El barrio maldito (13 page)

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Authors: Félix Urabayen

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El barrio maldito
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Chacolí de Ezcaba

que entra por la boca

y sale por la punta de…

las tres últimas letras del primer verso dejando que el lector ponga una h donde haga falta…

Después de casado, Echenique dejó el arriendo del Juego Nuevo, arrinconó guantes y arreos de caza y se dedicó de lleno al negocio. Aunque el hipócrita pasadizo seguía siendo tasca, de escaleras arriba era ya posada. Los dos pisos se transformaron en habitaciones amplias, aderezadas a la usanza vasca, con el suelo de lustrado pino, y los muebles, desde la consola al tálamo, de una solidez a prueba de osamentas gigantes. Estos pisos no tenían comunicación con el almacén de vinos; había que salir a la calle por una puertecilla situada un poco más arriba. En realidad, los dos negocios sólo estaban unidos por un tabique común.

Lo mismo les pasaba a Pedro Mari y Dionisia. El matrimonio había unido sus cuerpos, pero de hecho vivían en dos mundos aparte; en la cocina y los dos pisos reinaba Dionisia; en el almacén no entraba más que Pedro Mari. Cada cual en su reino manejaba y disponía a su antojo. A fin de mes, el matrimonio hacía un balance y los dos ríos monetarios iban a engrosar una sola cuenta corriente en el Crédito Navarro.

Pronto se acreditó la Dionisia de excelente posadera. Los dos factores del éxito fueron la limpieza y la cocina; con tan excelente programa político, triunfó rápidamente, sobre todo con la cocina, que en Navarra al menos tiene suma importancia. Y la Dionisia cocinando era sencillamente genial. ¡Qué guisos los que salían de sus manos! El ajo, el tomate, la cebolla y la manteca de cerdo formaba el estado mayor de sus salsas que los comensales rebañaban hasta la punta de los dedos.

Aquellas perdices rociadas por el claro vinillo tafallés; aquellas truchas asalmonadas de Burguete, que ellas solas se escurrían buscando el camino del estómago, y sobre todo aquellas piernas de cordero de la cuenca, doradas a fuego lento, sabrosamente coruscantes, fueron durante mucho tiempo alivio de inapetentes, espuela de congestivos, regalo de paladares exigentes y tentación irresistible para todo comensal de buen diente.

Los tratantes de ganado y granos que huelen siempre la posada donde mejor se guisa, se come y se bebe, empezaron a frecuentar la casa de Echenique, sin contar con que Otamendi y sus cuatro hijas venteras recomendaban a porfía la hospedería del yerno. Aquello era un verdadero
trust
posaderil, no para esquilmar a los viajeros, sino para cebarlos. Colocadas las hijas de Otamendi en los mejores cruces de las carreteras navarras, puede afirmarse que curaron la anemia de la raza, aunque causasen a su vez alguna apoplejía en los estómagos demasiado insondables. Y sin embargo, Navarra, que ha levantado estatuas a un Sarasate, que al fin se pasó la vida rascando las cuerdas de un violín, ha olvidado conmemorar con una mala lápida las hazañas culinarias de tan famosas cocineras. ¡Así pagan las razas a quien les da bien de comer!…

Por casa de Dionisia desfilaron las mejores firmas navarras. Los que van al grano y se dejan de etiquetas; los que piden buena mesa y pocas ceremonias. Desde el Bidasoa al Ebro, o sea desde Vera a Tudela, los más famosos tratantes acudían a la posada. Todos con su larga blusa negra, su boina pequeña y su cartera hinchada de billetes de a mil. En riqueza, la lista de viajeros hubiera podido competir con Ritz. Allí iban a parar Agustín el de Yanci, Rosario el de Vera, Fernandico el de Burguete, Goyeneche el de Elizondo, Pello Joshepe el de Arizcun, Braulio el de Noain, Bautista el de Larrasoaña y todos los Oteguis, Ayestaranes y Otamendis.

