El barrio maldito (6 page)

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Authors: Félix Urabayen

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El barrio maldito
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Como final, los muy corrompidos se dirigían solapadamente en el silencio de la noche clara al hostal de la Rita, honesta dama y maternal sacerdotisa de la calle Shanti Andía, que por tres miserables pesetas les ofrendaba las delicias de Capua, mediante una variada colección de auténticas vestales. Estas tardes de asueto, esta libre expansión dominguera halagaba al rebaño horteril sin saciarlo. Aquellas horas de independencia a que no estaban acostumbrados hacíales volver casi con gusto a la yacija comercial. Las verdaderas fiestas, el ensueño bullanguero de la ciudad encadenada se concentraba por entero en la clásica semana de los Sanfermines…

Otras cuadrillas de horteras, menos fogosos que los eróticos y más dinámicos que los pacíficos faquires del dominó, íbanse a pasear muy lejos, hasta Cizur o Barañáin, aunque la mayor parte de las veces tomaban la carretera de Burlada; y en cualquiera de las innumerables ventas que matizan los aledaños de Pamplona —bucólicas tascas cobijadas siempre por la efigie del Sagrado Corazón— hacía alto la caravana. Pedían unas ruedas de chorizo o unas magras con huevos si el bolsillo lo autorizaba, y para acompañarlas dignamente empezaban a trasegar vasos y vasos de bon vino, regando el estómago con una constancia hortelana hasta la hora del regreso, que invariablemente se hacía cantando y bailando los que aún lograban sostenerse. La juventud pamplonesa en estos días era la rencarnación de aquellos esclavos romanos que durante las Carnestolendas podían sentirse señores por unas horas. ¡Menudas fiestas las de San Fermín!, como decía entusiasmado Pedro Mari ponderando la grandeza de tan memorable fecha.

De esta cuerda esencialmente báquica y anacreóntica era Pedro Mari. Por contraste, sin duda, se reunía con dos mozos riberanos de Tudela y algún montañés como él, devoto del culto pagano a Baco. Y así, carretera de Burlada adelante, la salmodia monótona del zorcico se enlazaba al rugido potente de la jota navarra; y los arrayúas y aurrerás subían mezclados con interjecciones clásicas de sabor aragonés, cortas y restallantes como un trallazo…

Las tradicionales cadenas que amarraban la mocería al taller y a la oficina, al mostrador y a los bancos de las aulas, rompíanse el 6 de julio a las cuatro de la tarde con las célebres vísperas. La locura agitaba su tirso; Baco eructaba democráticamente; sonreía Apolo, y hasta el padre Júpiter se dignaba dejar a un lado sus rayos para marcarse una pirueta…

Los santos varones, los obispos de levita y cirio o los
homes
sesudos del integrismo, huían hacia la Ulzama, dichosos de escapar a esta bacanal estruendosa aunque ingenuamente pueblerina. Y el pamplonés bailaba, reía, cantaba y se emborrachaba, con la salvaje donosura de nuestros amados abuelos durante la época feliz en que tanto se parecían a los orangutanes.

El aspecto de las calles era imponente. Corrían los
kilikis
a pie o a caballo, deshinchando sus vejigas sobre la cabeza de los mocetes regocijados. En los balcones, racimos de cabezas se apiñaban deseosas de no perder un detalle del pintoresco desfile. De lejos venía de tiempo en tiempo un rugido sordo, acompasado, semejante a un aullido feroz. Era el ¡riau! ¡riau! con que los mozos coreaban el famoso vals de Astráin. Los gigantes, engalanados con hermosos trajes y joyas, avanzaban despacio, bailando lenta y majestuosamente, como correspondía a su alto rango, una danza comedida y hasta un poco sagrada…

La gente joven, en mangas de camisa o con largas blusas blanquísimas, marchaban en cuadrillas o grupos, siguiendo el ritmo del vals que las bandas atacaban con verdadera furia. Eran en su mayoría chicos de dieciocho a veinte años, altos y espigados. Con sus fajas de colorines arrolladas a la cintura, y al cuello el pañuelo de tonos chillones, daban una nota de alegría y juventud sana y primitiva. Muchos iban cantando al compás de la música; pero los más reservaban sus fuerzas para el ¡riau! ¡riau! final, que surgía potente y violento como un alarido de triunfo salvaje…

¡Las fiestas de San Fermín!… Pensando en ellas durante todo un año, el aprendiz metía calderilla en la hucha; el obrerillo, con menos confianza en sí mismo, dábalo a guardar al patrón, y hasta el viejo burgués hacía su montoncito para ir a los conciertos donde Sarasate y Gayarre le darían tema de conversación durante todo el invierno en la grata tertulia del Suizo…

Del 6 al 12 de julio, la bacanal era continua. Se bailaba en la Plaza del Castillo con una inquietud dionisíaca de sesenta por hora. Se apostrofaba a los ediles desde el tendido con un ademán tribunicio que hubiera envidiado César. Rugía la raza en plena galerna de dinamismo y de vino riberano… Nadie pensaba en dormir, ni en sentarse, ni en la conveniencia de callar unos segundos. En una ciudad tan religiosa, triunfaba Dionisios, el dios de los entusiasmos y el ruido. Y el pobre San Fermín, sin comerlo ni beberlo —ya comían y bebían a su salud los feligreses—, se encontraba con una semana de culto pagano, sin un solo gesto ascético ni el menor instante de cristiano recogimiento. Atenas triunfaba frente a la Catedral; Baco, con su gran bota en alto, presidía unas fiestas esencialmente católicas…

