Ante esta declaración sincera, el coro pedía nuevas rondas que Lasarte pagaba con este prudente consejo: «Hasta emborracharse, regla; después, ¡buen trago!»
Su inteligencia, casi poderosa, la aplicaba a beber casi gratis. Las martingalas, trucos, simulaciones y reóforos de Lasarte se hicieron pronto célebres en los anales tabernarios. Una frase suya acreditaba o deshacía una tasca; un comentario jocoso, levantaba el crédito del más ignorado almacén. Nadie como él para diagnosticar la sinceridad de un claretillo de Mendigorría. Sabía tratar a los neófitos suave y frailunamente, adaptándose a todos los absurdos, dando cuerda a todas las gansadas y eliminando a los pelmas, a los roñosos o a los animales demasiado agresivos, con una gracia esencialmente divina…
Claro es que su ingenio no se limitaba a estas artes menores, propias también de los filósofos cristianos. Poseedor de un magnífico oído musical, acompañaba continuamente a las bandas de los regimientos; no perdía ensayo del Orfeón Pamplonés, y en una ciudad tan saturada de músicos como era entonces Pamplona, no sonaba una nota sin que la oyera Lasarte.
Y como su voz era áspera, ronca y dotada de un catarroso matiz, cierto día rompió a silbar con la misma gracia helénica que si hubiese recibido el beso del dios Pan. Debemos suponer que fueron los faunos quienes le enseñaron a silbar tan maravillosamente, porque sin un milagro no cabe explicarse la dulzura de aquellos sonidos dignos de la garganta de Orfeo.
El coro enmudecía de admiración oyendo silbar a Lasarte. Los zorcicos, sobre todo, brotaban de sus labios con la suave unción de un rezo de Iparraguirre. Las polcas y habaneras marcaban por sí mismas el ritmo del baile; hasta la jota riberana, tan bronca y altiva, tan fieramente individualista, adquiría en los carrillos del gran Lasarte cierta sonoridad orquestal.
Cuando menudeaban las libaciones y el auditorio contagiado acompañaba la pieza, Lasarte inmediatamente bajaba una tercera y hacía el dúo. Un dúo tierno, sentimental y único, que él matizaba con escalas y cataratas de notas propias de un ruiseñor. Aunque sea una hipótesis algo aventurada, cabe suponer que la propia Santa Cecilia bajaba al pasadizo de Echenique a escuchar los conciertos del insigne Lasarte…
Sentado sobre una cuba del almacén, dirigía vaso en mano el improvisado orfeón. Todo el rebaño le seguía silbando al unísono, mientras Lasarte, el inimitable, salpicaba de cortos mordentes los pasajes de ocarina, o se dormía prolongando la aguda nota de un calderón.
Cuando había logrado culminar la admiración de los oyentes, surgía el parásito. En el momento psicológico dejaba de silbar, tendía el vaso vacío y el entusiasmo musical se desbordaba en ríos de tintillo y blanco, que él recibía ladeando un poco la cabeza, como si aguardase el invisible laurel…
Tenía infinitas salidas para entretener al auditorio. A veces se colocaba de espaldas en la cuba más cercana a la puerta, y con las falanges de los pulgares repiqueteaba sobre la madera igual que un experto tamborilero, en tanto su boca rompía a silbar.
—¡Hombre! ¡Lasarte tocando el txistu! —exclamaba invariablemente el nuevo parroquiano al entrar.
Y Lasarte entonces daba media vuelta presentando el vaso vacío. Carcajadas, gritos, felicitaciones… y una lluvia de vasitos que el recién iniciado pagaba al genial silbante.