No negaremos que tan ilustres varones, en vez de brillar en la alta sociedad, contrabandeaban un poquillo. Pero esto lo hacían por amor al riesgo, y porque en Navarra, debido al temperamento almogávar, todos llevamos un contrabandista dentro. Para ellos, el meter una partida de mulas en Francia era un
sport
tan divertido como el
golf
o el
tennis
del aristócrata. Y con su aire humilde, su blusa larga y el cerebro más largo aún, el contrabando fue para estos grandes tratantes algo parecido el membrete heráldico en las cartas del prócer…

En el comedor de la Dionisia residió durante muchos años la capitalidad gastronómica de toda Navarra; de la ribera, de la montaña, y sobre todo de la cuenca. A los hoteles lujosos sólo iban los vainicas de frac y
chaquet
, que presumían de hablar bien el castellano. En la célebre posada de Echenique podía hablarse en vascuence o andaluz, en francés o en caló. Allí todo era sencillo, limpio y primitivo. No había barroco, y terriblemente asimilable, más que la cocina indígena.

Fue preciso aumentar el local y hacer obras. Se compraron las dos casas contiguas, y Pedro Mari se empeñó en que los canteros colocaran un escudo de piedra en la fachada. Esta anomalía heráldica hizo encogerse de hombros a Dionisia, que no hacía radicar el crédito de la casa en aquel alarde barroco, sino en la virtud de sus excelentes guisos. No obstante, se copiaron los dos escudos, que por cierto aún existen en la antigua calle de la Comedia y no dejan de tener su tufillo simbólico. El colocado sobre el famoso pasadizo lucía bajo un casco aguerrido tres corazones recios e hidrópicos; pero los alegres canteros se durmieron en tal forma al trabajar la piedra que, acercándose un poco, no eran tales corazones, sino tres tinajas, y la sangre esparcida, mosto espeso. Idéntico espejismo ocurría con el que estaba encima de la posada; a los cuatro lebreles en campo de gules les arrastraba la tripa en tal forma que aparecían transformados en cuatro hermosos cerdos…

Sí Dionisia trajinaba en la posada, no se dormía Echenique en su pasadizo. Aumentaron las tertulias de la tasca, no tanto por la pureza del mosto como por la originalidad de los tipos que solían frecuentarla y que se hundieron en el silencio para siempre, coronados igual que Ofelia por la admiración popular. Pero no en un río azul, dramático y hondo, sino en el arroyo cantarín y báquico de clarete que brotaba entre las calles de Curia y Navarrería…

Tres tipos principalmente destacaban con personalidad propia: Olla el del «Píspiri», Artica el Tentador y Lasarte el Silbante.

Olla tenía una doble personalidad. Como constructor de cucharas y tenedores de boj, y en su sano juicio era un jornalero más; en cambio, con dos vasitos de tinto surgía el compositor genial. ¡Y qué compositor, Dios mío! Podía hablar de tú a Wagner o al divino Mozart. Su musa lo abarcaba todo: motetes, polcas,
dies ires
, habaneras,
zortzikos
…; y a pesar de tan copiosa labor, lo único que logró inmortalizarle fue el célebre vals del «pís-pi-ri»… Un vals descriptivo, con gotas de sinfonía; un vals onomatopéyico, en el que los rugidos del mar y el canto de la codorniz sencilla se unían en razonable amalgama; un vals ingenuo, lleno de gracia, que durante muchos años cantaron todos los curdas de Pamplona en sus báquicas algaras…

Empezaba con unas notas ligeras y picantillas, que arañaban la garganta lo mismo que la espuma del chacolí. Fatalmente, el preludio habría de recordar mosto indígena, no cerveza ni champaña, porque Olla se adaptó siempre a los gustos de su raza. Venía después un ¡Oh!…, ¡oh!…, ¡oh!…, lento y prolongado que duraba por lo menos cuatro compases; era el rugido del mar; un batir de olas magníficas en que las notas roncas y secas parecían estrellarse contra un cantil…