Los pobres horteras eran los únicos que no podían disfrutar del movimiento circundante. Había que abrir la tienda a las ocho de la mañana; en las fiestas, el río aldeano se desborda por las calles y aprovecha para hacer sus compras. El comercio abarrota sus arcas, y mientras todos los trabajadores tienen cuatro días por lo menos de descanso, el infeliz dependiente despacha encargos de la mañana a la noche con sonrisa de esclavo, mirando envidioso el estruendo orgiástico de un pueblo que marcha camino de los toros…

El único espectáculo que Pedro Mari y sus compañeros podían saborear tranquilos era el de los encierros. Claro que los rebeldes salían además por la noche después de cerrar la tienda a la Plaza del Castillo, y aún solían correr la algara con los demás mozos. Pero como necesitaban madrugar para el encierro, al segundo día caíanse de sueño y apenas concluido el trabajo se iban a dormir.

Pedro Mari, hombre metódico, nunca se acostaba tarde; en cambio jamás perdió un solo encierro. De todas las fiestas, solamente ésta le atraía. Y es que el encierro representa el salto atrás, la vuelta eterna a los tiempos en que se alanceaban las fieras a la entrada misma de las cavernas.

La noche anterior, después de las doce, se cerraban con vallas las bocacalles del tránsito, que hervían de gente alegre. Mientras tanto los toros, dando la vuelta por las afueras, eran conducidos al portal de la Rochapea, donde quedaban encerrados en un reducto coronado de almenas. A las seis en punto los pastores disparaban un cohete; abríanse las puertas y los seis toros, perseguidos y acosados por sus conductores, salían disparados hacia el Ayuntamiento, y atravesando las calles de Mercaderes y Estafeta entraban en la plaza, cuyas puertas se cerraban inmediatamente.

Cinco minutos escasos se invertía en la carrera. Cinco minutos de violenta emoción, ahogada por el estruendo formidable de los espectadores apelotonados junto a las vallas, en los balcones y hasta en lo alto de los árboles; por el jadear anhelante de los andarines, los gritos de los pastores y el sordo campaneo de los cencerros. Muchos viejos tenían preparada la jarra de agua pronta a caer sobre la cabeza del toro, si algún corredor heroico se encontraba apurado. En algunas casas velase la puerta entreabierta, brindando asilo a los actores miedosos. La gente apiñada en todo el tránsito no hubiera levantado los ojos ni para ver volar un buey…

Al sonar el disparo del cohete, la locura se hacía colectiva. Los que no iban a correr saltaban la valla poniéndose a buen recaudo y en la huida se empujaban, caían apelotonados entre gritos histéricos o quedaban tendidos en el arroyo, haciendo alarde de un valor simulado. De repente, a la entrada de la calle sonaban los cencerros, y un grito largo y lento precedía la aparición de los toros.

Una ola de piernas en movimiento avanzaba delante, a pocos pasos de los cuernos. Era la juventud, encadenada durante un año entero al taller o al mostrador, ansiosa de sacudir su corazón y representar gallardamente su papel en estas trágicas carnestolendas. ¡Cómo corrían! Hubiérase creído que llevaban alas en los pies, a imitación del propio dios Mercurio. Verdad que el motor de estas alas funcionaba casi siempre a fuerza de alcohol…

El peligro mayor, sobre todo cerca de la plaza, consistía en que algún toro, destacándose de los cabestros o aturdido por el estruendo, se entretuviese en zarandear a cualquiera de los esforzados paladines en forma poco amable y parlamentaria. Entonces los restantes corredores volaban atropellándose, hasta caer como una catarata natural sobre la arena de la plaza.

También solía ocurrir que el toro no se arrancara hacia delante, sino hacia atrás; y en vez de penetrar con sus compañeros se quedase rezagado, limpiando el ruedo de valientes andarines. El peligro en este caso era mucho menor que en las calles, ya que el animal, satisfecho de haber sembrado el pánico en el redondel, iba al chiquero rápidamente, arrastrado por los cabestros y los pastores.

Pedro Mari presenció los encierros desde todos los puntos estratégicos. En el Ayuntamiento, en un portal de la calle de Mercaderes, parapetado tras la valla de la calle Estafeta y a la misma entrada de la plaza.

Hasta el Ayuntamiento sólo corrían los andarines de vocación; los que necesitaban mucho espacio y poca gente, pues no lo hacían impulsados por el afán de emocionar al público, sino por el imperativo categórico de su instinto ancestral. Por eso elegían el trayecto más difícil, la única cuesta áspera y terrible, toda vez que desde el Ayuntamiento la ruta es llana y el desnivel mínimo. Eran las mejores piernas de Pamplona; los genios anónimos en cuyo corazón no cabe el histrionismo.