A última hora, Lasarte se puso muy gordo y amarillo. El olor de la taberna, vista desde la acera de enfrente, le emborrachaba. Se agrandaron sus ojos azules, hundiéndose entre las bolsas hinchadas de las ojeras. Desapareció de las tertulias. Echenique lo vio alguna vez en las afueras de Pamplona, tendido a la sombra de los árboles del Sario o en la vuelta del Castillo. Aquel hijo de Baco volvía a la Naturaleza, huyendo del aire enrarecido de las tascas; pero ya era tarde. Una bronconeumonía se lo llevó al otro mundo, probablemente a seguir silbando junto al destronado Apolo…
Pedro Mari nunca se lo pudo imaginar rígido y flaco, con los carrillos hundidos, fúnebremente acostado en su caja negra. Lo veía montado en la cuba, silbando, bebiendo, derrochando su alegría báquica sobre la ciudad entenebrecida por diez y nueve siglos de cristianismo…
Echenique lloró la pérdida de Lasarte más que si se le hubiera muerto su propia mujer. Digamos confidencialmente que el fallecimiento de la Dionisia no le habría afligido eternamente. Y no porque fuese mala, todo lo contrario. Dionisia, según el concepto público, era una mujer muy buena, muy de su casa, en el sentido de hacendosa, limpia y económica. Tan buena, que a cada paso le freía la sangre al marido, restregándole su honradez y laboriosidad hasta el punto de que Pedro Mari llegó a pensar en lo conveniente que sería menos honradez y más bondad.
No olvidemos que Dionisia era de la cuenca. Nunca tuvo palabra mala ni obra buena. Desconocía la risa, gritaba mucho y amonestaba a las criadas remisas, tirándoles una sartén a la cabeza. Echenique se daba a todos los demonios cuando oía loar las innumerables virtudes de su amada costilla.
Afligíale también que Dionisia, no obstante poseer la maciza amplitud de las matronas romanas, fuese estéril. Dado su genio, es de suponer que no habría recibido tan dulcemente como Sara a los ángeles viajeros, y por lo tanto no perdería jamás la esterilidad. Sobre este punto estaba bien tranquilo Echenique; en sus dominios la castidad era absoluta. Ovidio se hubiese muerto de asco en la posada de la Dionisia…
La amable Circe solía guardar todas sus seducciones para la hora de la comida. Apenas sentados, comenzaba la tortura. Hacía falta toda la paciencia bovina del montañés para no darle un palo en aquella cabeza de romana terquedad. Bastaba que un plato agradase a Pedro Mari para que su querida mujer le demostrara la necesidad de variar. Si, por el contrario, no le gustaba la comida, entonces la Dionisia se deshacía en quejas y lamentaciones dirigidas al cielo, aunque en realidad fuesen aplicables directamente al marido.
—¡Jesús, Dios mío! ¡No sé qué hacer! No te gusta nada. Válgame el Señor, y eso que soy la mejor cocinera de Pamplona. No tienes más que vicio; ¡otra mujer podía haberte tocado! En fin, tú dirás qué hemos de poner mañana…
¡Qué iba a decir el pobre Echenique! Le bastaba iniciar una cosa para que al siguiente día le presentasen la contraria. Tenía, como buen baztanés, un gran diente; sólo que su amantísima mujer se encargaba de mortificarle «por do más pecado había». Terminaba levantándose a medio comer, y era preciso encima dar las gracias a su excelente esposa. Sobre aquel temperamento artrítico, la Dionisia actuaba de Piperazina natural, ya que para todo plato absurdo tenía siempre su sinrazón…
A veces armaban verdaderos escándalos; por ejemplo, cuando guisaba Dionisia el clásico ajoarriero. A Echenique le gustaba seco; y como a su mujer sólo le agradaba con tomate, el diálogo ponía de relieve las altas dotes maquiavélicas de la bondadosa consorte.
—Ya sabes —protestaba Pedro Mari por milésima vez— que el tomate me hace daño; me agria el estómago. Podías hacer otro aparte para ti y todos contentos.