Pamplona, geográficamente no puede oír el mar; pero Olla, guía musical de un pueblo aventurero, lo inventaba, o por lo menos lo traducía. ¿Qué trataba de expresar Olla con aquel ¡Oh!…, ¡oh!…, ¡oh!… prolongado y trágico? No lo sabemos, ni acaso tampoco lo supiera su ingenioso autor. El caso es que las cuadrillas de San Fermín, al cantarlo por las calles durante los años que estuvo en moda, convertían este sordo rumor de olas en un alarido feroz, que hacía temblar las casas como si se tratase de una galerna auténtica—

Apenas cesaba el fiero rugido marítimo, aparecía la codorniz corriendo por los secos trigales de la cuenca. La personificaban tres golpes de «pís-pi-ri», contundentes y definitivos. A cualquier compositor castizo medianamente madrileño se le habría ocurrido decir «pál-pa-lá…» Pero Olla era casto, y además buscaba el esdrújulo con el énfasis de un ruiseñor. ¡Como que la genialidad del vals residía precisamente en el «pís-pi-ri!…»

¡Dichoso «pís-pi-ri…»! Desde la fregona desenfadada que acudía al mercado cesta en ristre, hasta la beata austera que entraba en San Cernin con el rosario en la mano a guisa de compra espiritual, cuando no les convenía contestar a una pregunta cantaban tres veces el «pís-pi-ri». Después han venido otras expresiones igualmente áticas y espirituales: «¡Hay que ver!…», «Sí, sí, pero no», «Que te crees tú eso…», etc., etc., que al ponerse en boga hicieron perder al «pís-pi-ri» su esdrújulo, y el gran Olla tornó a sumergirse en las riberas anónimas del silencio.

Otro tipo muy popular en la tasca de Echenique era Artica. Éste no tenía nada de músico, pero si de danzante genial. Gordito, limpio y ágil, frecuentaba las tabernas y los juegos de pelota más que por afición a las libaciones, por moverse en un medio propicio a sus mañas. Su finalidad reducíase a cazar bobos a quienes desplumar con ayuda de la baraja. En cuanto a la pelota, aunque no la dominaba, sabía lo suficiente para engañar a los aldeanos de la cuenca.

Acudía diariamente a la tasca de Echenique, pues el bueno de Artica tenía la vanidosa manía de alternar con gentes de calidad. ¡Y qué mejor punto de cita que el decoroso pasadizo de Pedro Mari! El cual, si bien no le miraba con buenos ojos, tampoco se atrevía a echarlo, ya que sabía portarse decentemente, pagaba con esplendidez y se dejaba a la doble puerta sus artimañas de tahúr.

Tan hábil llegó a ser Artica manejando la baraja, que hubiera podido hermanarse sin desdoro con Rinconete,

Guzmán, Cortadillo y el Buscón. En el juego de pelota ganaba siempre, no obstante el ser más conocido que la ruda. Pero como la raza es terca, se empeñaba en vencer al tentador Artica, que sabía arrasar los bolsillos rurales con la técnica fruición del granizo al caer sobre un campo de maduras mieses…

Graduado en todas las malas artes, maestro en engaños y docto en las más astutas artimañas roedoras, Artica era, sin embargo, muy religioso. No faltaba nunca a misa, y en su conversación jamás se deslizaban vocablos malsonantes, propios de los bajos fondos en que se movía. Como elector fue siempre carlista, y de los finos ganchos electoreros. Ecuánime y correcto mientras ganaba, se descomponía atrozmente si le tocaba perder. Entonces rugía, pateaba y gemía lo mismo que una Euménides, y de su boca brotaban frases dignas del carretero más inspirado… o más Audaz…