En la calle de Mercaderes, se formaba la primera ola de pánico. Los decorativos, los artistas y los borrachos entretenían a la gente de los balcones bailando y cantando sin cesar. Se oía el cohete, pero como estaban decididos a representar el papel de héroes, seguían el alboroto para disimular su miedo. De pronto asomaba el asta del primer berrendo; un alarido de terror hendía el aire; los corredores primitivos saltaban la valla fatigados y la segunda tanda emprendía una carrera loca como poseídos de manía persecutoria.

Ya dentro de la calle de Estafeta se corría bien, casi científicamente, con el espacio suficiente y atemperándose a la velocidad de los toros. Si éstos iban despacio, acortaban el paso los corredores; si venían encima, las ágiles piernas del coro volaban desenfrenadas formando una tupida cortina en las mismas astas de los cornúpetos. Era raro que en esta calle no surgiese el momento trágico o al menos la emoción intensa. Con frecuencia algún esclavo de blusa y bota, envalentonado por el alcohol, pretendía parlamentar con el toro. Este se adelantaba cortésmente, y el curda, viéndose perdido, echábase al suelo dispuesto a resistir el empuje de la ola que venía detrás. Gritaba la gente angustiada; de los balcones caían jarros de agua sobre la cabeza del bicho que, gracias a este baño providencial, dejaba de cornear el bulto caído a sus pies; pastores y cabestros aceleraban entonces la marcha, arrastrando al toro desmandado, y la celtíbera procesión de ancestral salvajismo saltaba sobre el borracho y desaparecía a todo correr, dejando en la calle un rastro de dinamismo brutal, digno de un aguafuerte de Goya…

Al final de la calle Estafeta, en el ángulo que forma con la boca de la plaza, aguardaba su turno la tercera ola. Aquí corrían los profesionales, los verdaderos castizos, deseosos de entrar entre las mismas astas. Sólo unos veinte metros de distancia necesitaban salvar; pero en tan corto espacio, ¡qué recia llamarada de tragedia sacudía los corazones! Gracias a que el miedo era personal, no ocurrían más desgracias.

Mientras llegaba el momento, cada corredor resolvía su problema fríamente, calculando la velocidad de los toros, la resistencia de sus piernas y la capacidad alcohólica de su estómago bien templado.

Contábanse a centenares los que hacían este último recorrido; no sólo por satisfacer su ansia de peligro y apagar la fiebre aventurera, sino también porque en la Plaza el aplauso y gloria eran para el que entraba junto al testuz, sin que nadie se acordase de los que corrían a la salida desafiando el verdadero peligro. En los encierros como en la vida el triunfo es para el histrión, para el divulgador o para el artista; nunca para el creador ni para el mártir…

Además, a la puerta de la plaza se aglomeraban todos los que venían huyendo desde el Ayuntamiento; los que aguardaban a pie firme y a una prudente distancia, que lo mismo podían ser doscientos metros que cuatrocientos, la llegada dedos toros. Estancados a la puerta, congestionaban la entrada dispuestos a correr al menor síntoma de alarma. Y así, la última ola humana formada por los corredores y engrosada con los que iban a estorbar, irrumpía en la plaza como una avalancha inmensa empujada por el testuz de las fieras y dispuesta a todo, con tal de deslumbrar a las masas cobardes refugiadas en el tendido. Al fin, bimanos y cuadrumanos, confundidos con la rapidez de una película bufa, pisaban la arena triunfal…

Pedro Mari se cansó pronto de ver los encierros en la calle y acabó por convertirse en un señor reposado y sensato que, como su principal, presenciaba el espectáculo por dos realitos desde el sitio más seguro de la plaza: desde un palco.

A las cinco de la mañana íbase dando vuelta por detrás del teatro, ni más ni menos que un viejo varón que buscase las rutas alejadas del peligro. Desde su asiento, colocado frente a la entrada de la plaza, podía recoger los menores rumores con la precisión de una antena radiotelegráfica.

Se oía perfectamente el primer cohete. Los espectadores, enracimados en las gradas, callaban sobrecogidos; la primera ola humana, poseída de un hormigueo impropio de su alta misión, entraba de prisa, y saltando la valla se refugiaba en los callejones. Luego, un vacío; en seguida, un ¡ahhh!… interminable, y los andarines técnicos, los que vieron las astas al final de la calle Estafeta, aparecían saltando con un ritmo seguro en sus ágiles piernas. Un nuevo claro angustioso, algo que duraba segundos y en el corazón de los espectadores tenía la lentitud de siglos. Y en seguida la última ola con su dinamismo de pesadilla; piernas formando montón, cabezas que miran atrás con los ojos dilatados por el terror, cuerpos que se estrujan; todo el temblor de la masa que está viviendo un momento del drama… Y arrastrándolo todo, deshaciendo la ola, los toros; el estruendo de los cencerros, las interjecciones de los pastores y el grito histérico de las almas sensibles parapetadas en los tendidos. Un minuto único, digno de la época cuaternaria que como un privilegio de raza conserva aún en toda su fuerza la muy Noble y muy Católica ciudad de Pamplona.

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