—¡Jesús, Dios santo! Si lo hago por ti precisamente; el tomate es lo único que te sienta; lo tengo visto…
—No, hijita, no —replicaba él armándose de paciencia—; me va muy mal. Estamos hablando de mi estómago y no del tuyo…
—¡No estamos hablando de nada! Si sabré yo lo que te hace daño y lo que no. A mí de sobra sabes que no me gusta, pero por tu bien lo hago…
—Pues mira: el primer día que venga el ajoarriero con tomate, lo tiro por el balcón…
—¡Jesús me valga! No te pongas así, hombre. Tú eres el marido y mandas siempre; lo hacía por tu bien. El tomate despierta mucho el apetito; sin embargo, te daré gusto en eso como en todo; ¡no faltaría más!…
Echenique callaba, porque, de insistir, Dionisia echaría al siguiente ajoarriero dos tomates en vez de uno.
Otras veces el diálogo platónico de los esposos discurría por los austeros cauces de la abstinencia. Dionisia venía atracándose de cordero a deshora, y sin más ni más, tenía a pescado frito una semana entera a su paciente marido.
—Comes mucha carne —le sermoneaba encima—, te engordas demasiado y te conviene un poco de pescado para aligerar. Ya ves, a mí la carne no me vendría mal porque ando algo floja, pero sé sacrificarme; lo primero es el marido.
—No; lo primero es la fritada de carnero, o el cordero en chilindrón —declaraba Echenique—, Ahora estamos en la era de la sardina a todo pasto. Yo creo que estás haciendo lo posible por mandarme al otro barrio…
Entonces Dionisia se echaba a llorar con un desconsuelo infinito. Entre hipos histéricos y suspiros de esclava seguía salmodiando quejas.
—¡Parece mentira, Pedro Mari, que seas tan criminal! Yo no salgo de casa más que para ir a la iglesia; yo estoy todo el día trabajando; yo no te gasto nada en ropa ni en lujos, como mis hermanas. Sólo de la posada te he ahorrado el año pasado tres mil duros limpios…
Esta salsa monetaria enternecía a Echenique y aguantaba los quince días a sardina y merluza. Una vigilia más, añadida a la Cuaresma por el caprichoso estómago de la abnegada Dionisia.
De lo demás no podía quejarse el baztanés. Religiosa, honesta y trabajadora, su esposa era el ama cantada por Gabriel y Galán. Sólo que Echenique encontraba esta carga de la virtud demasiado pesada y consultó su envidiable caso con algunos viejos amigos.
—Si quieres educar a tu mujer, coge una vara y adminístrale jarabe de avellano a las horas de comer y de cenar —le aconsejó Ataúlfo, el catedrático carlista.
—Eso, o un crío —corroboró Cándido el pelotari con espartano laconismo.
Habituados los cónyuges a la escaramuza diaria en las comidas, aficionáronse tanto a ellas, que decidieron ampliar al campo de acción. Por un convenio tácito, por una admirable
entente cordiale
de estas dos almas, unidas solamente por lazos económicos, cada cual se lanzó a invadir el terreno contrario. Apoyados en la soplonería de los sirvientes, virtud esencialmente celtíbera, podían seguir guerreando cómodamente lengua en ristre. Las muchachas de la posada eran todas, sin excepción, baztanesas; los mozos y criados del almacén procedían de la cuenca. De Yarnoz, de Zulueta, de Cemborain o de Monreal. Hasta de Esquiroz, que según los pamploneses es un pueblo de gitanos, tuvo dependientes el sufrido Echenique. Buenos trabajadores, eso sí, bastante tercos y bastante brutos. Y a todos los confesaba Dionisia, enterándose de cuanto pasaba en la taberna.
Solían venir pequeños para servir de recadistas, y los chicos de la calle les insultaban llamándoles
maquicas
, hijos de la cuenca, o bien les decían con retintín estúpido: «¿Vienes de la Valdorba?» Hasta que los heroicos paisanillos de Espoz y Mina, soltando el cántaro en la acera, liábanse a pescozones con las lombrices pamplonesas…
Por causa de uno de estos muchachos, ahijado de Dionisia, tuvo el matrimonio la bronca padre. Hallábase el chico distribuyendo recias tortas entre los pequeños ciudadanos pamplonicas, cuando llegó Pedro Mari. La pandilla echó a correr, después de volcar el vino en la acera y romper el cántaro. Echenique, partidario de la paz, en evitación de futuras refriegas, quiso mandarlo al pueblo. Salió entonces Dionisia a la defensa del solar regional con su acostumbrado brío, y el ahijado, naturalmente, se quedó; pero los disgustos del matrimonio tomaron durante una semana verdaderos caracteres de guerra civil.