Aparte este temperamento furioso de histérica mal educada, Artica debía de tener alguna otra debilidad fisiológica. Nunca se le conoció el menor lío femenino. Huía de las vestales tanto como del himno de Riego; en compensación llevaba siempre a su lado uno o dos adolescentes a quienes nunca faltaban cinco duros, a espaldas de la familia, naturalmente. Estos favoritos de aspecto enfermizo y elegante empaque, pertenecían a lo más distinguido d Pamplona. El modernísimo Sócrates buscaba sus Alcibíades en las altas capas de la sociedad, hasta que la familia intervenía y los sacaba de entre las garras de Artica, enviándolos a estudiar lejos, o haciendo que embarcasen para América. Pasada la ola de fango, volvían convertidos en hombres serios y graves, sin que ninguno de ellos conociese en la calle a su embaucador pedagogo y sumo sacerdote del mal.

No quedaba otro peligro sino que al Artica se le ocurriese publicar —a imitación de Casanova— sus Memorias; peligro remoto, pues Artica, como las grandes figuras del toreo y alguno que otro ministro de Instrucción pública, no sabía leer ni escribir. Y puesto que la ropa sucia por fuerza había de lavarse en casa, Pamplona toleraba a nuestro Artica y Echenique también…

Los toneles de Pedro Mari lo acogían todo: sabios, compositores, granujas y filósofos parásitos. No podemos afirmar —aunque ello explicaría en cierto modo su incoherencia— que allí se formasen nuestros modernos pensadores españoles; pero sí que en este Academo se incubó el más célebre de los artistas regionales: Lasarte el Silbante.

Sabido es que años antes de la rebelión cristiana de esclavos, Baco el gordo, acompañado de su viejo amigo Sileno, acostumbraba darse una vueltecita por Beocia, Tracia y demás arrabales, con el triple fin de presidir la vendimia, saturarse de mosto y correrse una serie de bacanales que la mitología llama dionisíacas y los revisteros madrileños juergas sordas. Pues bien: del encuentro del tirso de este Sileno verde y pujante, con el misterio oculto tras la hoja de parra de alguna incauta doncella, nació Lasarte.

Lo malo es que, como Pamplona carece de cultura helénica, pues cien años de carlismo acaban por hollinar las ideas de la región más sana, a este pequeño ateniense le hicieron estudiar para cura, en vez de dedicarlo a contrabandista o pelotari, únicas profesiones de sabor pagano que aún quedan en la cristianísima Navarra.

Ocho años pasó Lasarte encerrado en el Seminario Conciliar, y tan recias fueron las cadenas del latín y la filosofía escolástica, que durante ella se acreditó de estudiante ejemplar en todas las asignaturas. Pero al llegar a la Teología, dio el salto atrás; la sangre bulliciosa de sus ascendientes paternos brotó en él con tal fuerza, que pronto se expandió por las calle y plazuelas pamplonesas llenándolas de escandalosos rumores una noticia insólita. Lasarte, remangándose un poco el manteo, comenzaba a frecuentar las tascas…

El rector del Seminario, hombre sagaz que luego se escapó con una pedagoga muy fea, quiso demostrar a Lasarte que el empinar el codo ha de ser un culto interno, al menos dentro del sacerdocio católico. Arguyó Lasarte, sacando en su abono numerosas observaciones, que la mayor parte de sus cofrades tenían una cara muy semejante a la de los cangrejos cocidos, detalle que hubo de reconocer el rector, si bien argumentando que no daban escándalo. Se agrió la controversia, y al cabo Lasarte vióse obligado a ahorcar los hábitos, en vista de que sus ofrendas votivas no podrían ser nunca recatadas ni sordas, sino tumultuosas, decorativas y procesionales, igual que en la dulce tierra que baña el mar de la Hélade…

—No hay más que tres verbos en el diccionario —solía decir Lasarte a los catecúmenos de Echenique—: Comer, beber y lo que se hace en compañía de la mujer—

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