navarro para evadirse de la vida montañesa desemboca en el descubrimiento de Extremadura por un vasco de la montaña. Le siguen varias novelas de ambiente toledano o navarro:
Toledo, la despojada, El barrio maldito
(1925; sobre el tema de los agotes de Bozate, Arizkun),
Centauros del Pirineo
(1928; el mundo de los contrabandistas vascos),
Por los senderos del mundo creyente
(1928),
Vidas difícilmente ejemplares
(1930).
Tras de trotera, santera
(1932),
Serenata lírica a la vieja ciudad
(1933),
Estampas del camino
(1934; a destacar las «Estampas de mi raza» que dedica a Vasconia y, entre éstas, a Donostia) y
Don Amor volvió a Toledo
(1936).
Urabayen, típico ejemplar de intelectual liberal con hondas preocupaciones sociales, no pudo sustraerse a la tragedia de 1936. Amigo personal de Azaña, fue nombrado Consejero de Cultura del Gobierno republicano y postuló en las elecciones de febrero de 1936. Desempeña el cargo hasta el estallido bélico, abandonando Madrid a los meses. Marcha con su familia a Alicante donde permanece desde 1937 a 1939 y escribe su postrera novela
Bajo los robles navarros
que no verá la luz hasta después de su muerte, en 1965. A su regreso a Madrid, consciente de que se le busca, se refugia en la embajada de México. Es encarcelado, enfermo de cáncer, durante tres años en los que coincide con Buero Vallejo y Miguel Hernández. Cuando sale, en 1942, le queda poca vida ya; fallece en Madrid el 2 de febrero de 1943.
Es curioso constatar que así como su hermano, el geógrafo Leoncio, se inclina por una visión humanizada de la tierra, en Félix, el novelista de honda preocupación social, es la tierra, —el paisaje rural o urbano—, la geografía misma, la que se transparenta a través de unos personajes de caracteres más que someros. Porque aquello en lo que Urabayen descuella es en una prosa pausada, finamente cincelada, elegante en la que aflora la sólida formación clasicista del navarro y un juvenil brío irónico que le emparenta con su paisano Baroja. De la ironía a la sátira va un paso: el que da para describir a toda una serie de personajes picarescos que desfilan sobre todo en su «Vidas difícilmenete ejemplares» aunque no falten en el resto de su novelística. Porque la apoyatura habitual de sus novelas es muchas veces la estampa que ha publicado en los periódicos, en especial las que reprodujo desde 1925 a 1936 el diario madrileño «El Sol» donde aparecieron espléndidas piezas de Urabayen recogidas por su sobrino Miguel en
Folletones en «El Sol» de Félix Urabayen
(P. de V., Pamplona, 1983). Conviene recordar, finalmente, que nuestro autor también incursionó en el género histórico con su
Cómo han visto Toledo y su paisaje algunos escritores del siglo XIX.
En 1985 se rindió a Urabayen un homenaje en Ulzurrum. El ayuntamiento de Toledo constituyó un premio «Ciudad de Toledo» cuya sección de novela corta recibe su nombre. Nada de esto nos parece suficiente para un magnífico escritor injustamente olvidado.
Ainhoa AROZAMENA AYALA