En cuanto las criadas de la posada, había alguna razón para que fueran baztanesas. Dionisia desconocía el vascuence. En la cuenca ya no se habla desde hace muchos años, y como casi todos los tratantes que acudían a la posada eran vascos y Dionisia tenía a gala el desconocimiento del idioma primitivo de su marido, precisábale apechugar con criadas montañesas.
Lo curioso es que a pesar de su orgullo castellano, Dionisia no hablaba precisamente el lenguaje del Romancero, sino un dialecto endiablado de disparatada sintaxis, cuyo Castelar es el genial Arako. Bueno será advertir también que en las broncas domésticas, Dionisia entendía perfectamente las atrocidades que Pedro Mari soltaba en un vascuence apoplético. En realidad, su ignorancia oficial la utilizaba como un espía más con que sorprender los ocultos pensamientos del marido.
Lo cierto es que al matrimonio le iba bien este arreglo doméstico. Como no tenían hijos, cada cual trataba de imponer su valle y sus parientes en los dominios del otro. Gracias a este forcejeo, Dionisia mandaba en la bodega y Echenique conocía al dedillo la marcha de la posada. Y si esto no era la paz completa del hogar, al menos venía a ser una suerte de paz armada, un concierto de escaleras abajo que ambas partes respetaban con rigor. Todos los parientes de la cuenca venían a parar al pasadizo de Echenique; todas las baztanesas sin colocación ingresaban en la posada de Dionisia. Esto, que parece tan absurdo para implantarlo en cualquier hogar, resultaba de una lógica aplastante en el de aquella pareja uncida por el yugo económico más que por la Epístola de San Pablo.
Por esta época se metió Pedro Mari en un negocio peligroso. Se asoció a su compadre Pello Joshepe Echandi, contrabandista de Arizcun, dedicándose a surtir los almacenes navarros con las sedas de Lyon y los paños de Bayona, a base, claro está, de no pasar por la Aduana.
Honestamente se repartieron la tarea. Los guerrilleros de Echandi bajaban los fardos hasta Maquirriain o Ansoain, a veces hasta la propia Rochapea, y de allí los recogían los criados de Pedro Mari, metiéndolos en Pamplona por variadísimos procedimientos: por las murallas, de noche, o a plena luz, en un carro, ocultos en barriles de vino. Llegó a pasar piezas de seda dentro de los coches mortuorios. Echenique fue siempre muy religioso, pero no respetaba sagrado en lo tocante a contrabandear. Sobre esto era más navarro que San Fermín, aunque un poco menos santo…
Tenía Pedro Mari el circuito más expuesto que su compañero, y sin embargo, jamás le ocurrió un percance serio. El jefe Pello, demasiado montaraz, no quería tratos con los carabineros, y es claro, le cogían algunos fardos. Pedro Mari no se recataba tanto. Temporadas hubo en que los fardos vinieron en el techo de la diligencia de Irún, y así entraban en la Plaza del Castillo. Subían los carabineros, y, ¡oh feliz casualidad!, en cada paquetito brillaba un duro, sostenido por la liza, y en los mayores, un billetito pequeño…
Las pasiones atan más que los lazos de la sangre, sobre todo si son pasiones subterráneas. Los dos Pedros se unieron, pues, como la carne y la uña del mismo dedo. El jefe Pello Joshepe, tipo donoso, de frente sombría, boina negra y blusa tan larga como sus instintos de águila, sabía esconder bajo el disfraz de una charla frívola sus intenciones de ave de presa.